A partir de la idea de Peter Szendy de que habría afinidad secreta entre la escucha y el espionaje, que plantea en su libro Sur Écoute: Esthétique de l’espionage, se elaboran estas reflexiones sobre la política de la escucha.
Peter Szendy plantea, en su libro Sur Écoute: Esthétique de l’espionage (2007) –que yo, para mi vergüenza, leo en inglés (pues el francés se me resiste) en la edición de Fordham University Press (2017), titulado All ears- que habría una afinidad secreta entre la escucha y el espionaje. Mi lectura de este texto va a ser poco ortodoxa –o menos ortodoxa de lo que suelo llevar a cabo-, pues me interesa recalcar solo algunas de las reflexiones que emergen de su desarrollo teórico, en la medida en que arrojan una novedosa luz al plano de la política de la escucha.
El primer paso de su exploración pasa por la disciplina de la escucha. Toma, para ello, la ampliación del panóptico de Bentham –disposiciones arquitectónicas que permitieran ver en todo momento y desde todos los ángulos a los que habitan ese espacio- hacia el “panacústico”, que permitiría escuchar todo. El problema fundamental del “panacústico” era que no cumplía el principio fundamental del panóptico: mientras que en el panóptico se podía ver sin ser visto, Bentham no encontró una solución de escuchar sin ser escuchado. Y, así, se alteraban el principal potencial disciplinario. Aunque él no lo desarrolla explícitamente, quizá podríamos analizar la situación actual como un marco panacústico y panóptico digital. No por caer en la paranoia de que nos escuchan hasta los robots de cocina del Lidl –lo cual parece ser cierto-, sino más bien para destacar cómo, mientras los sistemas de vigilancia se desarrollaban, hace un par de siglos, bajo la idea de que no queríamos ser vistos ni oídos y, justamente, la violación de ese deseo era lo que otorgaba el poder al panóptico-panacústico; hoy en día parece que la rápida aceptación de los términos y condiciones legales, así como la cesión voluntaria de nuestras imágenes –por más que estén bajo un filtro de Instagram- sitúa el marco de poder en otro lugar al de antaño. Desde luego, está desplazado del espacio físico para el que la disposición panóptica se pensó (hospitales, cárceles, colegios, como bien explica Michel Foucault en Vigilar y castigar). Ahora, las posibilidades de la visión y escucha total están en las propias estructuras que rigen la articulación de la vida contemporánea. Quizá sería apropiado pensar, a partir de esta aserción, dónde se situaría la desigualdad de partida en la que se basa el espionaje.
Las estructuras de desigualdad en la escucha pasan desde la posesión de la voz (el soberano, el cura, etc.) a la dispersión de esa voz mediante otros mecanismos de imposición (la megafonía es el ejemplo más claro). La clave, ante estas cuestiones, es el paso de las “sociedades disciplinarias” a las “sociedades de control”. Este cambio se da por la dispersión de los núcleos de poder y la cesión en la jerarquía y la desigualdad de la percepción. Lo que le interesa a Szendy es modificar la pregunta de la escucha por su objeto y dirigirla hacia el “sujeto genitivo”: la escucha de sí mismo -algo que piensa desde la música-, las condiciones de que un sujeto pueda ser, a là Foucault, oyente de sí, antes que ser escuchado por alguien. En la música, siguiendo a ¡Furtwängler!, ya habría una disposición de la música sobre sí misma, una autoescucha de la música, a la que invita al oyente a participar. La concepción del panóptico –y el panacústico- era la de sistema cerrado. Por eso, todo aquel que entraba en el panóptico, podía ser vigilante-vigilado: todo el mundo, allí, era potencialmente sospechoso. A Szendy le interesa la pregunta por la autoescucha para alcanzar, justamente, el problema de este sistema cerrado. La disposición panacústica, a diferencia del panóptico, hace que no haya “punto de escucha tranquilizador”. El punto central, el núcleo de la mirada y, yendo más allá, la direccionalidad a la que obliga la mirada, algo que ha marcado nuestro sistema de representación- hace que sea determinable, antes o después, el punto de vista. Sin embargo, tomando como ejemplo la película The conversation, de F. F. Coppola, Szendy llega a la conclusión de que el “punto de escucha” sería ilocalizable de manera “estable, centrada, soberana”. Es decir, lo que le interesa a Szendy es cuáles son las condiciones y regímenes en los que escuchamos, pero también en los que somos escuchados.
Szendy se pregunta, mediante dos ejemplos, si el sonido puede “esconderse”. El primero es With hidden noise, una pieza de Duchamp y Walter Arensberg de 1916, en la que un objeto “ que hace ruido” se introduce en una bola de guita entre dos chapas de latón.
Se considera que el “ruido es secreto” porque no se conoce su fuente –Duchamp no sabe si el objeto es “una moneda o un diamante”-, pues el encargado de introducir y elegir el objeto ha sido Arensberg. Szendy considera que, justamente, sucede lo contrario: la disposición de ese objeto en ese recipiente hace que se cancele “toda posibilidad de que el sonido se pueda esconder”. No hay ruido secreto, sino fuente secreta, como mucho. Toda forma de conservar un sonido, señala Szendy, implica su ampliación –la anulación de su secreto- o silenciado –su desaparición en tanto sonido-. De ello se hace cargo Robert Morris en The Box with the Sound of Its Own Making, que emite la grabación del proceso de su construcción.
Esta caja remarca, para Szendy, la “imposible articulación entre la insistencia en lo que es y el sonido de lo que está siendo”. Es decir, en su pregunta por la posibilidad del sonido de esconderse, lo que plantea con este ejemplo es que su constitución temporal implica que puede que, lo que en realidad se esconda, sea la distancia entre lo que se escucha y lo emitido. Aquí no se oculta la fuente, sino que el proceso se vuelve elíptico.
Szendy no extrae las consecuencias políticas de su desarrollo teórico. Plantea, eso sí, el límite de la escucha –en tanto no habría “representación ni experiencia posible” para el que escucha- en poder escucha aquello que se escucha como se escucha a sí mismo. Él lo piensa desde la música y se pregunta, así, cómo la “música se escucha a sí misma”. Lo que podríamos derivar de esta cuestión es que es imposible escuchar, desde sí, al objeto que es escuchado: hay una resistencia intrínseca a la propia escucha. Ni siquiera, aunque es algo que él si concede, podemos estar seguros de escuchar cómo otros escuchan. Por tanto, ese elemento elíptico que comentábamos en los ejemplos de Duchamp y Morris, Szendy lo lleva directamente a la escucha. Lo que se extrae de aquí es que los mecanismos de espionaje obedecen a ciertas formas, heredadas de lo visual, que proponen la posibilidad de que la escucha pueda llegar a ser estable y total. Szendy parece sugerir que no solamente parece que lo aural se escapa de esas lógicas visuales que constituyen el espionaje tal y como lo entendemos, sino que la propia escucha se detendría siempre ante la visual división entre sujeto y objeto. Si espionaje proviene de “ver de lejos”, Szendy se plantea qué significa “escuchar de lejos” (teleescuchar) y cómo se configura tal distancia entre el objeto escuchado y el oyente. La distancia, en sentido visual, solo redundaría en la derrota ante la escucha del sí mismo del objeto. Así que, en la afinidad secreta entre espionaje y escucha, Szendy invierte lo que se espera del espionaje y se plantea cómo estructuramos las relaciones entre sonidos y escucha, pues cada vez que escuchamos un sonido, es porque podemos ser escuchados. Es decir, la posibilidad de ser oídos está en la propia condición de escucha.
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