En esta ocasión nos sumergimos en el pensamiento de Paul Hegarty expresado en su libro Noise/Music. A History , donde trata de establecer una historia del ruido.

Marina Hervás
1 diciembre 2019
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Paul Hegarty

Paul Hegarty, en su libro Noise/Music. A History (Bloomsbury, 2007) trata de establecer una historia del ruido, como promete en el título del libro, en la que considera el ruido como algo que sucede siempre en relación a la percepción y sus expectativas. Para él, es un juicio que ya está hecho hacia el sonido, más específicamente, hacia lo que el sonido no es.  Me voy a centrar, no obstante, en el capítulo dedicado al arte sonoro, donde establece cómo el ruido ha sido excluido del concepto burgués de arte. En la organización institucional del arte -en museos, salas de concierto, galerías, etc.-, a juicio de Hegarty, se ha tendido a la “ordenación” de las diferentes formas de expresión artística, de tal manera que la paulatina “democratización” del acceso a los espacios de arte (las comillas de democratización tratan de mostrar la  polémica intrínseca de esta cuestión, de la que no me puedo ocupar ahora) también implica la “democratización” de la narrativa de tales espacios. Las obras, señala Hegarty, se convierten en “portátiles, de formas reconocibles […] e intercambiables”. El ruido, sin embargo, se opone a esta tendencia, en la medida en que “no porta un significado”, parecería que resulta de la “falta de capacidad”, “no resulta apropiado”, etc.

La tendencia burguesa, a su juicio, ha sido a la verticalidad, que se aprecia en la ordenación de la práctica visual en el contexto de las galerías y museos y también en la jerarquía entre público y músicos en los espacios de concierto. La vanguardia aporta, para él, la horizontalidad como posibilidad receptiva. Esta horizontalidad irrumpe desde lo sonoro con el Fluxus donde no solamente se desfiguran las narrativas del arte burgués a favor de su total disolución, sino que también se aboga por la inclusión de tecnologías disponibles y baratas, como la cinta de casete. Con esto, Hegarty no quiere tanto mostrar el advenimiento del “arte sonoro” o, al menos, de sus fundamentos, sino más bien dar cuenta de la radical incompatibilidad entre el sonido y la configuración de la galería y el museo como espacios para “el” arte. Y es que, a su juicio, en tanto los museos y galerías se articulan en torno a narrativas más o menos estables mediante las que organizan las piezas de artes visuales, cualquier tipo de práctica sonora irrumpe en tal narrativa, convirtiéndose así, inmediatamente, en ruido para el espacio expositivo. El sonido tiende a adoptar un papel dominante a menos que sea encapsulado en algún formato que exija la escucha aislada. Sin embargo, algunas piezas, como Sound of Ice Melting (1970), de Paul Kos, no solamente exige ocupar un espacio delimitado y protegido, sino que además solo en tanto proceso pone en jaque los límites de los espacios expositivos.

Sound of Ice Melting (1970), de Paul Kos

Aquí iría la leyenda de la foto

Hegarty encuentra problemático que las obras que trabajan con sonido “ocupen” un lugar, pese a que asume el potencial de reconfiguración del espacio y de la experiencia. Para él, se da una sustitución de lo visual por una suerte de puesta entre paréntesis del proceso de creación, generación, articulación, ordenación, etc. del sonido. Habría una “suplantación de disposición”. El ejercicio en el que el sonido tendría algo que hacer contra esa disposición sería con el cuestionamiento de los cuerpos disciplinados a actuar de una determinada manera y relacionarse protocolariamente con las obras y el espacio. La “escucha no disciplinada”, que ocurre más allá de la ordenación del espacio, sería, para Hegarty, el potencial del arte sonoro.

El objetivo de su reflexión, entonces, es pensar por qué “el público de las performances de arte sonoro es dócil”, pues habría, ahí, una reproducción de la narrativa articulada de la experiencia en los lugares para el arte. De este modo, el peligro del arte sonoro, a su juicio, es la pre-asunción de un oyente fijo que establece una determinada relación con un objeto.

La incompatibilidad del arete sonoro con la galería o el museo hace que, para que el sonido no se convierta en “ruido” para la narrativa del proyecto expositivo y no se opte por la escucha atomizada por auriculares, se constituyan espacios cerrados separados que aíslen unas piezas de otras, donde los espacios aislados son autosuficientes, como en la reconstrucción de Dreamhouse de LaMonte Young y Marian Zazeela en la exposición Sons et Lumières del Pompidou.

Aunque con mucha brevedad, Hegarty se pregunta si la propia ciudad sería el espacio específico del arte sonoro, atendiendo tanto a los paseos con auriculares de artistas como Janet Cardiff o las sonificaciones de ciudades, con proyectos como los de Akio Suzuki o Llorenç Barber. A su juicio, estas prácticas dislocarían, en cierto modo, las expectativas de los espacios artísticos retomando el cruce entre arte y vida dadaísta en los que la ciudad, de alguna forma, se ficcionaliza para dar protagonismo a sonidos rechazados, ignorados, desatendidos u obviados en lo cotidiano.

Hegarty, no obstante, no termina de extraer las conclusiones más radicales de su propuesta, que serían, a mi juicio, repensar cuál sería el espacio específico para el arte sonoro, si es que hay alguno. Lo que se encuentra de fondo en su revisión crítica es que el arte sonoro está lineado con la definición burguesa de arte, de la que toma la primera parte de su nombre y, por lo tanto, hay un principio de cesión de su carácter más contestatario a favor del reconocimiento dentro del mercado y lógicas del arte, que permiten su conservación, movimiento en circuito y conversión en precio. La renuncia a la narrativa del arte implicaría una suspensión de las prácticas del arte sonoro en lo indeterminado que, derivarían, con suerte, en su calificación como experimentación hedonista. De alguna manera, entonces, lo que exige es que el arte sonoro ponga en tela de juicio el componente artístico que porta ya que, para él, la articulación burguesa del arte no ha sido concebida desde lo sonoro más que, como mucho, en la medida en que los conciertos al uso reproducen buena parte de las creencias vinculadas a lo visual.

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