En esta ocasión Pensar con los oídos se centra en el trabajo Music in everyday life (Cambridge, 2004) [Música en la vida cotidiana] de Tia DeNora, un libro que trata de recoger, de todas las posibilidades concretas de aparición de esa música en nuestras vidas, cuáles serían aquellos elementos que suponen un problema conceptual.
En un texto titulado Music in everyday life (Cambridge, 2004) [Música en la vida cotidiana] cualquiera de nosotros se puede esperar que se haga un registro de la música que ponemos en nuestros spotifies y otras apps, la música de los aviones o de las tiendas de ropa, los jingles de los supermercados o de marcas de pavo envasado, etc. Sin embargo, Tia DeNora trata de recoger, de todas las posibilidades concretas de aparición de esa música en nuestras vidas, cuáles serían aquellos elementos que suponen un problema conceptual –que tiene sus derivas teóricas y prácticas- para la construcción de la noción de “vida” y del “sí-mismo”. Spoiler: todos.
No me puedo extender aquí y tratar con detenimiento a todos ellos. Aparte de por la extensión que se espera de este tipo de artículos digitales y los límites de la educación con respecto a los lectores, porque DeNora es profusa en referencias y cartografías. Así que solo me detendré en un par de cuestiones. DeNora construye su trabajo desde el análisis de una cuestión central para la sociología de la música: la pregunta por si la música “es activa en –y no meramente determinada por- la vida social” (5). El centro de su análisis se distancia de la búsqueda de expresión musical de pulsiones individuales o sociales. Busca “iluminar las (habitualmente ignoradas) estructuras estéticas de la acción social” (157).
Uno de sus núcleos, como ya anticipamos, es la incidencia de la música sobre el sí mismo (self)[1]. Siguiendo la ampliación del componente comunicativo de la música, DeNora plantea que ésta nos permite la “regulación” como “agentes estéticos” [aesthetic agents]. Esta agencia comienza por el ejercicio reflexivo. Éste no se refiere –necesariamente- a la detención teórica en nuestra propia capacidad de agencia, sino a que la capacidad de la música de configurar la agencia la constituye como una suerte de espejo que se pone frente al agente, devolviéndole una y otra vez preguntas sobre tal agencia en su ejercicio práctico. DeNora cuestiona la concepción cognitivista de la agencia para la música, lo que limitaría su ámbito a la “habilidad mental y a la práctica interpretativa” (159). La música no es un “recurso” o un “estímulo” para algo distinto de sí misma, sino que, a juicio de Nora, siempre que lidiamos con la música estamos, de alguna forma, ya en ella. El “en medio” de la música lleva la pregunta por la constitución del sí mismo al ámbito de la intimidad, por un lado, y al de la imposibilidad de plena descripción de tal proceso de constitución, por otro. La música posibilita la experiencia de formas del sí mismo que solo se dan desde y con la música, a veces de forma que solo se nos vuelve evidente a partir de su elaboración posterior.
DeNora amplía esa manida adjetivación de la música como “significativa” (meaningful) o comunicativa. A su juicio, el poder de la música en muchos casos es “no verbal”: “puede influir en cómo la gente articula sus cuerpos [compose their bodies], cómo se comportan, cómo experimentan el paso del tiempo, cómo se sienten, en términos de energía y emoción, sobre sí mismos, sobre los demás y sobre situaciones. En este sentido, la música puede implicar y, en algunos casos, provocar formas de conducta derivadas” (17).
Frente a la consideración de la música como su contenido espiritual, epistemológico o emocional, fundamentalmente, a DeNora le interesa cómo la música abre un espacio en el que el cuerpo se relaciona con la música solo corporalmente. El baile sería el grado superlativo de esta cuestión. Sin embargo, ella presta atención a cómo, por ejemplo, el cuerpo sigue –más o menos involuntariamente- lo que la música nos propone: dando golpecitos con el pie, moviendo la cabeza, incorporando parcial o completamente sus modificaciones rítmicas a nuestra organización temporal, etc. El cuerpo, en ese momento, divide su presencia en la realidad social: a la vez como cuerpo ordenado por lo musical y por los marcos de la corrección de tal presencia social. Se da, en sus palabras, una “comunión visceral con las propiedades percibidas” (160). No obstante, el cuerpo no se mantiene como ya era antes de la música. La música es, así, para DeNora, una “tecnología protética”, es decir “materiales que amplían lo que el cuerpo puede hacer” (103) o lo que, de hecho, hace en la cotidianidad reglada moralmente. La música propicia un entramado específico para la autopercepción del cuerpo y disputa la herencia que hace del capitalismo del cuerpo como “cárcel del alma” platónica, transmutada en “entidad bien-deseante” [Good’s desiring entity] (52). Aunque ella no lo plantea en estos términos, sería quizá enriquecedor pensar a partir de esta concepción el potencial crítico y político del voguing.
DeNora complejiza la idea de que la música “moderna” frente a la “tradicional” se ha constituido como pensada para ser exclusivamente escuchada o se distancia de su carácter funcional. Es decir, la música tradicional se ha asociado normalmente con lo “corporal” frente a lo “mental” atribuido a la moderna. Esta división, que puesta sobre el papel cae por su propio peso ideológico pero que explica la división –no solo espacial- de espacios musical (un auditorio frente a una charanga, por ejemplo) y de repertorios, entra en discusión si tiramos del hilo de lo expuesto en el párrafo anterior. Para ella, la “modernidad” o “tradición” de la música se articula más significativa en las “relaciones de la producción de la música” (156): “cómo y dónde se crea la música, cómo experimentan el campo las formas musicales, cómo se interpreta la música y la calidad en la relación entre intérprete y consumidor (por ejemplo, formas de atención, relación espacial, quién cuenta como músico y cómo surge la evaluación y cómo se distribuye la música…)”. En cualquier caso, DeNora presta atención a cómo la estrategia clave de la división entre música “seria” y todo lo demás, que establece una red metafórica que propone que la música “nos transporta” o que nos permite “abandonar, por más que sea temporalmente, el ámbito de la existencia material y temporal”, apunta directamente a una de las primeras expresiones de “realidad virtual”. En concreto, la música se distanciaría del “flujo de la existencia cotidiana”. La escucha “correcta”, a su juicio, se establece justamente dentro de ese marco excepcional de seriedad musical. Por eso, su trabajo busca lo contrario: redimensionar lo virtual frente al complejo abanico de formas no virtuales –por realistas y por escépticas con la virtud-. Es decir, oponer la definición de música desde la constitución de lo virtual como negación de lo cotidiano. No obstante, lo virtual también puede proponer formas alternativas de darse lo cotidiano, en el plano de lo no presente pero posible. DeNora no explora esta cuestión tanto como una propuesta utópica, sino más bien como estrategia interiorizada en la que se transfiere lo real a lo virtual; algo habitual, por ejemplo, en la relación del estado de ánimo con la música. Con ello, no quiere, como ya señalamos, pensar en la música como estímulo, sino como forma en la que se da la “constitución reflexiva” de ese estado de ánimo: “saber lo que uno siente” a través de la música es, para ella, la constitución de material de la subjetividad”(57).
En este sentido, DeNora reflexiona sobre gestos, a su juicio “semiconscientes” y “no racionales” en los que establecemos construcciones autobiográficas con la música, algo que resume, a partir de una de las entrevistas que incluye en el libro, con la sentencia de “el yo en la música” [“the me in music”]. No sería un “yo” general, constante e idéntico a otras formas de articulación del “yo”, sino específicamente el “yo” que se constituye exclusivamente a través de una determinada experiencia musical. Sería el caso de la identificación de una canción directamente con alguien o con algo vivido con esa persona o con nuestras propias vivencias individuales. De alguna forma, la música estetizaría la presentación de esa construcción específica de la historia (común o no). Es decir, para DeNora, la música tendría la capacidad no (solo) de acompañar o articular emocionalmente un momento –que se transmuta en recuerdo-, sino (también) de darle una dimensión estética. Lo “estético”, aunque adquiere numerosas formas a lo largo del texto, en general hace referencia a la capacidad de crear un marco, un escenario. DeNora se anticipa al boom de la investigación artística, en la medida en que plantea su aproximación a la música como “conocimiento sensual” [sensual knowledge].
La dimensión política de la música, justamente, se situaría en cómo, bajo qué circunstancias y en qué planos –cotidianos- constituye tal escenario; es decir, si la música es capaz de dotar de un orden. Más allá de fenómenos como el muzak y otras formas de estructuración social mediante la música, DeNora atiende a su capacidad de construir “escenarios de deseo” y “nuevas formas de communitas”, esto es, “una co-subjetividad en la que dos o más individuo llegan a exhibir modos similares de sentir y actuar, constituida en relación a parámetros extrapersonales, como los propiciados por los materiales musicales” (149). La “co-subjetividad” se opone a la “inter-subjetividad”. La intersubjetividad implica la “producción colaborativa de significado y cognición”, es decir, su construcción a partir de dos sujetos que se constituyen mutuamente a partir de su labor o participación común en el ámbito social. Sin embargo, la coobjetividad asume sujetos constituidos reflexivamente (en este caso, no se refiere a la “reflexión” como labor cognitiva, sino como “reflejo”, como un camino hacia dentro) de manera aislada que comparten fragmentariamente la exposición de esa labor reflexiva de manera puntual.
Notas
- ^ He discutido en ocasiones con algunos colegas con respecto a la traducción del “self”, porque proponen traducirlo como “yo”. Pero creo que, en tal caso, se usaría el “I” o, incluso, el “me”. No tenemos una palabra en español que recoja la idea de “self”, fundamental en el pensamiento anglosajón, salvo “sí mismo”, que no es idéntico al “yo”. Por eso, mantengo el “sí mismo”. Si alguien no está de acuerdo, le invito que lea el “sí mismo” como “yo” o lo que le parezca mejor y, si le apetece, que nos comparta su alternativa.
A excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, éste artículo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.