La proliferación, en los últimos años, de las llamadas instalaciones audiovisuales “inmersivas” nos lleva a preguntarnos por este tipo de evento y su venta como propuesta artística.
Proliferan como conejos. Algo parecido a lo que ha ocurrido los últimos años con los musicales en Madrid. Las instalaciones audiovisuales llamadas “inmersivas” realizan verdaderas giras internacionales, con un enorme despliegue de medios que ya quisiéramos verlo en muchas producciones músico-escénicas que se aventuran por caminos menos comerciales.
Los ejemplos, desde hace años, son abundantes. Por citar sólo algunos casos: “Voces de creación masiva” –que pudo verse, por ejemplo, en Sevilla en 2019-, los “biopics” de Gaudí o Van Gogh… Incluso la de Davide Quayola en el Sónar –quizá menos acaparadora que las anteriores- emplea sus recursos en señalar los lugares comunes: tecno, minimalismo, “impresionismo electrónico”…
Desde nuestro punto de vista, el problema no está en el formato sino en cómo se abordan este tipo de proyectos, siempre atentos a contentar a un público amplio y variado. De ahí su parecido con los musicales. En muchos casos, son grandes empresas tecnológicas las que promueven este tipo de eventos, y no vamos a pedir a Movistar que proponga un proyecto que, para tener algún interés, inevitablemente tendrá que tirar del riesgo artístico.
Además, lo sonoro y musical en las llamadas instalaciones inmersivas suele ser muy básico, de una degustación fácil que no suponga hacerse preguntas. Y, por supuesto, siempre como banda sonora del resto de disciplinas implicadas, nunca como cuestionamiento o apuesta crítica. Esto conduce inevitablemente a una evidente pobreza artística y a la sensación de que no se está apelando a un público atento y mínimamente crítico sino al aburrimiento como vía de apaciguar cualquier duda de aquél que sólo va para pasar un rato en familia.
Pero, insistimos, el formato no es el problema. Por eso, propuestas como –por ejemplo- cabosanroque (que reseñamos en este número doble de diciembre-enero), podrían establecer un mínimo a partir del cual trabajar hacia unas proyectos realmente valiosos, que los hay, obviamente, aunque, como es habitual, queden oscurecidos por los neones de las que despliegan los grandes recursos.
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