La piedra, un elemento repleto de realidades que ha viajado con el hombre a lo largo de la historia, es esencial para entender el mundo actual. La piedra, en su metamorfosis, es nuestra interfaz: la pantalla. ¿Podría ser un objeto que dirima las tensiones de tales realidades a favor de realidades más libres para la especie humana?
Quiero saber qué es la piedra
que tanto me conmueve.
Qué es en verdad
la ruina que nombro.
También escribir es derrumbarse.
(La ruina que nombro, Andrea Cote)
Sin la piedra el mundo actual sería impensable. Fue la primera tecnología del hombre. Pero es asimismo el arquetipo del silencio: un objeto que, desde su silencio y firmeza, nos habla, susurrando al oído del hombre cosas que, sin decirle, este puede oír, conocer, saber. El silencio de la piedra es, pues, un sonido. La piedra es la interfaz, la actual computadora, el teclado y la pantalla del Cyborg. El sonido de la piedra migra, es una migración, una mutación. Con el hombre ocurre otro tanto: migra, se transforma en su nomadismo. De lugar en lugar, el hombre va dejando partes de sí mismo: los sonidos, los elementos sonoros de su pasado. El hombre que puede ser piedra. ¿Podría la piedra, con su migración, presentarnos su tecnología prístina? El nomadismo del viaje del hombre primigenio al hombre software, su experiencia, muestra a un ser humano que tiene, en fragmentos olvidados en los distintos lugares transitados, a acreedores. En un eventual alto en el camino, deteniéndose en su progresión respiratoria, el hombre habría de escuchar la respiración de tales acreedores. ¿Puede el hombre, con el oído en el fenómeno de la escucha, explorar la vibración que viaja por el espacio, las ondas sonoras que se desplazan en el aire? ¿Puede el oído, al captar las vibraciones de dichas fuentes, interpretarlas y traducirlas con justeza, enviándolas (y ya son señales eléctricas) al cerebro? El silencio es, entonces, un elemento potenciador.
La indagación del hombre es audible, simbiosis pero también conflicto entre pensamiento y lenguaje. La interfaz tecnológica atraviesa al individuo en un ejercicio de poderes. Surgió de una necesidad para luego (re)producir al mismo viajero humano. De la piedra a la pantalla, el errante humano se mueve hacia un lugar que anuncia un nuevo hábitat, una manera de contemplar al mundo, al otro, una manera y pulsión de llenar todos los espacios vacíos. En la entrevista que hace John Smith a Nikola Tesla para la revista Immortality, Everything is the Light, Tesla afirma: “I am trying to awake the energy contained in the air. There are the main sources of energy. What is considered as empty space is just a manifestation of matter that is not awakened. No empty space on this planet, nor in the Universe…” Cabría decir que el hombre actual, al acceder a espacios de esta naturaleza, se ha visto ante la necesidad, las más de las veces inconciente, pues las luces han sido brotes múltiples pero aislados y calculadamente segregados, de despertarlos, sin reconocer muy bien que el nuevo lugar modifica y altera, con una largueza no precisamente exenta de riesgos, los rasgos de su identidad primigenia. Ese sentido de lo posible pone de manifiesto la libertad y, sin embargo, ejerce un poder sobre el ser humano que lo deforma y desdibuja, arrebatándole el control de su existencia. ¿De qué se vale el hombre para contrarrestar o advertir ese riesgo? Del lenguaje. Wittgenstein, en su Tractatus logico-philosophicus, dice: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. Esos límites son el disparador de una paradoja: el lenguaje es una permanente construcción y reinvención; se transforma o se autodestruye para sobrevivir, como el continuo cambio de la piel de la serpiente. La tecnología es un lenguaje que entraña tensiones que van del hombre primitivo al hombre de algoritmos, en la constante creación de algo que lo excede, que lo potencia y, al tiempo, lo mengua y malea, sea que se distancia cada vez más de su condición original, del hombre que fue pero nunca dejará de ser: el hombre primitivo es su más profundo enlace con la respiración de la naturaleza, con las zonas de realidad de la naturaleza, con sus elementos.
La pantalla, el nuevo Tótem.
Para el hombre de las cavernas la piedra era un triunfo realizado por necesidad; un arcano que, según como se indague, revelaba el deseo de matar o someter, a riesgo de la vida o de ser sometido. Acá, no obstante, abordamos la piedra en otro sentido. La piedra, la primera tecnología, la interfaz, propicia una mutación, un trayecto, como hemos anotado, hacia el hombre actual. Se sabe que una de las pocas formas con que el hombre primitivo empezó a valerse del fuego fue raspando con pericia dos piedras. Fue la edad del hombre en que nació la música. Nacía, entonces, una era de mayor provecho y mejores condiciones. El viaje de la piedra, el vértigo del fuego de la tecnología, termina, de momento, con el hombre actual: la especie humana atravesada por el sueño de poder biopolítico en plena era de dataísmo desaforado y progenitor del mundo, una progresión violenta que se forja a través de la interfaz. De la piedra a la pantalla, un lenguaje se establece, se afianza y determina. Del Neanderthal al Cyborg, el hombre ejecuta y contempla el desarrollo tecnológico, pero también la deshumanización de su cuerpo y su mente. Recordándonos a Narciso, el hombre, preso del lenguaje, preso en los pixeles y en la contemplación de un mundo que produce su reflejo, habita su nueva caverna sin percatarse de cuándo llegó a ella. ¿Trataba Norman Mailer, en una de las entrevistas que recoge el libro Pontificaciones (Michael Lennon), con su instancia a regresar al hombre de los gruñidos, de hacernos derivar en un vínculo tecnológico con la piedra? ¿Es la caverna la gran metrópoli? Cuando, hablando del tiempo, en un verso de uno de sus mejores poemas, dice Jorge Luis Borges: “es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego”; ¿aboca al hombre a una desesperanza ante el tiempo de la tecnología, como podría colegirse del poema completo, o a una laberíntica esperanza? ¿Podemos ser la música o fuego de la piedra? El hombre de los equipos cibernéticos quizás nunca se ha movido de la caverna. El lenguaje y la tactilidad le generan, mediante proyecciones, la ilusión de una realidad, cuando es realmente un cuerpo pilotado por un fuego que (piénsese en la hoguera de la caverna de Platón) lo vuelve un prisionero-consumidor, y también deudor de otra caverna, esta vez interna; esto es, lo vuelve deudor de su fuego prístino, de un fuego que es ya el fuego de las ecuaciones del universo. ¿Puede esta caverna interna sacudirse y despertar, iluminarse en una especie de alucinación conciente que reinvente al hombre y la caverna marco y el mundo, en la creación de un lenguaje nuevo?
El Cyborg, aunque pudiera sospechar la piedra en la pantalla y el teclado de su computadora, habita en la virtualidad, haciendo de esta un nuevo vientre. La transición de la interfaz establece a los sentidos una realidad que comporta grandes riesgos, fácilmente asociados al Big Data (¿el Gran Hermano?), que, por el poder económico y político que ha acumulado, con sus rankings algorítmicos, con sus nubes de datos, con su espionaje, con sus estadísticas, tiene a la sociedad global ante la pantalla, ante el simulacro de la realidad, con anteojeras junto a sus ojos, con el dogal a la garganta y, séanos permitido decirlo, con un sutil implante cerebral; la misma sociedad global que a su vez le ha otorgado exenciones a granel. En suma, una sedación a gran escala. ¿Qué hará la era cibernética para no perder sus brazos, para no perder el control? Una vez volcados sus más profundos deseos, emociones, miedos y conocimientos convertidos en datos y en un formato alfabético opresor, la extinción lenta pareciera ser la realidad que por ella espera. Una humanidad ilusoria, un holograma que se desvanece lentamente frente a su pantalla. A menos que el fuego de la tecnología no la queme; es decir, a menos que, como distinguía Bradbury en Fahrenheit 451, sea fuego que caliente y no queme. Quizás el papel de una suerte de ciber-humanidad que se geste y se insurja en nuestra contemporaneidad informática, integrando las más diversas y valiosas dimensiones del hombre en un nuevo lenguaje, sea necesario para resistir. El lenguaje es el espacio donde reside la posibilidad de resistir para despertar. En la conciencia de las letras, los sonidos, los números y las imágenes podemos columbrar un nuevo paradigma tecnológico, un paradigma heteróclito, multiangular, la irrupción de tecnología más libre y más humana. ¿Podrá el ser humano dar esa batalla? ¿Podrá ya no meramente aplicar la tecnología sino crear tecnología? ¿Regresar a la piedra le sería de provecho en tal camino?
Si en el poema de la poeta Andrea Cote la piedra es una ruina que es nombrada, y en ello se presenta el derrumbe de escribir, acaso por su pregunta insatisfecha de qué es en verdad la piedra, Katherine Mansfield, en su poema El abismo, a continuación en la traducción de Daniel Samoilovich y Mirta Rosenberg, pareció asimismo intuir (y, si se quiere, igualmente caucionar) con otra mirada el conflicto que tiene lugar en la comunicación de la humanidad software:
Un abismo de silencio nos separa
Yo estoy de un lado del abismo –tú del otro–
No puedo verte ni oírte –pero sé que estás allí–
Suelo llamarte por tu nombre infantil
y finjo que el eco de mi grito es tu voz.
Cómo podemos franquear el abismo –nunca hablándonos, tocándonos–
antes pensaba que podíamos llenarlo con nuestras lágrimas,
ahora quiero destrozarlo con nuestra risa.
¿Es la deshumanización del hombre ante la interfaz una compleja geometría que lo enfrenta al abismo? Mansfield, en el poema, expresa el deseo de franquear el abismo. ¿Puede un puente de piedra reconfigurar el lazo para que no sea preciso llenar el abismo con lágrimas o destrozarlo con la risa? ¿Es dable pensar que el hombre de los dispositivos cibernéticos puede rehacerse para ser un puente de piedra (cruzado de cicatrices), la materia del conocimiento, un tránsito, un fuego interior, un despertar, esta vez conciente, de un nuevo espacio?
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