Carlos Galán es Catedrático del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid, compositor, pianista, escritor y director de Cosmos 21. En este artículo, al hilo de su despedida del conservatorio, nos habla de la situación de la educación musical.
Tras treinta y ocho años de docencia en las enseñanzas superiores, dejo la cátedra que tanto amo. Pero no puedo esgrimir, como un eximio catedrático de musicología, que en su despedida espetó un “Ahora me dedicaré a la buena vida”. Discrepo profundamente. Mi júbilo diario ha sido acudir al aula y contactar con los estudiantes. Y siempre me jacté de que, por encima de ser compositor (vital en mi ser), director (sobre todo, al frente del Grupo Cosmos 21, con el que defendemos la XXXVI Temporada), escritor o pianista, emplazaba el ser profesor del conservatorio madrileño.
Pero encuentro necesario puntualizar mi marcha. No me jubilo. Dejo la enseñanza, que es muy distinto. Son demasiados los compañeros a los que he oído lamentarse de que ¡nos están echando a empujones! Y como parto de mi profundo credo en la docencia, pues entiendo que solo las piedras y los muebles viejos no pueden cambiar ni aprender, vaya este empeño postrero por compartir ciertos pensamientos, de cara a que todo aquel que esté interesado por las enseñanzas musicales extraiga el aprendizaje que considere. Pero ¿qué ha sucedido? Evidentemente se ha operado un cambio sustancial.
El panorama musical educativo está transformándose en una mala dirección. Me gustaría pensar que simplemente es que estoy cansado. Pero parece que mi plural actividad profesional en los últimos tiempos -e incluyo la docente- muestra lo contrario. Insisto, y lo digo sinceramente, me gustaría pensar que soy yo el que está equivocado. Sin embargo, los planes de estudio y las ordenaciones académicas vienen a reafirmarme en mi sentir. Estoy rodeado de extraordinarios amigos y hermanos catedráticos a los que en su momento critiqué con dureza por jubilarse anticipadamente. Ahora lamento darles la razón y más oyendo tantas voces disidentes (recientemente hasta el escritor Luis García Montero respecto de su cátedra granadina) que hablan de un aire irrespirable, una toxicidad muy peligrosa para quienes amamos la enseñanza.
Con veintiún abriles me planteé acceder a la única plaza disponible en la cátedra de Improvisación del considerado, entonces, primer centro superior de enseñanzas musicales de España. Era el año 85 y todo estaba muy centralizado aún. Accedí al claustro del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid (RCSMM) gracias a obtener el número uno en la oposición (luego ganaría cuatro más, con idéntico puesto) para impartir una especialidad que, entendía yo, era la única que aglutinaba todas las prácticas musicales impartidas en un conservatorio de música (interpretación, composición, cámara, armonía, formas musicales e historia de la música). Desde aquel entonces, el panorama ha cambiado y no sólo por la destrucción de la especialidad amada.
En defensa de la enseñanza pública
Creo que el legado más importante que tiene nuestra sociedad (no digo nada nuevo) es el patrimonio cultural y éste se alimenta y preserva con la educación. No hace falta que manifieste, al tiempo, mi incondicional apoyo al sistema educativo y sanitario de nuestro país. Por ello, apuntaré al lector, a modo de presentación, que mi apuesta por la enseñanza pública es tan extrema que a lo largo de mi extendida carrera como docente me he negado en rotundo a impartir cualquier tipo de enseñanza privada, siquiera a tiempo parcial. Es más, en épocas de crisis educativas, llegué a solicitar media jornada laboral en algún curso académico, por claras desavenencias con el sistema propuesto (por cierto, años que acabé realizando el mismo trabajo, pero siendo remunerado en mucho menos de la mitad).
Nuestra sociedad está sufriendo una transformación continua (algo natural y previsible). Pero parece encaminarse en una dirección muy peligrosa en todo lo concerniente a la cultura y la educación, que alarmantemente se empiezan a (con)fundir con entretenimiento e instrucción. Por lo pronto y ciñéndonos al costado educativo, empezaré por traer a colación una frase que parece escrita para la ocasión y que, cambiando los protagonistas (y por supuesto al autor), podría extrapolarse al presente: “También el centro sufrirá dentro de poco tal daño que durante mucho tiempo será imposible restaurarlo a su antiguo estado. Y fundo mi apelación en la ruina de la dignidad de su oficio, que, según mis provisiones, podría obstaculizar seriamente la tarea de nuestros sucesores”. La demoledora cita es de un tal J. S. Bach y estaba dirigida a quien lo costeaba, el ayuntamiento de Leipzig.
¿Soy un alarmista o un catastrofista? Algunos profesionales se han sorprendido de que centros privados superiores hayan tenido de la administración pública un apoyo logístico muy significativo en tiempos presupuestarios de grandes recortes para la enseñanza. He ahí una respuesta incontestable: claramente la administración tiene otras prioridades. Y si no, revísese en las estadísticas de la crisis reciente (período 2009-2018) cuánto se recortó el gasto en la enseñanza pública (hasta en un 20%), al tiempo que se incrementó la ayuda a la privada/concertada (hasta un 12% favorable) y ello, sin olvidarnos de que nuestro país ocupa el puesto 21 en los presupuestos para educación (datos consultados en el Ministerio de Educación y Formación Profesional y Eurostat).
Algunos frutos de esta política: por lo pronto, cada vez con mayor frecuencia, un alumno egresado de nuestros conservatorios y que desea hacer un máster en nuestro país opta por ofertas privadas. Lamentable. Un segundo botón de muestra: la totalidad de estudiantes de la Comunidad de Madrid que en el arranque del milenio eran escogidos en la JONDE procedían de la pública. Los números dictan que se acercaba al 20% (18,3). Veinte años después, un porcentaje similar lo comparte con los centros privados y éstos se le aproximan peligrosamente (13,8% frente al 9,72%). Es otro resultado de apoyar al sector privado en detrimento de lo público.
Centros regidos desde la administración que se convierten en viveros de futuros profesores
El sistema actual, en clara contradicción con la cacareada `autonomía de centros´, está cayendo en un funcionamiento absolutamente burocratizado e hiper regulado, fomentado por lo general desde las directivas (cuando existen ejemplos de centros regidos con otros criterios que demuestran que es viable y mucho más fructífero otro clima de convivencia). Quizás el primer problema resida en la propia dirección de los centros educativos, cuya hoja de ruta (reconocido en privado por muchos directores de conservatorios profesionales) se reduce a plegarse a las exigencias o propuestas de la Consejería de turno (Educación o ahora Universidades –si se consuma el traspaso de las enseñanzas superiores al ámbito universitario-). Ya denuncié en muchas ocasiones que la directiva no podía estar escorada hacia la administración. Debía ser un vehículo eficaz de transmisión, ante ésta, de las inquietudes, preocupaciones y propuestas del profesorado y no, como viene siendo, un brazo más de imposición de las ordenanzas superiores. Pero claro, partimos de que la elección de esos directores no goza de un sano espíritu democrático ya que el principal protagonista de los avances pedagógicos (el profesorado) apenas tiene poder vinculante. Y por supuesto, el elegido después tiene que pasar el informe favorable de la administración, que indudablemente también forzará para que entre dentro de su perfil. Será casualidad, pero cuando ingresé en la enseñanza pública, las expectativas eran jubilarme sine die, como en las profesiones vocacionales (médicos o el mismo empeño de compositor). Hoy en día, casualmente, por norma, sólo piden prórroga… los cargos directivos.
Los ejemplos negativos de plegarse a las directrices de la Consejería de turno son muchos. Todavía está latente un episodio bochornoso cuando no hace ni una década el RCSMM tuvo que admitir en el tercer curso a los estudiantes de una universidad privada (Francisco de Victoria) por imposiciones de la Consejería. La Comunidad no podía dejar “sin plaza” a unos alumnos a los que ese centro universitario privado no consideró rentable seguir ofertándoles su especialidad y la cerró. Nuevamente otro episodio vergonzoso de desvío de dinero público para cubrir los desaciertos del sector privado. Por supuesto, tales alumnos fueron inscritos en el conservatorio sin superar ningún tipo de pruebas y, lo que es más grave aún, ocupando un espacio al que otros estudiantes, mucho más capacitados, podrían haber optado. La creación e implantación de grados como Sonología, Flamenco o Jazz son otros casos “sonados” (sustentados en el apoyo de las secciones autonómicas de los gobiernos nacionales de turno) de dudosa rentabilidad social (el marco educativo europeo articulado en el Tratado de Bolonia, recomendaba vivamente esta premisa). Las movilizaciones en el conservatorio de Madrid por los medios disponibles para la primera titulación son un ejemplo (y el que sale mal parado es el centro y no la administración que la impone -siempre, con la aquiescencia del primero-).
Permítaseme una referencia particular a la creación de grados aferrándose a criterios muy discutibles. Por ejemplo, ahora llegan a Madrid los de flamenco y jazz, forzadamente y a destiempo. Lo primero, porque es evidente la falta de medios y las presiones de la Consejería y lo segundo, porque ya hace décadas que se implantó, en el ámbito concreto del flamenco, en el Superior de Córdoba y en el de Murcia y recientemente hay que sumarle los másteres de la ESMUC, UCM y del Tallers de Musics). Creo que es significativo que, hoy en día, manifieste mi desaprobación, siendo protagonista de la introducción en los conservatorios españoles de la enseñanza del jazz (años ochenta) y del flamenco (en la de los noventa). Por cierto, que de ambos lenguajes puedo decir que he sido invitado como solista a festivales internacionales. Aclaro de entrada, aunque luego lo desarrollaré, que mi rechazo parte de que el ministerio y nuestra comunidad madrileña (me consta que una propuesta similar se presentó en Andalucía) tienen para su estudio un itinerario de Improvisación sin coste añadido que daría respuesta a los estudios de jazz y flamenco y que, sobre todo, ofrece salidas profesionales contrastadas. Porque conviene ser consciente de una realidad: la enseñanza de flamenco en los conservatorios superiores de Murcia y Córdoba lo que está sacando son futuros eslabones del complejo educativo, esto es, profesores de la especialidad de turno, no flamencos. Como los que ofertan jazz tampoco están graduando jazzmen. Conocer la historia nos permite extraer alguna enseñanza ejemplar: es evidente que las Consejerías no manejan esa difundida anécdota neoyorquina de cuando Sabicas le imploró a un tierno Paco de Lucía que se dedicara a componer y a tocar su propia música y dejara de interpretar la de Niño Ricardo. Y es que ahora estamos asistiendo al nacimiento de unos nuevos intérpretes: los del repertorio flamenco, que ni componen ni tienen arte. Solo una gran técnica. No hay chispa. Y en dichas tesituras, no hay magia ni duende.
Mal asunto, pues, cuando la educación se convierte en un simple vivero de futuros profesores. El historiador Josep Fontana denunció que “La tendencia, tanto en la escuela como en la universidad, apunta en la dirección de limitarse a ofrecer una formación que se dedique a preparar para el ingreso inmediato en la empresa”. Se trata de consolidar el tipo de “currículum oculto” del que habla Henry A. Giroux por el que “la clase dominante se asegura la hegemonía”. Siempre he implorado a mis alumnos que aunque la educación sea una de las ramas más hermosas de la música, si no la más, que sólo se dediquen a ella si de verdad es por vocación y no como sostén económico. George Steiner, en Lecciones de los maestros, no pudo ser más categórico y claro: “Una mala enseñanza es, casi literalmente, asesina y, metafóricamente, un `pecado´. Una manera de enseñar mediocre, una rutina pedagógica o un estilo de instrucción que, conscientemente o no, sea cínico por sus metas meramente utilitarias, es destructivo”.
Existen muchos temas que exigen una revisión absoluta y que, de no mostrarse enérgicos -si no hay recursos ni medios, no se puede ofertar una especialidad-, sólo pueden acarrear un grave deterioro de la institución –Bach dixit, recordemos-, independientemente de su integración o no en la Universidad. Pero la administración a lo suyo. Ahora nos encontramos ante nuevas encrucijadas y me temo que siguen en su línea de imponer sus exigencias gracias a unas directivas que no saben o no quieren ponerle freno, renegando de la saludable y enriquecedora autonomía de centros (cada uno, precisamente, se “singulariza” por las titulaciones que oferta). Como los tiempos que corren se orientan hacia a una enseñanza dirigida, totalmente articulada y ferozmente segmentada, todo se encamina hacia una labor de control, impropia de unos centros de nuestra categoría (estudios superiores) y condición (enseñanzas artísticas).
Legado envenenado
Como la enseñanza musical sigue sin estar adscrita a las universitarias -la ley se paralizó justo al convocarse elecciones generales de julio del 23- y, lo que es peor, tampoco es un marco adecuado si no contempla la especificidad de nuestra docencia (rango artístico, años previos de estudio, empeños colectivos,…), surgen numerosos temas que conviene atajar sin falta, por tratarse de inaceptables corsés arrastrados de la inclusión en secundaria (por momentos, parecen de primaria) en la que estuvimos enclaustrados. Repasemos los frutos de tan nefasta herencia:
- Implantación de currículos asfixiantes, articulados desde Consejerías con propuestas “pedagógicas” academicistas y carentes de contenido artístico musical (repletas de términos hueros y en absoluto artísticas, e inundadas de tecnicismos ajenos a la práctica musical).
- Exceso de burocracia. El recientemente fallecido Nuccio Ordine, en La utilidad de lo inútil manifestaba que “Los profesores se transforman cada vez más en burócratas al servicio de la gestión comercial de las empresas universitarias. Pasan sus jornadas llenando expedientes, realizando cálculos, produciendo informes para estadísticas, respondiendo cuestionarios, interpretando órdenes ministeriales, confusas y contradictorias. Parece que nadie se ocupa, como debería, de la calidad de la investigación y la enseñanza. Estudiar (a menudo se olvida que un buen profesor es ante todo un infatigable estudiante) y preparar las clases se convierte en estos tiempos en un lujo que hay negociar con las jerarquías universitarias. No nos damos cuenta de que separando la investigación de la enseñanza se acaba por reducir los cursos a una superficial repetición de manual de lo existente”. No quito ni una coma.
- Prioridad de las tecnologías. No conviene olvidar que esta corriente acarrea muchos peligros y pérdidas irreparables, por muchas ventajas que aporte. Se reaviva el fuego del combate tecnificación versus En ese fragor entiendo que la única respuesta válida es preservar las enseñanzas humanísticas. Luis García Montero, en Prometeo, decía una verdad incuestionable: “Las humanidades son una respuesta ética a un mundo en constante transformación ante el avance de la ciencia y la tecnología”.
- Vigencia de controles externos (inspectores de secundaria) inadmisibles para nuestros niveles educativos (grados y postgrados) y tipo de enseñanza (artísticas). Simplemente, no existen en el ámbito universitario. Y su presencia en los conservatorios, relicto de la pertenencia de los mismos a secundaria, nos recuerda desgraciadamente más un afán de instrucción que de formación.
- Ausencia de la condición de investigador y artista, propias de las enseñanzas universitarias, lo que también incluye la posibilidad de la enseñanza emérita (a tiempo parcial). Ya, en tiempos de Bach, intentaron defenestrar su labor por considerarla propia de un músico de capilla (concertista) y no de un cantor (músico eclesiástico, docente). Está más que probado que el ser buen músico (intérprete, compositor o escritor) no garantiza en absoluto el ser buen docente. Pero igualmente es manifiesto que un buen profesional tiene muchas herramientas para ser un sobresaliente profesor y sin esa praxis es difícil alcanzar una maestría notable. Simplemente dos voces autorizadas sobre el tema: J. Dewey en Democracia y educación. Una introducción a la filosofía de la educación (Madrid: Morata, 1998) señala que el profesor ideal es producto de la unión entre el docente utópico y el práctico. Y trasladándonos al ámbito musical, D. J. Elliott en Music Matters: a new philosophy of music education (New York: Oxford University Press, 1995) apunta acertadamente que el profesorado debe ser educador y músico.
La realidad es que en las enseñanzas musicales, al hilo de las graves crisis económicas del 2007 y 2020, se endurecieron las incompatibilidades, hasta el extremo de dificultar el ejercicio artístico fuera de las aulas, aunque es fácilmente demostrable que las actividades artísticas son un germen de futuras enseñanzas. Tendrán que pasar décadas para que algún iluminado de la administración educativa copie las demandas al profesorado alemán universitario, al que penalizan si no compatibiliza su actividad docente con unas mínimas actividades artísticas paralelas. Mientras, al tiempo, en nuestros lares seguimos asistiendo atónitos a cómo en oposiciones de distinto sesgo se llegan a despreciar –hasta el punto de no computar como méritos o en una discretísima baremación espuria-, los empeños artísticos.
Pero hay muchos más temas candentes que exigen una inmediata resolución:
- Número de horas lectivas del profesorado, que no se corresponde con el del rango universitario -y en lo que hemos dado un gravísimo paso atrás por la connivencia de las últimas directivas con las Consejerías-. Es impensable en el ámbito universitario una mínima calidad de la enseñanza si el profesorado no dispone de tiempo de estudio e investigación (que en música también se traduce como actividad artística).
- Rigidez de horarios propios y del alumnado, que se manifiestan en la imposibilidad de asistencia a otras asignaturas parcial o totalmente, intercambios de alumnos entre profesores o de realización de actividades fuera del estricto horario establecido. Un simple ejemplo personal: mi alabado libro (en el decir de la profesión y la prensa especializada) Improvisación en el flamenco tiene su origen en la petición de un seminario sobre la especialidad que me hicieron a mediados de los 90 un grupo de alumnos. Montar dicho seminario hoy en día sería impensable.
- Directamente relacionado con la libertad de cátedra, el absoluto protagonismo de las troncales en detrimento de las asignaturas de “formación básica” (lo que perpetúa la casta chandala de las “marías” –¿dónde queda la importancia de la transversalidad y la interdisciplinariedad?-). No existe en ninguna carrera universitaria una sola materia, por significativa que sea, que tenga prioridad sobre el resto.
- Creación obligada de nuevos másteres para competir con la privada. Cuando elevé a la Consejería la propuesta de un nuevo Grado de Improvisación -sin coste o coste cero- nos recomendaron encarecidamente que abriésemos un máster en la especialidad, ya que ese era el camino que promovía la administración, pese a que les demostré que no era razonable crearlo en la especialidad si no había un grado previo además de que la cantidad de materias específicas en el Grado sobrepasarían las de cualquier otro título de cuatro años (como para reducirlas a uno solo). Por lo pronto, en los centros superiores existe una marcada priorización de los estudios de postgrado. Para quienes hemos defendido siempre la enseñanza pública y su gratuidad, resulta oprobioso que sean estos estudios los que gocen de todas las prioridades. Ya sabemos que en tiempos cervantinos, la condición de bachiller (Sansón Carrasco) se encontraba en la cúspide formativa. Ahora mismo, ya no es suficiente el estatus universitario inicial. Sin másteres no accedes a un puesto de trabajo y estos caros postgrados (nada económicos -como inicialmente se vendió-) nos alejan de la famosa gratuidad de toda la enseñanza que pregonaba hace poco tiempo el entonces presidente Rajoy.
Un problema endémico de la educación: el poco nivel de exigencia con el alumnado.
Como hay que prolongar la vida académica (al bachiller ya no le sucede ni el licenciado Vidriera, sino el masterado) la exigencia ha bajado notabilísimamente, pues el alumno no puede detenerse en el grado. Antes no era así. Ya hemos denunciado muchísimos docentes que en la actualidad había descendido drásticamente el nivel de exigencia en las calificaciones. Hace una década se manifestó en este sentido, el entonces catedrático en activo, Pedro Bonet. De igual parecer es el profesor Nuccio Ordine. Y recientemente, en una carta viral del catedrático de la Universidad de Granada, Daniel Arías-Aranda, lanzaba una desiderata con varios puntos, denunciando el bajísimo nivel de exigencia con el alumnado.
Entre las prácticas impuestas, por un afán de equipararnos con los estudios universitarios, se encuentran los famosos TFE (Trabajo Fin de Estudios). Supuestamente emplazados como el “cenit” de su titulación, los alumnos en absoluto lo valoran así (incluso algunos sustentan que no resultan interesantes ni para los propios estudiantes de musicología, inicialmente los más proclives a este tipo de investigaciones teóricas). Lo cierto es que la revisión de sus resultados sí que nos pone en el disparadero del nivel académico que impartimos, por mucho que venga luego la ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad de la Acreditación) a aprobar nuestros estudios. Ante la ausencia de investigación y de reflexión en esos trabajos, recientemente decidí realizar una pequeña encuesta para calibrar el verdadero alcance de nuestra enseñanza, lejos de los criterios empleados por la citada agencia. Los músicos, seamos docentes, intérpretes, compositores, ingenieros de sonido, escritores o musicólogos, deberíamos tener como seña de identidad el afán comunicativo y la avidez por el conocimiento. Y la realidad es que el alumnado no responde a ello.
Encuesta sobre hábitos de consumo cultural de los estudiantes del superior.
Veamos un sucinto repaso. Los resultados de la misma son muy a tener en cuenta pues ha sido respondida por 114 estudiantes (casi una sexta parte del alumnado del superior madrileño) pertenecientes a todas las especialidades. Y realizada en otros superiores españoles, los resultados recogidos han mostrado resultados parejos.
Un primer interrogante preguntaba sobre el número de conciertos a los que habían asistido en el último mes: un 13,5% respondió que a ninguno; 21,9% a uno (entre ambos, un 35,5%) y un 46,5% a menos de tres. En total, todos ellos suman el 82%.
Como los datos recogidos eran alarmantes (como era de temer), pero podían achacarse a los horarios estresantes del final de curso, una nueva pregunta inquiría por el número a los que asistieron en el último año, con otra ristra de datos escalofriantes: un 4,3% a ninguno y un 14% a menos de tres, para conformar un total de un 18,3% que no asiste a prácticamente concierto alguno. Casi una quinta parte de nuestro alumnado. Si lo elevamos a menos de diez (que no es ni uno al mes) sale un terrible 61,8%. No, no era el estrés del final del curso. Es la tónica dominante: apenas van a conciertos.
Cuando la pregunta versaba sobre el número de libros leídos en el año, los datos son desalentadores y por supuesto que ponen en entredicho el sentido de los célebres trabajos de investigación que, como muchos tenemos constancia desde hace años, son ejercicios de corta y pega. Y, por supuesto, sin atisbo de investigación alguna. Un 12,3% no había leído ninguno. Un 20,1% solo uno, lo que sumado al anterior ya es un 32,4%. Y un 41,2 % no alcanzó a leer siquiera tres libros enteros. Es decir, todos estos suman un 73,6%. Terrible.
También se incluían preguntas sobre el número de exposiciones frecuentadas en el último año y de obras de teatro a las que asistieron en igual período. Nada que nos sorprenda: un 40,3% y un 54,4%, respectivamente, contestó que a ninguna. Si presenciaron una, el pírrico guarismo señala un 64,9 y un 79%. Si se limitan a tres, se eleva hasta a un 86% los que no han visto más exposiciones y a un escandaloso 98,3 % los que no han sobrepasado un máximo de tres representaciones (pensemos en la gravedad de estos números, porque muchos de nuestros estudiantes estarán con su instrumento en los fosos de óperas, zarzuelas y espectáculos musicales).
Decididamente, algo no estamos haciendo bien.
Una propuesta para ponernos de nuevo en Europa: el grado de Improvisación
Pese a mi plural condición profesional (compositor, intérprete –director y pianista- y escritor), si nunca dudé de mi dedicación pedagógica en exclusiva a la cátedra de Improvisación, fue porque esta especialidad, como indiqué al principio, es el sumun de las prácticas musicales (de ahí su extrema dificultad). Por ello, y hablando desde el conocimiento y el compromiso, mi respuesta siempre se ha focalizado en su defensa. Durante décadas luché con ahínco por abrir un grado que nunca debió suprimirse (en el momento de la extinción de la carrera, habíamos realizado en el conservatorio madrileño desde finales de los años ochenta, un giro copernicano en los estudios de Improvisación). Estudios que eran la envidia de Europa y que fueron desmantelados justo cuando gozaban de una extraordinaria salud y entró en vigor el Plan Bolonia, que fomentaba, precisamente, nuestras destrezas por encima de otras. Para enmendarlo, y en unos tiempos de transversalidad e interdisciplinariedad -tan en sintonía con la especialidad-, propuse un Grado de Improvisación que llegó a aprobar el RCSMM y que hubiera dado respuesta laboral, tal como promovía el citado plan, a muchas salidas profesionales (profesores de piano complementario, de acompañamiento de danza, acompañamiento vocal y de la propia especialidad, además de repertoristas, correpetidores y músicos de estudio). No hace falta decir que titulaciones similares (aunque sin el empaque del propuesto) ya se han afianzado por toda Europa. De cabeza de león a cola de ratón. Sí, como está escrito.
Mientras, nuestra sociedad da la espalda al artista comprometido y al docente. Por su parte, al funcionario, aquel profesional entregado al que tuvo que salir en su defensa Antonio Gala, por el maltrato de una sociedad neoliberal que le viene vapuleando sin conmiseración, ya que cada vez mira con más malos ojos la estabilidad de su posición, la administración no se cansa de recordarle “sus obligaciones”. Sí, pero es de justicia que también hagamos oír sus derechos, que en el caso del docente, a parte de la libertad de cátedra, una autonomía de centros o la defensa de carreras y asignaturas por las que algunos hemos trabajado muy arduamente, sobre todo implica su pertenencia a unas enseñanzas artísticas, en las que la actividad creativa debía estar, no solo no perseguida, sino, bien al contrario, fomentada. En fin, una defensa a ultranza de lo que significan las dos palabras “Enseñanzas Artísticas”, que en modo alguno pueden meterse en el mismo saco que enseñanza universitaria alguna. Por mi parte, ya no sé muy bien cuál es el sistema docente idóneo, pero sí cuál no debe ser. Seguiré luchando por aprender enseñando (docendo discimus), aunque sea con otros medios y en otros foros.

Orquesta Sinfónica de Los sin papeles (alumnos de la cátedra de Improvisación del RCSMM), XIV Encuentro a Primera Vista (2023), Estreno de “Palma I” de Carlos Galán
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