Nos adentramos en esta ocasión en el pensamiento del crítico Diedrich Diederichsen, autor alemán sobre todo conocido por sus trabajos en torno a la música pop.
Diedrich Diederichsen es fundamentalmente conocido (aunque lamentablemente poco en países de habla hispana) por sus trabajos sobre música pop. La tradicional y perniciosa división entre música ha hecho que su trabajo sea poco atendido por aquellos interesados en la llamada “música contemporánea” y derivados. De entre su producción, destaca, sin embargo, un texto para el que no hay excusa con respecto a los contenidos. La barrera, eso sí, puede ser lingüística. Que yo sepa, solo está en alemán. Se trata de un texto corto titulado Arte sonoro y el romanticismo de lo posthumano [Sound Art und die Romantik des Posthumanen], publicado en la primavera de 2016 en POP. Kultur und Kritik, vol. 8.
Desde su punto de vista, la música se ha entendido tradicionalmente como “ruido” [Gerausch] del sujeto. Mientras en el marco del sonido se piensa y repiensa sobre la fuente sonora –la acusmática no sería otra cosa sino eso- en la música se asume que la fuente, en sentido enfático, sería el propio sujeto. Este sujeto, a su juicio, se compone de una serie de “alucinaciones acústicas”, que se corresponderían con esa preescucha de la composición “en la cabeza” del compositor, como se suele decir, así como de todos los agentes institucionalizados en la construcción de ese sujeto musical, que va desde la partitura al director. Frente a este sujeto, cuyo “refinamiento” y problematización ha constituido la escritura de la historia de la música, se opone, según Diderichsen el interés renovado de escuchar “la naturaleza”, el “sonido del mundo”. Primero se buscó mediante los recursos de los propios instrumentos musicales. Un ejemplo clave, para él, es La Mer, de Debussy, aunque bien podríamos citar muchísimos ejemplos anteriores, más allá de su ingenuidad, desde Las cuatro estaciones de Vivaldi, “La Tormenta” de Alcione, de Marin Marais, La creación, de Haydn a Lob des hohen Verstanden, de Mahler. Luego, la búsqueda de ese “sonido del mundo” se vuelve cada vez –supuestamente- más exacta. Con Murray Schaffer y su “afinación del mundo”, donde se tiene que reformular el concepto de paisaje, pues se cuelan entre su aproximación a “la” naturaleza aquello en lo que se ha convertido la naturaleza: la unión con su supuesto opuesto, la cultura. De este modo, “naturaleza” comenzó a ser “mundo exterior”, frente al “mundo interior” que representaba el sujeto de la música. Le interesa, en especial, La sinfonía de las sirenas de fábrica (1922) de Arseni Avraamow, pues mezcla ambos “mundos”:
La aparición de este elemento “otro” hace que la discusión se sitúe entre dos polos: por un lado, que una obra de arte, aunque en concreto la música, sea el desarrollo de un sujeto en un determinado tiempo, que se dispone para su experimentación, o bien si su tema es el tiempo indeterminado o indefinido, como los drones. Esto abre el problema de que no hay un sujeto posible para este tiempo, o al menos no dentro de estructura del tiempo limitado. Que en los ejercicios de trabajo con sonido se escapen las huellas humanas son leídas como “imperfección”, quizá como sucede a partir del minuto 5 de la Sinfonía de las trompas industriales (1922), de Avraamov:
La oposición aparece entre la “fotografía del sonido” –su captación sin “lo humano”- frente a la “interpretación de la nota”. Esta “fotografía del sonido” pretende, así, ser un “índice de la naturaleza en movimiento”. De hecho, este asunto de la grabación como fotografía es algo que estudia desde el pop, en la medida en que la grabación potencia la aparición del personaje, pues la atomización del sonido deriva en un “sonido sin persona” que hace falta reconstruir. El problema se agrava, a juicio de Diederichsen, con la música digital: se pierde ese índice. Trabajos como los de Francisco López, Thomas Körner, Rough Fields o Chris Watson representan para él esa pérdida de índice.
Esto implica el surgimiento de un discurso que pretende ser antinarrativo pero que cae, para él, en una estética de la naturaleza orientada a “lejanos horizontes, superficies interminables, belleza planetaria deshumanizada, regiones árticas sublimes, etc.”. Para él, es una forma, desde el sonido, de seguir la oposición kantiana entre lo bello y lo sublime. Justamente, el arte sonoro habría optado por lo sublime, que en Kant se refiere a esa sensación de grandeza, de estremecimiento ante lo que excede los límites humanos. El contexto de aparición del concepto de lo sublime era la posibilidad de dominar y aproximarse, justamente, a la naturaleza sin temor. El paulatino control y conocimiento sobre los procesos naturales posibilitaba que la relación la naturaleza ya no se construyera desde la ignorancia o el temor. En lo sublime se cuela algo de ese temor apaciguado, de lo excesivo. La supuesta superación de lo humano o, en términos generales, el supuesto desplazamiento del sujeto como fuente de la música en el arte sonoro, cuya narrativa pasa por la “deshumanización” y la “desubjetivación” en tanto se excede la temporalidad meramente humana es, a juicio de Diederichsen, en realidad su opuesto: una “sobrehumanización” en la que lo que destaca son los procesos de manipulación humanos travestidos de “fotografías sonoras” o captaciones miméticas del sonido en sí. Lo que sucede es que la “autoexpresión” se produce mediante un “objeto no humano”. Ya no solo queda pendiente la pregunta de si sería posible, en términos generales, ese índice de la naturaleza, sino también una “voz no adulterada y no manipulada del objeto”. Es decir, una renuncia al sujeto en tanto individuo creador.
Diederichsen se pregunta si el recurso a los objetos para el arte sonoro, aparte de continuar con la propuesta de lo sublime (esta falsa referencia a lo más allá de lo humano desde su opuesto, la superhumanización), no implica el reconocimiento del agotamiento de un contexto discursivo: que la biografía que se escondía en el sujeto que se expresaba se ha vuelto aburrida e insuficiente. El elemento romántico que sugiere el título de su texto, entonces, se dirige a la fetichización de los objetos como portadores de lo no humano o de eso “posthumano”. para Diederichsen, la única forma de lo psothumano sería desarticulando el entramado de la estética occidental. Aunque fuesen los objetos los sujetos de creación, no dejarían de establecer una relación de discurso similar a lo que ha venido construyendo en la relación entre sujeto y objeto. Nuestra aproximación a esa creación verdaderamente posthumana o bien sería enfáticamente imposible o bien solamente en tanto traducción y mediación hacia nosotros, devenidos “no-sujetos”.
Lo posthumano comparte, así, características que en el romanticismo se encontraban en lo monstruoso, lo inesperado lo nuevo (como en Baudelaire), lo extraño. El interés por los circos con personas con deformaciones o las fantasmagorías surgen de este contexto. Según Diederichsen, no habría mucha distancia entre esta búsqueda de lo que estaría más allá de lo humano romántico y la narrativa sobre lo posthumano del arte sonoro. Quizá es que, parafraseando a Nietzsche, el arte sonoro haya devenido “demasiado humano”.
A excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, éste artículo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.