La guerra parece acabar con todo, desde el lado ruso pero también desde ese Occidente al que tanto alabamos. Las censuras de músicos, escritores o directores de cine nos hablan de un tiempo extraño y de despropósito que deberíamos observar con cuidado.

Redacción
1 abril 2022
Share Button

¿Estamos un poco locos? Esta guerra, quizá la pandemia también, parece haber dado carta de naturaleza al despropósito. Lo decimos –entre otras cosas- por las continuas censuras que se están viviendo en el mundo de la cultura respecto a artistas rusos. Es evidente que personajes como el director de orquesta Valery Gergiev o Anna Netrebko tienen una relación estrecha con el poder en el mundo de Putin, pero ¿es esto óbice para echarlos de cualquier entorno occidental? Si sumamos el bloqueo a medios como Russia Today o Sputnik ¿No estamos ante un acto claro de censura en este mundo democrático donde la libertad de expresión, aunque sea deplorable su mensaje, debería ser seña de identidad? Es simplemente una pregunta.

En el ámbito del arte el asunto no es nada sencillo. Empezamos a confrontar ética y estética, preguntándonos si un hecho artístico puede tener lugar en un contexto éticamente reprobable, como lo es una guerra emprendida por un poder tiránico. No tenemos respuesta a esto pero esta desmedida forma de zanjar cualquier opción de pensamiento (hablamos de, por ejemplo, la fulgurante destitución de Gergiev por la Scala de Milán) no deja lugar a dudas de un puño de hierro que no somos muy capaces de asimilar en una sociedad democrática que aboga por el consenso y la apertura de miras.

Un problema todavía mayor se plantea, en esta confrontación de Rusia con Occidente, con los vetos a obras del pasado que, ni tienen que ver con la guerra actual ni con sus supuestas ideologías, ni operan en ningún sentido que podamos medir con cierta racionalidad. Nos referimos, por ejemplo, a la anulación de la proyección de Solaris del director ruso Tarkovski en la Filmoteca de Andalucía, en un gesto de supuesta solidaridad con el pueblo ucraniano, que no demuestra otra cosa que estupidez en un mundo que desborda despropósitos. Y no es el único movimiento. Encontramos retiradas de obras de Dostoievski (como si fuera un “Putinafín”) de alguna universidad italiana y algunas otras actuaciones que rayan con lo surrealista y que quieren hacernos ver la cultura y el arte ruso como un enemigo ácrono, mediante acciones –por cierto muy facilonas y mediáticas- que pretenden hacer ver al mundo cómo Occidente repudia la guerra. Una guerra que, por otro lado, no es muy diferente al desastre Sirio o al bombardeo de la OTAN en Serbia, no digamos ya Irak… Las diferentes varas de medir son, en ocasiones, difíciles de tragar. Con esto, obviamente, no disculpamos en ninguna medida la invasión de Ucrania por Rusia, faltaría más.

En lo que concierne a la cultura y, dentro de ella, al arte, resulta difícil plantar una posición sólida en contra de un país. Descontando que ese país –el que sea- no responde sólo por sus gobernantes (incluso en estados democráticos), sino que se supone un compendio de aspectos y objetos de todo tipo y no puede juzgarse de manera sencilla, como parece que se está haciendo. El concepto “pueblo ruso” es lo suficientemente complejo como para despacharlo de un plumazo, ya sea desde una mirada o desde otra. Y en ese entorno juzgado vagamente está toda su cultura, de la que Occidente también ha permeabilizado muchas esencias, aunque les pese a algunos, y no podemos echarla por el despeñadero sin preguntarnos qué estamos haciendo.

No es un tiempo muy racional este, pero esperemos –siendo un poco positivos- que mucha gente tenga la mínima sensibilidad para seguir leyendo a Dostoievski o viendo el cine de  Tarkovski  sin preguntarse sobre su país en la actualidad.

A excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, éste artículo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.

Share Button