La llegada de los Talibanes al poder y la inacción occidental deja al pueblo afgano en una situación terrible en todo tipo de aspectos. La música no se libra de esta represión.
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Un negro panorama se cierne sobre Asia Central, todavía más negro que lo que estamos acostumbrados. Los Talibanes han llegado al poder y, según es previsible, pronto comenzarán los desmanes de todo tipo. De momento han comenzado prohibiendo conciertos, la educación musical, los instrumentos, la mera escucha de música… en definitiva, cualquier actividad musical en Afganistán. Lo más lógico es pensar que toda actividad musical quedará proscrita en el régimen que se atisba, como seguramente ocurra con otras artes y tantas y tantas actividades consideradas normales en diferentes culturas. De hecho, es lo que ya ha avanzado el grupo extremista islámico.
Lo primero que viene a la cabeza es de dónde sacan estos señores esa idea de conformación de una cultura y una sociedad. Todas las culturas –incluso las que tienen la religión como elemento articulador esencial- se han servido de la música como forma de abordar lo público, ya sea desde la religión, ya poniendo el foco en las tradiciones o desde un pensamiento ilustrado. Sólo interpretaciones interesadas de sus fuentes sagradas pueden sugerir la cancelación de la música o la represión extrema de la mujer, por poner también sobre la mesa el asunto de más relieve en este conflicto.
En un contexto de libertades y recursos claramente insuficiente, el Instituto Nacional Afgano de Música era la única institución educativa musical de todo Afganistán, impartiendo enseñanza a todos los niños del país al margen de razas o etnias. En la última década desplegó una actividad muy importante que tenía unos claros objetivos: promover la diversidad musical y la igualdad de género, así como crear lazos entre etnias diferentes. Se formaron al menos 12 grupos musicales, entre los cuales figura la Orquesta Sinfónica Nacional de Afganistán, así como una orquesta nacional exclusivamente femenina, agrupaciones que en su conjunto han actuado en 47 países.
Es previsible que todo este trabajo desaparezca en muy poco tiempo si no ha desaparecido ya. Mientras en Occidente nos quejamos de los recortes en cultura que se producen constantemente (y que, evidentemente, no hay que dejar de denunciar), hay países que se ven abocados a la destrucción cultural por diferentes vías. Y la musical es una de ellas. Una interpretación obscenamente interesada y absurda de los textos sagrados margina cualquier actividad relacionada con la música, mientras siglos de música contemplan alucinados el disparate. Afganistán, como otros países asiáticos, tiene un patrimonio musical inmenso, que quedará oculto durante el tiempo que los Talibanes permanezcan en el poder. Por delante, obviamente, el terror que impondrán (o están ya imponiendo) sobre los derechos humanos esenciales, pero no debemos olvidar el desastre cultural del que ya tenemos cicatrices recientes, por ejemplo, con la destrucción de los Budas de Bāmiyān en 2001, y sus proyectos de reconstrucción ahora detenidos sine die. La barbarie manda en Afganistán, esperemos que por poco tiempo aunque los gobiernos occidentales no parecen precisamente los más cualificados para detenerla.
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