Rebecca Solnit, en The mother of all questions (Haymarket, 2017), plantea cómo el silencio tiene género. En la misma línea que Adriana Cavarero o Anne Karpf, Solnit se centra en el silencio como uno de los núcleos de la violencia contra las mujeres. En este texto veremos estas y otras cuestiones sobre su pensamiento.
Foto Rebecca Solnit: Chris Boland / www.chrisboland.com
Muchas veces se poetiza sobre el silencio como “lo no dicho, lo indecible, lo reprimido”. Parece que el silencio, así, permitía poner en jaque la prometida omnipotencia del lenguaje, que no siempre es capaz de expresarlo todo. Rebecca Solnit, en The mother of all questions (Haymarket, 2017), plantea cómo el silencio tiene género. Así que eso “no dicho, indecible, reprimido” solo adquiere potencial –presumiblemente- neutral para lo poético cuando el silencio se elige. No es el caso de las mujeres. Por eso, ella establece dos niveles de silencio: el de “lo dicho y lo no dicho”, que tanto rendimiento poético ha tenido, y el “para el quién se dice y quién permite decir” (55). De este modo, se pasa de ese silencio abstracto, centrado en el objeto (en tanto “indecible”) y se sitúa la cuestión en los mecanismos intersubjetivos que articulan el silencio como forma de aparición y relación social. David Toop, en su texto “How much world do you want? Ambient Listening and its Questions” (2019) retoma, desde estas reflexiones, la afirmación de Cage de que no hay, en realidad, silencio, desarrollada sus conferencias sobre el Silencio de 1961. La negación del silencio implica el optimismo de quien puede privilegiar el silencio como opción. Para Cage, efectivamente, nunca hubo silencio. En esta negación se esconde su privilegio.
En la misma línea que Adriana Cavarero o Anne Karpf, Solnit se centra en el silencio como uno de los núcleos de la violencia contra las mujeres. A su juicio, esta violencia se ejerce como rechazo a la voz y a lo que ella implica: “el derecho a la autodeterminación, a la participación, a consentir o disentir, a vivir y participar, a interpretar y narrar” (19). Es decir, no trata necesariamente la voz como tal, sino la voz como herramienta y creación de espacio de participación y acción. De este modo, su propuesta se podría resumir en entender “la historia de los derechos de las mujeres, y su ausencia, como la historia del silencio y la ruptura del silencio” (20).
Solnit relaciona este silencio de las mujeres con el silencio impuesto a otros colectivos. Su reflexión se dirige, entonces, a cómo se ha construido la narrativa histórica. Lo que ha sido escuchado son “islas bien situadas”, frente a un “vasto mar” de lo inaudito. Así que la cuestión no estará en quién puede tener voz, sino también en qué estrategias se trazan para escuchar eso silenciado. Este modelo de las “islas” resuena con la concepción romántica de la historia, construida a partir de hitos y grandes personajes, que provoca el gran dilema de cómo narrar desde esa perspectiva a las que quedaron excluidas. No queda claro que la mejor estrategia sea la de incluir a aquellos que tomaron la voz y que, a la vez, en ese ejercicio, se la quitaron a tantos otros y otras. De este modo, Solnit cifra lo “increíble” como aquello que cabe en los modelos narratológicos “isleños”. Ahí encajan, por ejemplo, tanto creencias religiosas, fabulaciones o eventos de carácter revolucionario.
Hay un paso previo al silencio patriarcal impuesto a las mujeres. Se trata del silencio que, primero, tienen que establecer los hombres contra sí mismos. De alguna forma, la anulación de ciertos elementos que sobrepasan –por ejemplo- cierto modelo de masculinidad, implica la represión posterior de las mujeres es una renovación de la metáfora que relaciona el silencio con la muerte y el sonido con la vida. De este modo, podemos entender múltiples formas de muerte, no solamente como final de la vida biológica, sino también muerte como silencio de ciertas vivencias o periodos vitales: no hablar sobre algo puede invitar a crear la ficción de que nunca haya sucedido. O, más aún, es probable que lo indecible que, poéticamente, como decíamos, se le atribuye al silencio, sea radical: puede ser que haya vivencias radicalmente inenarrables. Es algo habitual, como explica por ejemplo Primo Levi al inicio de Si esto es un hombre, que haya gente que, simplemente, solo pueda no hablar del horror extremo: la muerte de la palabra. Por eso, la elección del silencio –también como material estético- solo le es dada a aquellos que ostentan la posición del que silencia.
La cuestión que emerge ante la imposibilidad de romper el silencio es, en realidad, sobre qué significa escuchar. En muchos contextos se utiliza la escucha como metáfora de la empatía o la compasión. Escuchar como poner el oído para romper el silencio a veces implica escuchar cosas que no deberían ser dichas, para lo insoportable. Asimismo, y de nuevo con respecto al silencio contra el sí mismo, los espacios en los que una mujer puede ser escuchada es, en gran parte, porque se establece un paréntesis de esa voz en tanto propia de una mujer. Es decir –y en esto Solnit cita a Mary Beard-, “una mujer que habla en público no era, en muchas circunstancias, una mujer por definición” (50). Uno de los casos más significativos al respecto es el de Marilyn Monroe, que “en el modo en que aparecía, cuando hablaba, no era para expresarse a sí misma, para ser ella misma, sino para servir a otros” (54). La pregunta, por tanto, que surge de esta cuestión es qué cuerpo y qué vida se escucha cuando se pone el oído. No se trata de ocupar solamente el espacio acústico y pensar las posibilidades de presencia a partir de la ruptura del silencio, sino si tal ruptura se puede entender, enfáticamente, como un cuerpo que rompe su silencio desde la ruptura de las expectativas puestas en ese cuerpo. Escuchar, según propone Solnit, es salir(se) de la propia experiencia y no esperar que aquello que rompe con su silencio se adapte a nada de lo preestablecido por tal experiencia. En muchos casos, en el ámbito de la reflexión sobre lo sonoro, se habla en los mismos términos de posibilitar lo sonoro más allá del visuocentrismo o las lógicas de representación marcadas por lo visual. En este caso, la reflexión sobre cómo pensar experiencias que no encajan en nuestro marco de referencias se radicalizan hacia su componente no solo epistemológico, sino político. Lo que muestra este tránsito es que, en realidad, no hay nada que tenga que ver con nuestra forma de percibir y concebir que no esconda ciertas concepciones morales solo lo que puede ser percibido y lo que no y bajo qué premisas se percibe. El silencio no es la negación o ausencia del sonido, sino más bien el entramado que hace que un sonido no pueda sonar y, a la vez, el deseo de acabar con la imposición del silencio.
Es interesante pensar sus reflexiones sobre el habla y el lenguaje también en el lenguaje musical. En la línea de lo que plantea, en otros términos, Susan McClary, Solnit se pregunta qué hacer con un lenguaje que, siguiendo a Audre Lorde, “ha sido construido contra nosotras” (58). El habla ordinaria y el musical no distan en esto. En relación con lo expuesto en el párrafo anterior, lo que se encuentra en el núcleo de las reflexiones de Solnit llevadas al ámbito musical es pensar sobre un sistema que “perpetúa el silencio” (54) –se refiera éste a las mujeres, ciertos colectivos, minorías, etc. o a formas alternativas de expresión, como por ejemplo parece que podría entenderse el eterno debate entre la “consonancia” y la “disonancia”-; así como la cuestión de para quién se habla. El modelo de Marilyn Monroe es perfectamente aplicable, con distancias –claro–, al ámbito de reproducción de las formas de creación: los concursos, las ayudas, las residencias artísticas, etc. Muchas veces, no se compone para romper un silencio, sino para perpetuar otro. En concreto, aquel que construye y valida determinadas formas de “arte”. Este silencio sistémico explicaría, entre otras cosas, la banalización del rol de la crítica y la tendencia al hiperestreno frente a programaciones estables de creación contemporánea. “Se habla para otro, no para uno mismo” (54). En el caso de las mujeres que intentan entrar en el juego de la música, además, tienen que hacerlo renunciando a ser consideradas solo como mujeres por el terror a cubrir una cuota y, a la vez, aceptando la excepción de romper parcialmente con la imposición del silencio. Poder romper con el silencio implica el beneplácito de aquellos que ostentan el poder sobre el sonido (sea éste de la voz, tal y como estudia Solnit, o en otros ámbitos, como su distribución en el espacio público) y también la constante amenaza de lo temporal y lo ajeno.
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