Presentamos la segunda y última entrega de las dos que conforman este interesante trabajo de Francisco Ramos, publicado inicialmente en La Ortiga y Espacio Sonoro, y que ahora presentamos revisado y ampliado por su autor.

Francisco Ramos
1 julio 2021
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Las orquestas

Al igual que los himnos, las orquestas formaban parte indeleble de la vida musical de los campos de concentración. Presentes siempre en los llamados campos-nodriza, se encuentran de modo más disperso en los campos de exterminio, así como en algunos campos “exteriores”. Según Eckhard John, una cosa parece segura, que muchos músicos pudieron sobrevivir a la deportación e, incluso, escapar del Holocausto gracias a sus aptitudes musicales. Las orquestas se formaron por orden expresa de los guardias de las SS. Entre las razones que se hallan figura la obligación que tienen los detenidos de marcar el paso al ritmo de la música. Las orquestas servían también de entretenimiento (incluso de cebo) para los recién llegados al campo. Las orquestas de los campos de concentración tenían funciones diversas: escoltar a los prisioneros por la mañana, tarde y noche, siempre al son de una marcha o melodía conocida. La banda de música acompañaba la salida y la llegada de los pelotones de trabajo. También entretenía las tardes de domingos, acompañaba en las conmemoraciones de los aniversarios de los comandantes del campo y de los llamados “Prominenten” (o “privilegiados”). Se han llegado a censar orquestas (o “Kapellen”), al menos, hasta en 21 campos.

Pero, para los SS, el atractivo primordial de una orquesta de deportados estribaba sin duda en poder explotarla para su propia diversión. Los deportados que encontraban refugio en una orquesta tenían en general mejores posibilidades de sobrevivir en el seno de la jerarquía concentracionaria. Disponían de techo, estaban menos expuestos a los rigores del tiempo y a las condiciones inhumanas de trabajo y a los excesos, a menudo bestiales, de los Kapos. Mas esta situación relativamente privilegiada no debe hacer olvidar que los músicos, como cualquier detenido, estaban sometidos al hambre, a una higiene deplorable, a la falta de cuidados médicos, al miedo constante, a una opresiva promiscuidad, a las amenazas de muerte, siempre al arbitrio de los SS, sin olvidar que esta vida en forzada comunidad llevaba a continuas disputas, rivalidades e intrigas, enemistades y antipatías. Las orquestas debían, pues, estar siempre al servicio de los guardias. Por las noches, incluso, apagadas ya las luces, no eran pocos los músicos que eran solicitados por los oficiales para tocar en sus fiestas privadas, con motivo de algún cumpleaños, o para acompañarlos en sus borracheras. Aunque participar en una de aquellas orquestas ha sido siempre considerado como un privilegio para el preso, pues de esa forma podía llevar allí una vida menos deplorable e incluso podía llegar a sobrevivir, muchos de los músicos después de la guerra fueron víctimas de numerosas secuelas; muchos de ellos no llegaban a confesar jamás que habían tocado acompañando las ejecuciones masivas, pues no aceptaban el haber colaborado, de algún modo, en la máquina de muerte. Tras los ahorcamientos, por ejemplo, a los miembros de las orquestas les correspondía una ración extra de comida y cigarrillos a manera de compensación.

Fania Fenelon, en su libro de memorias sobre la orquesta femenina de Auschwitz-Birkenau, da todo tipo de descripciones sobre el ambiente que allí se vivía: “las condiciones de trabajo en la propia orquesta eran extremadamente duras: la mayoría de las mujeres ofrecían un aspecto muy paupérrimo, pero nosotras, las componentes de la orquesta, teníamos una barraca y una estufa propias, no hacía frío y estábamos bien vestidas, mientras que las demás mujeres iban con los pies desnudos en pleno invierno. Además, nos podíamos duchar todos los días”.

Cada campo de exterminio tenía su propia orquesta. Así, Treblinka, Belzec, Sobibor. Y también disponían de su particular himno (el de Treblinka fue el más difundido). En Auschwitz-Birkenau, la orquesta de deportados tenía la misión de tocar en el momento de las selecciones para, a continuación, escoltar a las víctimas en su camino hacia la cámara de gas. Esther Bejarano, que fuera miembro de la orquesta femenina de Birkenau, cuenta: “estábamos obligadas a tocar cuando llegaban los trenes y cuando las gentes eran inmediatamente conducidas a las cámaras de gas. Los deportados nos saludaban alegremente, pensando que allí donde hay música no puede pasar nada malo. Eso formaba parte de la táctica de los guardias SS”. La estrategia de los SS consistía, pues, en engañar a los recién llegados utilizando las connotaciones que normalmente atribuimos a la música, sintetizadas en este proverbio alemán: “Los malvados no tienen canciones”. Después de las muertes, los mismos SS buscaban en la música el reposo. Fenelon escribe, a propósito: “Kramer, el comandante del campo, lloraba cuando tocábamos la Revêrie de Schumann. Kramer gaseó a 24.000 personas. Cuando se hallaba exhausto de trabajar, venía hacia nosotros para escuchar música. Es eso lo que encontraba yo de incomprensible en los nazis, que podían fusilar, matar, gasear y, después, mostrarse tan sensibles”.

En septiembre de 1943, se estableció en Birkenau un particular Familienlager, en donde se acogía a prisioneros, en algunos casos, familias enteras, procedentes de Terezin. Otto Dov Kulka estaba entre ellos. Kulka relata en “Paisajes de la metrópoli de la muerte” que, al contrario del procedimiento natural en Auschwitz, los que llegaban desde Theresientadt no pasaban el proceso de selección y se distinguían del resto de deportados por sus ropas y porque no se les afeitaba la cabeza. Las autoridades del campo querían que, de esta forma, continuase en Auschwitz al menos una porción del ambiente cultural que se vivía en Terezin. Como quiera que cada seis meses llegaba a Auschwitz un convoy procedente del campo checo, los deportados del traslado anterior eran eliminados para dejar sitio a los nuevos. Kulka cuenta que en su Block había “funciones artísticas”; una de ellas, la califica como la más “grandiosa”, fue una “ópera entera hecha por niños que representamos allí”. Kulka recuerda que en los barracones había un director de coro, de nombre Herbert. Los ensayos tenían lugar en uno de los barracones que se utilizaban como aseos de los prisioneros: “aquel barracón tenía una acústica excepcional, cuando no había prisioneros allí, por supuesto”. Kulka, que tenía diez años de edad entonces, habla de una obra de la que se acuerda especialmente, una obra de la que recuerda también las palabras: “las palabras tenían que ver con la alegría y con la fraternidad del hombre”. Medio año más tarde, cuando Kulka ya había sido trasladado al Männerlager, empezó a tocar la armónica, y entre aquellas melodías figuraba, aunque él no lo supiera, la Oda a la alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven. Fue un compañero del campo quien le explicó de qué música se trataba y quien le habló del terrible absurdo que había en todo aquello, que una canción de alabanza a la alegría y a la fraternidad humana, la “Oda a la alegría”, de Schiller y Beethoven, “se estuviera”, escribe Kulka, “interpretando delante de los crematorios de Auschwitz a pocos centenares de metros del lugar de la ejecución”.

Hay noticias de la existencia de un cuarteto de cuerdas y de varios conjuntos de cámara en Buchenwald, así como de una orquesta de cámara, un dúo de violín y piano y diferentes grupos de jazz en Flossenburg (de estos últimos, formaba parte el polaco Julius Skowronski, que más tarde sería un destacado músico de jazz en su país), un pequeño ensemble en Ravensbrück, conjuntos instrumentales en Auschwitz I y Auschwitz II (es decir, Birkenau) e, igualmente, en Auschwitz III (Buna-Monowitz, el complejo industrial en el que estaba recluido Primo Levi). Diferentes orquestas se hallan diseminadas por el universo concentracionario: Gleiwitz, Belzec, Dachau, Gusen, Neuengamme, Sachsenhausen...

Para algunos, la música para conjunto “era artículo de consumo por excelencia y, en tanto que tal, debía estar sometido al arte de la organización”, cuenta Simon Laks no sin humor (la referencia a la música como “artículo de consumo” parece una fina ironía). La interpretación musical, dentro de la cotidianeidad concentracionaria (sociedad pervertida, pero sociedad, a fin de cuentas), era vista como una más de las formas que tenían a su alcance los prisioneros en pos de la supervivencia. De este modo, la tarea de copista (el “Notenschreiber”) dispensaba  del trabajo a la intemperie. Los instrumentistas que formaban parte de las orquestas o los pequeños conjuntos tenían la fortuna de poder escapar al contingente de los gaseados o fusilados. Los músicos conocían bien las canciones favoritas de sus carceleros. El Obersturmführer de Auschwitz, Schwarhüber, solía pedir a “su” orquesta (se dirigía a ella como “Meine schöne Kapelle”) que tocase Heimat, deine Sterne. El Unterscharführer Bishop tenía una predilección especial por las canciones judías que había escuchado sin duda en los escondrijos de los guetos. El Rottenführer Perry Broard, jefe de la sección política que tenía el poder de designar a los que habían de ser gaseados, era, al parecer, un buen acordeonista. Broard llegó a tocar música de jazz (“Música de negros”, como gustaban de calificarla los altos responsables ideológicos), sobre todo con algunos de los excelentes músicos holandeses que llegaron en 1944 a Auschwitz. Más aun, el Blockführersturmann Stefan Baretzky exigía que, en cada uno de sus pasajes, la orquesta interrumpiese la música para interpretar su melodía favorita, Deutsche Eichen (“Las encinas alemanas”). La orquesta de Auschwitz logró reunir en un popurrí diversos temas de Schubert en Erinnerungen an Schubert. Otro tema, Schwarze Augen (“Ojos negros”) era el más tocado dentro del repertorio gitano. Había piezas que sólo se hacían a expensas de las peticiones de los comandantes. En Auschwitz, Heimat deine Sterne, Berliner Luft y Guss an obersalzber, casi se podría decir que eran los equivalentes allí del Requiem de Verdi en Terezin. Canciones populares, como Alte Kameraden o Ich hatt'einem Kameraden, gracias a su ritmo binario y su fácil sincronización, se entonaban para acompañar las marchas de los presos. Con estos cantos, los guardias conseguían que los detenidos no hablasen entre ellos. En ocasiones, los presos se veían obligados a cantar incluso en el momento en que eran golpeados por los guardias. Los oficiales  gustaban de humillar a los judíos cuando les instaban a que cantasen salmos y cantos litúrgicos y lo mismo ocurría con los presos comunistas, obligados a cantar la Internacional. En el campo de Sonnenburg, los comunistas eran forzados a entonar el canto revolucionario mientras cavaban sus propias tumbas.

El poeta ucraniano Tadeusz Borowski, que pasó dos años en Auschwitz y varios meses en Dachau, y que acabaría suicidándose en 1951, en el relato “Nuestro hogar es Auschwitz” recuerda la interpretación allí de obras como el Tancredi de Rossini, “algo de Berlioz y unas danzas finlandesas de un compositor que tiene muchas ‘aes’ en su apellido”. Borowski, en un estilo casi epistolar, cuenta que en la planta baja de un Block preparado al efecto se encontraba la sala de música: “La sala estaba llena de gente y de ruido, el público estaba pegado a las paredes y los músicos en el centro de la sala afinaban sus instrumentos. El Kapo de la cocina (el director de la orquesta) se sentó en el alféizar de la ventana, y los mondadores de patatas y los carretilleros (se me olvidó escribirte que los músicos de la orquesta trabajan en el campo pelando patatas y empujando carros) empezaron a tocar. El inicio me sorprendió entre un segundo clarinete y un fagot y allí me quedé. Me acurruqué al lado de la sillita vacía del clarinete primero y disfruté de la música. No te imaginas con qué fuerza suena una orquesta sinfónica de treinta personas en una habitación pequeña. El director de la orquesta gesticulaba con cuidado para no golpearse la mano con la pared y hacía gestos amenazadores a los músicos que desafinaban. Les ajustará las cuentas cuando estén con las patatas. Los músicos que estaban al fondo de la sala (un tambor y un contrabajo) hacían lo que podían para hacerse oír, pero el fagot que estaba a mi lado se lo impedía. Unos quince espectadores (no había sitio para más) embriagados por la música, con aire de grandes especialistas, premiaban a la orquesta con parcos aplausos”.

Un testigo de excepción de la música en los campos es Philip Müller en calidad de miembro del Sonderkommando en Auschwitz/Birkenau (los Sonderkommandos estaban formados por prisioneros judíos -o no judíos- seleccionados para trabajar en las cámaras de gas y los crematorios). Müller sobrevivió de manera milagrosa a tal experiencia. Desde su madriguera, escuchaba cada día “la vigorosa música de la orquesta del campo mandando a los prisioneros al trabajo”. En su libro de memorias “Tres años en las cámaras de gas”, relata cómo esperaba una mañana que acabaran con su vida tras un castigo colectivo: “Nos empujaron hacia la puerta principal, donde nos entregaron a dos hombres de las SS, que nos llevaron detrás de la habitación del Blockführer, con las pistolas cargadas. Esperaba que en cualquier momento una bala me atravesara la base del cráneo. En vez de ello, escuché música que llegaba de no muy lejos. Era una canción de Schubert y sin duda estaba siendo interpretada por una orquesta de verdad, en vivo. Por un breve instante dejé de lado mis sombríos pensamientos de morir, pues pensé que en un lugar donde se cantaba la Serenata de Schubert acompañada por una orquesta seguramente cabía algo de humanidad”. En un momento espeluznante de estas memorias, con un gran número de judíos desnudos ya en la cámara de gas, Müller narra la reacción de algunos de esos desgraciados: “Todo era un caos, pues en este estrecho lugar las personas se empujaban y molestaban unas a otras, los hombres de las SS usaban sus porras y los perros ladraban y mordían con ferocidad. De repente, una voz comenzó a cantar. Otras se le unieron y el sonido fue creciendo hasta convertirse en un coro poderoso. Primero cantaron el himno nacional checoslovaco, luego la canción hebrea Hatikvah y, mientras tanto, los hombres de las SS no cejaron en su brutal paliza”.

En el campo de Dachau, donde, por cierto, fue internado en 1938 el compositor Julius Schloss, conocido como secretario y confidente de Alban Berg y que sería liberado un año más tarde, un grupo de músicos aficionados obtiene la autorización de formar una orquesta de salón a partir de 1940 con el fin de dar conciertos de música ligera para divertir a los Kapos. A comienzos de 1941, el comandante del campo decide la creación de una verdadera orquesta, cuyo repertorio integra rápidamente algunos clásicos favoritos, como la Segunda Rapsodia Húngara de Liszt, las oberturas de Orfeo en los Infiernos de Offenbach o Poète et Paysan de Suppé. Al mismo tiempo, existía en Dachau una orquesta de cuerdas formada por un músico holandés de la radio de Eindhoven, en cuyo programa figuraban obras de Giordani, Haendel, Mozart, Beethoven, Grieg y, además, el Concierto para violín  de Mendelssohn, músico declarado “degenerado”, que aparecía en el programa con un nombre falso, para evitar la censura de los jefes del campo.

En Mauthausen, la música se manifestaba de varias formas. En lugar preferente estaba la música que se emitía continuamente en todos los barracones a través de los altavoces. Las canciones de la actriz y cantante sueca Zarah Leander, sobre todo la titulada A los corazones solitarios, llegó a calar hondo tanto entre los oficiales alemanes como entre los prisioneros. La banda de músicos conocida como “Zigeunerkapelle” era la encargada de tocar en los ahorcamientos públicos. A este respecto, el superviviente de Mauthausen Mariano Constante, en “Los años rojos”, su libro sobre la experiencia en el campo, recuerda cómo un prisionero alemán, que fue apresado tras intentar fugarse, fue atado y paseado en un carretón ante todos los prisioneros, firmes y alineados: “Abrían la marcha los músicos del campo, tocando la canción francesa Yo esperaré. Al igual que otros que habían intentado escapar, el alemán fue ahorcado delante de todos con el ‘ceremonial’ acostumbrado”.

En el volumen “Españoles en el Holocausto”, David Wingeate Pike destaca que en Mauthausen había “dos orquestas de conciertos cuya existencia fue organizada por los SS para su propio entretenimiento”. Allí la responsabilidad de la música recaía en el SS-Hauptscharführer Johann Ullmann, quien ejercía de jefe postal. El prisionero al que eligió Ullmann como director fue el alemán Georg Streitwolf, cuya profesión era fabricante de pianos y que se encontraba en Mauthausen por malversación y fraude. La orquesta que logró formar Streitwolf llegó a reunir hasta ochenta músicos. En su libro, Pike cuenta que en el verano de 1944 se organizó una segunda orquesta, de la que estaba a cargo el checo Jaroslav Tobiasek, pero, en realidad, era un pequeño conjunto especializado en música de cámara, como lo demuestran los no pocos cuartetos de Beethoven que llegaron a interpretar para reducidas audiencias en el barracón número uno. Según Pike, la mayoría de los músicos provenían de orquestas sinfónicas y operísticas y veinte de ellos pertenecían a la Filarmónica de Varsovia. Algunos eran músicos de localidades de Bohemia, que formaron allí su propia banda: “Algunos habían traído sus instrumentos consigo, otros recibieron autorización para pedir a sus familias el envío de los instrumentos al campo. Las partituras se pidieron y entregaron de manera similar. Al principio, los SS elegían la música, pero más tarde dejaron esta elección en manos del Kapellmeister. Los conciertos tenían lugar los domingos por la tarde en la llamada Appelplatz o, si llovía, dentro de un barracón de detrás. Al menos en una ocasión se interpretó un concierto por la noche, en interior y a la luz de las velas. El español Juan de Diego recuerda la emoción que le invadió esa vez, en aquella interpretación, cuando la orquesta tocó la Octava Sinfonía de Schubert”.

El principal testimonio de la presencia de la música en Buchenwald lo da el diplomático y escritor alemán de origen ruso Eugen Kogon en “El Estado de las SS. El sistema de los campos de concentración alemanes”. Kogon fue deportado a Buchenwald en 1939 y permaneció allí hasta la liberación en 1945. Al llegar Kogon, ya se ha constituido una así llamada “banda de música del campo”. “Al principio eran gitanos con guitarras o armónicas que tocaban una música algo deficiente”, dice en su libro Kogon, y añade: “Después se agregó un trombón, más tarde un tambor y una trompeta. Todos los instrumentos tenían que pagarlos los mismos prisioneros. Los miembros de la banda trabajaban durante el día en el almacén de maderas o en la carpintería, de modo que para los ensayos les quedaba sólo el tiempo libre. Era horrible ver y escuchar cómo los gitanos tocaban sus marchas alegres mientras los prisioneros, rendidos de fatiga, traían al campo, pasando por delante de la banda de música, a los camaradas muertos o moribundos, o cómo tenían que entonar la música para el llamado ‘pago’, es decir, para la fustigación de prisioneros”. “Para mí”, sigue relatando Kogon, “fue inolvidable la tarde del día de Año Nuevo de 1939, cuando aterido de frío, hambriento, poco antes del toque de queda, mientras caminaba por la calle entre la primera y la segunda fila de Blocks, pasado el patio de revista, oí un violín de gitano y a mí me pareció que venía de muy lejos, de tiempos y regiones más felices: canciones de la Puszta, melodías de Viena y Budapest, canciones de la patria...”. En 1940, el jefe de campo de Buchenwald, Rödl, ordenó que se formase una banda reglamentaria con instrumentos de viento. Del pago de estos instrumentos se encargaría la administración económica. Pero cuando llegaron esos instrumentos Rödl encontró una solución más simple: “¡La música la pagan los judíos!”. “Y así fue”, afirma Kogon. “Además se apoderó Rödl inmediatamente de doce de los instrumentos que habían llegado y los entregó a la banda de las SS. A partir de entonces los prisioneros de la banda de música fueron eximidos de trabajos físicos duros, de tal modo que se pudieron implantar horas de ensayo. Sin embargo, los jefes de Blocks acostumbraban a disipar su aburrimiento en la habitación de ensayo de los músicos, a los que obligaban a tocar una tras otra las canciones de moda. Hasta tal punto se abusaba de la banda que incluso en esta aparentemente cómoda cuadrilla hubo seis prisioneros que tuvieron que ser relevados por debilidad en los pulmones y por tuberculosis”.

Simon Laks

Pascal Quignard, en “El odio a la música”, menciona la primera vez que Primo Levi oyó la fanfarria interpretando Rosamunda de Schubert a la entrada del campo: “Levi reprimió con dificultad la risa nerviosa que lo invadía. Entonces vio llegar los batallones que regresaban al campo dando pasos grotescos: avanzaban en columna de cinco en cinco (casi rígidos, sus cuellos y brazos tiesos como si fueran muñecos de palo) y la música levantaba las piernas y las decenas de miles de zuecos, crispando los cuerpos, como si fueran autómatas.” Los hombres estaban tan escasos de fuerzas que los músculos de las piernas obedecían a su pesar a la fuerza intrínseca del campo. Dirigía  la orquesta Simon Laks...

(Primo Levi: “Las almas de los presos han muerto y la música los empuja hacia delante como el viento a las hojas secas, y les hace las veces de voluntad”).

Sobre Simon Laks, Pascal Quignard da la siguiente noticia: Laks nació en Varsovia el 1 de Noviembre de 1901. Completados sus estudios en el Conservatorio de Varsovia, viajó a Viena en 1926. Para ganarse la vida, acompañaba films mudos al piano. Luego viajó a París. Hablaba polaco, ruso, alemán, francés e inglés. Era pianista, compositor, director de orquesta. Fue detenido en París en 1941. Lo internaron en Beaume, Drancy, Kaufering, Dachau y Auschwitz (donde fue violinista, después copista permanente de música y, finalmente, como quedó dicho, director de orquesta). El 3 de Mayo de 1945 fue liberado y el 18 de Mayo siguiente ya estaba de nuevo en París. Se propuso evocar la memoria de quienes fueron aniquilados en los campos, pero además quiso meditar acerca del papel de la música en el Lager. Pidió ayuda a René Coudy. En 1948 publicó un libro titulado “Musiques d’un autre monde”, prologado por Georges Duhamel. El libro no tuvo acogida y cayó en el olvido.”

Simon Laks murió el 11 de Diciembre de 1983, cuatro años antes de que Levi se suicidara en su casa de Turín. En “Musiques d’un autre monde”, Laks relata esta historia: En 1943, en el campo de Auschwitz, la víspera de Navidad, el comandante Schwarzhuber ordenó a los músicos del Lager interpretar cantos navideños alemanes y polacos ante las enfermeras del hospital de mujeres. Laks y sus músicos se instalaron frente  al hospital. En un primer momento, los llantos aquejaron a todas las mujeres, particularmente a las polacas, hasta formar un sollozo más sonoro que la música. Después, las lágrimas fueron seguidas por gritos. Las enfermas gritaban: “¡Basta! ¡Fuera! ¡Queremos morir en paz!”. Laks era el único músico que entendía el significado de los vocablos polacos aullados por las enfermas. Los músicos miraron a Laks, que les hizo una seña. Y se replegaron. Laks afirma que hasta entonces jamás había pensado que la música podía llegar a doler tanto: “Durante los conciertos dominicales algunos de los espectadores sentían placer al escucharnos. Pero era un placer pasivo, sin participación, sin reacción. Otros nos maldecían, nos consideraban intrusos que no compartían su destino”.

(Louis Michels, en “Une mémoire de l’Holocaust”: “Desde el momento en que escuchamos a aquel guitarrista tocar en el barracón a Bach, este músico tiene una significación especial para mí. El contraste entre la pureza de esa música y nuestro sufrimiento parecía impregnar cada frase musical con una profundidad extrema. El horror de nuestra situación volvía la belleza de la vida tanto más desgarradora y tanto más preciosa”).

Meyer y Rosé

“¿Es necesario que también haya música?”: Así titulaba el violinista Henry Meyer (nacido Heinz Meyer, en 1923) el relato de su experiencia en el Lager. Niño prodigio en Dresde, miembro de la orquesta de la Alianza cultural judía (la Judischer Kulturbund) en Berlín, Meyer es deportado a Auschwitz, de donde escapa de la selección y consigue huir. Después de la liberación, es transportado a París, donde es convocado por el general Eisenhower para atestiguar sobre lo vivido en Auschwitz. Poco después de su marcha a Estados Unidos, en 1948, funda el que fuera luego célebre Cuarteto Lasalle. Meyer fue miembro del batallón musical de Auschwitz, que recibía el nombre de Orquesta del campo de Birkenau: “¿Por qué era necesario que allí, en un lugar tan terrible, se hiciera música? ¡Una orquesta que toca marchas en el infierno!”. Y agrega Meyer: “¡No se olvide que tocábamos en el fondo de los crematorios! ¡Algunas veces nos obligaban a tocar en el interior mismo de uno de los hornos donde se consumía la carne humana!”. La madre de Meyer fue asesinada en Riga, su padre en Dachau y su hermano en Auschwitz.

Por lo general, el exilio de los judíos, en tanto que víctimas del terror nazi, se produce en el interior mismo de las fronteras del imperio alemán y se inicia, como ya se ha dicho, justamente después de la llegada de los nazis al poder. Eliminación, deportación, expulsión, huida, acogida en tierras de asilo: todas estas formas de persecución y resistencia están ligadas al problema de los músicos en el exilio. Peter Petersen, en “Musiciens en exil”, afirma que el número de músicos perseguidos por los nazis oscila entre 5.000 y 10.000. Las fuentes nazis, como el “Diccionario de los judíos en la música” y “Judaísmo y música”, pueden ser tomadas como punto de partida para unas estimaciones aproximadas. A estos datos, hay que agregar el número de perseguidos no-judíos, tales como los pertenecientes a diferentes etnias, homosexuales, comunistas, socialistas, representantes de la vanguardia artística, miembros de comunidades confesionales y sectas. Una de las dificultades que presenta esta evaluación es la definición misma de la palabra “músico”. A los compositores e intérpretes de los dos sexos y de todas las tendencias estilísticas, hay que añadir otras muchas profesiones. Teniendo en cuenta que, para el régimen nazi, podían ser considerados degenerados tanto los compositores e intérpretes como los pertenecientes a distintos gremios relacionados con la música, la sola enumeración de estas profesiones puede poner los pelos de punta: pedagogos y terapeutas cuyas actividades estuviesen ligadas con la música, musicólogos (entre los más conocidos, Paul Bekker, Bukofzer, Geiringer, Reti, Alfred Einstein, Adorno, Stuckenschmidt), musicógrafos, redactores de textos sobre música (las llamadas “notas al programa”), editores de música, empleados de las editoriales de partituras y toda suerte de oficios, tales como agentes, directores de teatro, redactores de programas para la radio, miembros de la burocracia cultural...

La edad de las personas, dice Petersen, es un “parámetro importante”. Se sabe que los nazis no hacían distinciones sobre este punto: viejos y niños, todos los que eran declarados nocivos (Schädlingen) eran perseguidos. Al musicólogo Guido Adler, antiguo alumno de Bruckner y amigo personal de Schönberg, que murió en Viena en 1941 y cuya hija fuera deportada a Terezin, donde murió, tenía 82 años cuando se le prohibió seguir publicando artículos. A causa de su avanzada edad, Adler ya había abandonado en 1927 su trabajo como profesor, pero siguió dirigiendo hasta 1938 la edición del libro “Monumentos de la música en Austria”. La clavecinista Zuzana Ruzickova, por su parte, fue deportada desde Praga en Enero de 1942, con doce años de edad. Ella y su madre sobrevivieron al campo de concentración de Terezin y, posteriormente, a los campos de exterminio de Auschwitz y Bergen-Belsen. Una vez liberadas y después de haber recobrado poco a poco la salud, Zuzana comenzó en Praga sus estudios de música hasta convertirse en una clavecinista de renombre internacional. Rememorando la liberación en 1945, Ruzickova anota: “A decir verdad, yo tenía entonces el sentimiento de que, sin la música, mi vida estaría desprovista de sentido”. La edad debe igualmente ser tenida en cuenta en la calidad de vida de aquellos exiliados. Los músicos ya maduros y reconocidos internacionalmente estaban más preparados que los jóvenes para emprender la huida hacia un país de acogida y, una vez allí, podían retomar su carrera. Por otra parte, hay que recordar que los compositores de la generación nacida después de 1900 no habían llegado a elaborar un estilo personal en la época del régimen nazi, lo que tendría una doble consecuencia. Por un lado, había pocas ocasiones para imponerse en el nuevo entorno cultural del exilio y, por otra parte, después de 1945, cuando tenían ante sí de nuevo la oportunidad de componer libremente en su país de origen, eran por segunda vez apartados de la vida musical por la sencilla razón de que la vanguardia radical les tomaba entonces la delantera.

Una de las familias de músicos más importantes de los siglos XIX y XX en Europa es la de los Rosé. Fundado en Viena en 1882, el Cuarteto Rosé, con Arnold Rosé en el primer violín y su hermano Eduard en el cello, fue verdaderamente legendario. Los dos hermanos procedían de una familia judía, la de Hermann Rosenblum, originaria de Rumania. En Viena, el Cuarteto haría una brillante carrera. Baste citar aquí que los Rosé fueron los destinatarios y primeros intérpretes del Segundo cuarteto de Brahms, del Primer y segundo cuartetos de Schönberg y los 5 Movimientos para cuarteto de cuerdas de Webern.

Todos los miembros de la familia Rosé fueron víctimas del terror nazi. En cada uno de ellos, la familia Rosé resume todas las formas de persecuciones y de exilio. Interesa aquí detenerse en la figura de Alma, hija de Arnold y, como él, violinista. Alma Rosé hace su presentación como concertista en 1926 en el Doble Concierto en re menor de Bach. En el curso de una gira por Polonia, en 1929, se casa con el violinista checo Vasa Prihoda. La pareja se instala en una casa al norte de Praga. Ella, desde entonces, lleva pasaporte checo. En 1935, Vasa y Alma se divorcian. Tres años más tarde, la situación política se degrada de forma considerable. El hermano y la cuñada de Alma logran abandonar Alemania. Alma se pone al cuidado de su padre en Viena. Libre para circular por Europa, gracias a su nacionalidad checa, Alma parte para Londres con el fin de sondear el terreno para su padre y para ella misma. Cuando regresa, en 1939, a Viena, su pasaporte checo está a punto de expirar. Decide entonces volver rápidamente a Londres y poner en regla los papeles del padre. En Mayo de ese año, los dos se reúnen al fin en la capital inglesa. En Noviembre, tres meses después de iniciada la guerra, Alma opta por marchar a Amsterdam para cumplir con un compromiso en el Grand Hôtel Central. Ese será el primero de una serie de funestos acontecimientos que concluirá con la muerte de Alma en Auschwitz. En Holanda, Alma gana suficiente dinero como para enviar regularmente una parte a su padre en Londres. Pero el dos de Mayo de 1940, por alguna extraña razón, Alma deja que expire su visado de vuelta a Inglaterra. Ocho días después, las tropas de Hitler entran en Holanda y Alma es hecha prisionera. Su solicitud de un visado para ir a Estados Unidos, fracasa. Es declarada judía y sólo se le autoriza tocar en conciertos organizados en domicilios privados. En 1942, la situación en Holanda se hace tan amenazadora para los judíos que muchos de ellos contraen matrimonio con católicos para librarse de la deportación. Gracias a la intervención de unos amigos holandeses, Alma se casa con un violonchelista, Constant Leeuwen, con el fin de poder llevar una carrera profesional normal. El acta de matrimonio le sirve en el momento en que es arrestada el 2 de Agosto de 1942, pues es liberada de inmediato. Acto seguido, emprende una huida a la desesperada por Bélgica y Francia, con la obsesión de llegar hasta Suiza, pero es interceptada a finales de Diciembre en Dijon. Pasará los siguientes seis meses en el campo de internamiento de Drancy. El 18 de Julio de 1943, Alma se encuentra en el convoy número 57 que lleva a Auschwitz. En aquellos vagones de mercancías son transportados 1.000 judíos. Desde entonces, todos los contactos de Alma con su familia quedan interrumpidos. En el campo de mujeres de Auschwitz II (Birkenau), Alma es reconocida y la comandante, María Mandel, la sitúa al frente de la orquesta femenina. Los miembros de aquella orquesta, que contaban con algunas posibilidades de sobrevivir, tenían la tarea de acompañar los asesinatos colectivos. Algunos supervivientes (Knapp, Wallfisch, Wendel) han descrito el intenso y riguroso trabajo de la  orquesta bajo la dirección de Alma Rosé. Veneraban a “Frau Alma”, como ellos la llamaban e incluso los guardias SS le demostraban una cierta estima. Seweryna Szmaglewska, que permaneció en el Lager desde 1942 hasta su final, menciona en su libro de memorias “Una mujer en Birkenau” a la orquesta de mujeres: “El día de Navidad termina con el concierto de la orquesta femenina. Al frente está Alma Rosé, una directora excelente que ha conocido éxitos mayores de los que cosecha ahora en Birkenau”. Y más adelante: “Los domingos por la tarde, en el barracón de desinfección del campo B, actúa la orquesta femenina. Tocan de maravilla, ya que cada vez las intérpretes tienen más fuerza y disponen de una dirección excelente. Sus conciertos congregan un nutrido auditorio. El barracón de los baños está siempre hasta los topes y hay gente que escucha el concierto desde fuera a través de las ventanas. Dentro, Alma Rosé toca el violín acompañada de la orquesta. ¿Para quién interpreta su música esta mujer; para las muchedumbres hambrientas o para ella misma? ¿Lo hace para evadirse de este lugar o para olvidarse del humo de los crematorios, o quizás para sentir un poco de felicidad en sus últimos días de vida?”.

Alma moriría el 5 de Abril de 1944 en Birkenau a consecuencia de una intoxicación alimentaria.

“Las historias de arrestos, de deportaciones, sucedían lejos, muy lejos de mí. No me afectaban, no me interesaban. Para mí, sólo contaba la música.” Esta declaración de Alma Rosé la recoge Fania Fenelon en su libro “Sursis pour l’orchestre” (Plazos para la orquesta).

Margita Schwalbova, superviviente de Auschwitz, recuerda así a Alma: “Los sonidos que surgían del violín del nuevo director venían de un mundo hacía mucho tiempo olvidado. ¿Quién era? Era Alma, que jamás comprendió el campo de concentración. Ella vivía en otro mundo. Creó una orquesta, esencialmente con muchachas que sólo llevaban dos o tres años tocando un instrumento. Ella realizaba las orquestaciones, escogía extractos de óperas, etc., y canciones de éxito. Era una directora muy estricta que ponía toda su alma en la música. Cada domingo había un concierto que todos aguardábamos con impaciencia. Si, por azar, un guardia SS reía o renegaba mientras duraba el concierto, Alma se detenía, lo que habría podido costarle una acusación por sabotaje, pero ella se burlaba de eso. Respiraba profundamente y decía: ‘No puedo dirigir en estas condiciones’. Curiosamente, no era castigada. Ella se parecía a un pájaro, conservando sus sentimientos y su fe en la música, como una niña ingenua. Comenzó el año 1944, Alma se había retirado a su mundo interior. El campo continuaba existiendo a su lado (...) ella instruía a las chicas. El nivel de la orquesta mejoraba cada día; Alma trabajaba de la mañana a la noche, orquestando, buscando un nuevo repertorio... ‘No es ese todavía el tempo adecuado, el sonido debe mejorar’, decía. ‘Todavía’. En su boca, siempre, la palabra “todavía”... Por la noche, se encontraba medio muerta de fatiga. Tuvo insomnios, no veía lo que pasaba a su alrededor, vivía en una especie de trance, consagrada a la música. A su música”.

En el panfleto “El judaísmo en la música”, de 1850, Richard Wagner condenaba la “judificación” de la música alemana y exigía que “los judíos sufrieran Untergang y Selbstvernichtung: extinción y aniquilamiento”. El término “Vernichtung” es el que emplearon los nazis para describir el asesinato masivo de los judíos europeos.

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