Las diferentes zonas de España y del mundo van articulando y poniendo en marcha una desescalada del confinamiento que, lejos de darse como un “paso a paso”, nos hace preguntarnos si no nos estamos poniendo demasiado estupendos. Todo puede volver al inicio en poco tiempo, y la catástrofe estaría servida.
En el momento de redactar este editorial todas las Comunidades Autónomas están ya, al menos, en Fase 1 de la desescalada, y buena parte en Fase 2. Las terrazas de los bares abiertas a un 50% de capacidad, con las medidas estipuladas por las autoridades sanitarias, los museos preparándose para abrir con un aforo reducido (algunos incluso ya abiertos), y el turismo preparando un mes de julio que, sorprendentemente, con promesas propias del año pasado más que el erial que el sector lamentaba sólo hace unos días.
Así, los primeros días de esta apertura supuestamente tímida no han sido precisamente de sacar la patita y probar si el suelo existe todavía y es firme. Para algunos parece que las puertas se han abierto de par en par y tomar caña y tapa como si no hubiera un mañana se ha convertido en una peligrosa obsesión. Ni hablar ya de botellones, manifestaciones de cacerolos o reuniones de descerebrados en playas o parques, que de todo hay. ¿Es posible pasar del llanto por las muertes y los aplausos compungidos a los sanitarios, sin solución de continuidad, a la celebración gritona por la vuelta a las calles, y todo ello sin que peligre la situación de la pandemia, además del equilibrio mental de una población ya algo tocada?
Parece que toda esta irresponsabilidad obvia que tener que dar el cerrojazo de nuevo, obedecería a la lógica de unos datos epidemiológicos cuyas consecuencias serían imposibles de soportar por una sanidad pública minada, con un personal sanitario exhausto y deprimido, y con gobiernos autonómicos que –como el de Madrid- parece querer aprovechar la situación para planificar futuras privatizaciones de la sanidad pública. Si toda esta alegría ciudadana y mediática no tiene en cuenta esa espada de Damocles, el panorama puede ser más que inquietante.
La cuestión musical
En este extraño contexto la música y el resto de artes escénicas se encuentran con un panorama extremadamente desconcertante y complejo. Parece que el INAEM podría tener ya preparados una serie de protocolos que, sin embargo, en este entorno de dudas e incertidumbres provocadas por un virus que todavía es muy desconocido en su comportamiento, van a resultar de muy difícil valoración en cuanto a efectividad real. Además, que estos protocolos sean posibles de aplicar, también está por ver. Por ejemplo, uno de los requisitos para la música en vivo podría consistir en pasar PCR a todos los intérpretes antes del concierto, una medida que desde algunos ámbitos científicos no se ve del todo segura (por ejemplo, no evita que exista contagio indetectable en el tiempo entre la prueba y el concierto). Obviamente, si la factura y la organización de algo así recae sobre el organizador (lo que no sería ilógico), muchos de los ciclos y festivales que tienen menos recursos se verían imposibilitados para cumplirlo. Pero no parecen vislumbrarse opciones seguras y eficaces a la vez que justas, y eso sin saber si realmente son seguras y eficaces, dada la ausencia actual de estudios científicos que acrediten su fiabilidad. Los que ha habido no dejan de ser experimentos realizados por orquestas, sin una cobertura científica mínima. Nada parecido a estudios publicados en revistas científicas de prestigio, con algún tipo de sistema de revisión por pares, etc. Pedir que todo vuelva a una cierta normalidad puede ser lógico si lo vemos desde una óptica laboral y, sin duda, de las ganas que todos tenemos de retomar lo que quedó parado, pero poco razonable desde la perspectiva epidemiológica.
Cabe preguntarse entonces si no estaremos intentando reactivar actividades que realmente no se pueden llevar a cabo en este momento o incluso en meses próximos. Incluso pensando en que medidas como hacer PCR a los músicos fueran seguras, ¿sería posible hacer las pruebas a una orquesta de más de 100 intérpretes antes de un concierto? ¿Qué ocurre si, por ejemplo, si la totalidad de la sección de oboes da positivo (esto no es descabellado si en los ensayos las medidas no son extremas o hay relajación o descuido en el contacto)? ¿Habría suplentes preparados y con las PCR pasadas? En definitiva, cabe preguntarse si es esto realista o sería mejor esperar a que dispongamos de mayores certidumbres, más conocimientos sobre el virus, antivirales, tratamientos eficaces… Obviamente, caben siempre las soluciones intermedias, con pocos intérpretes, como ha planteado la Orquestra Simfònica de les Illes Balears con su ambicioso ciclo #Sonempertu de 59 conciertos, aunque las medidas de seguridad tampoco se asientan en certezas. O quizá lo que sería bastante más lógico, fórmulas online diseñadas con formatos en directo que actualmente se están empezando a explorar y probablemente se impongan como otra forma de escucha más y no únicamente como sustituto del concierto tradicional.
En cualquier caso, difícil dilema el de iniciar conciertos con público si pensamos en todos los que sufren la falta de trabajo y, al mismo tiempo, recordamos las terribles imágenes de las UCI colapsadas y los sanitarios aún convalecientes física y psíquicamente.
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