Reconocerse Oriente en Occidente es un ensayo sobre la creación musical del compositor japonés Toshio Hosokawa, puesta en contexto dentro del desarrollo histórico de la música culta nipona, así como de sus relaciones con Europa. Publicado ahora por primera vez y fruto de una ponencia pronunciada en 2014, en la que el propio Hosokawa estuvo presente, este texto analiza la síntesis de tradición y vanguardia que ha conformado una personalidad artístico-musical única, como la de Toshio Hosokawa: ejemplo de las posibilidades de diálogo e hibridación entre las culturas de Asia y Europa.
El presente texto recoge y amplía una ponencia presentada en el marco de la segunda edición del festival de encuentro entre culturas son[UT]opías, cita impulsada por la Universidad de Santiago de Compostela que en 2014 se desarrolló entre los días 29 y 31 de julio, con dirección del pianista gallego David Durán y residencia artística de Vertixe Sonora Ensemble. En dicho festival tuvo un especial protagonismo el compositor japonés Toshio Hosokawa (Hiroshima, 1955), presente, él mismo, en Galicia, donde ofreció el estreno mundial de sus Drei Engel-Lieder (2014), partitura para soprano y arpa basada en poemas de los escritores judíos alemanes Else Lasker-Schüler y Gershom Scholem, así como en el Angelus Novus (1920) de Paul Klee.
De este modo, constituyeron los Drei Engel-Lieder un nuevo y paradigmático ejemplo de la fértil ósmosis que se ha producido entre la música japonesa y el arte occidental (incluida la propia música) a lo largo del último medio siglo; un diálogo en el que, si pensamos en las partituras para/con shō de creadores como John Cage, Klaus Huber o Chaya Czernowin, ya no resulta en absoluto sencillo el asociar sonoridades a determinados compositores según su procedencia geográfica, y en el que la música japonesa en contacto con Occidente ha ido labrándose una nueva y diferenciada personalidad, caracterizada por algunos de los procesos históricos que en este texto recorreremos; de forma más concreta, en relación con la música de Toshio Hosokawa.
Sin embargo, en líneas generales podemos afirmar que la música japonesa sigue siendo, a día de hoy, una gran desconocida para la mayoría de los melómanos occidentales. La relación de Japón con Occidente tampoco es que haya ayudado a estrechar dichos lazos, al haber sido históricamente muy discontinua, atravesando fases de apertura o aislacionismo que marcaron la posibilidad de un diálogo que produjese una síntesis que, finalmente, la segunda mitad del siglo XX ha logrado. De este modo, y resumiendo de forma muy escueta periodos históricos de gran complejidad interna, la historia de las relaciones musicales entre Japón y Occidente está marcada por la política aislacionista que desde 1641 hasta 1853 redujo al mínimo las relaciones de Japón con el exterior, durante el periodo Sakoku (que literalmente significa «país encadenado»). Esto, en términos de la música europea, significa un corte que va desde el Il ritorno d’Ulisse in Patria (1641), de Claudio Monteverdi, hasta Das Rheingold (1852-54), de Richard Wagner; es decir, un lapso silente de más de doscientos años que privó a Japón de conocer, en tiempo real, la música del Renacimiento, del Barroco, del Clasicismo y del Romanticismo: los pilares de la música culta occidental.
Sería en la restauración Meiji, a partir de 1868, cuando se reorganiza la sociedad nipona y se abre al exterior, pasando la cultura, la música y el arte europeos a ejercer una acusada fascinación en el país del sol naciente; especialmente, a partir de la Exposición Universal de París del año 1889. No quiere ello decir que la música europea se hubiese implantado con tanta facilidad en los usos culturales nipones, pero en la transición del siglo XIX al XX sí podemos fechar la fundación de orquestas y academias en Japón que la difundirán entre los ciudadanos nipones, sentando las bases de una presencia hoy en día muy sólida. Sin embargo, las diferencias entre la música culta europea del siglo XIX y la música coetánea japonesa, de corte tradicional y popular, era abismal en todos los sentidos: funcionalidad, instrumentación, estructura, estética, etc., por lo que ambas coexistieron sin fusión alguna. Es más, cuando se produce algún intento de síntesis, es la música europea la que impone sus modelos formales, algo que también había ocurrido en otras zonas del mundo, como en los Estados Unidos de Norteamérica. El trabajo de compositores japoneses como Michio Miyagi (1894-1956), Hidemaro Konoye (1898-1973) o Hisatada Otaka (1911-1951) sería un buen ejemplo de dicha aculturación europeísta en los inicios del siglo XX, en la que incluyeron algunos rasgos más claramente japoneses; básicamente, melodías provenientes de su rico folclore popular.
Paralelamente, se daba una gran dificultad en el acceso, por parte de los europeos (aunque también para la propia población japonesa en el siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX), a la música tradicional nipona, como el gagaku, puesto que ésta se reservaba para la corte imperial, intramuros y ajena a la ciudadanía. En cierto modo, el gagaku llegó a resultar, incluso, más accesible para los occidentales, pues en actos oficiales se exhibía como una de las señas de identidad fundacionales del Japón: tarjeta de visita que sería de dicho país en otros lugares del mundo (en ferias y exposiciones universales). De hecho, el propio Toshio Hosokawa conocerá en vivo la música del gagaku por primera vez no en Japón, sino en Berlín. Así, la música japonesa tradicional estaba muy cargada de un sentido netamente ceremonial, siendo reservada para festejos como matrimonios, oficios religiosos, exequias fúnebres, etc., lo que la hizo durante siglos de compleja hibridación con la música occidental.
Para que ambos universos culturales llegasen a dialogar en profundidad, encontrando espacios compartidos en los que fertilizarse mutuamente, tenemos que superar otro lapso de aislacionismo motivado por la Segunda Guerra Mundial, tras la cual se comienza a dar el fértil diálogo que llega hasta la actualidad, con la presencia de compositores japoneses en Europa enlazando ambas tradiciones. Son los casos de pioneros como Yoritsune Matsudaira (1907-2001) y Toshiro Mayuzumi (1929-1997), que siguen una pauta habitual en los compositores nipones del siglo XX: con una inicial fascinación por la música europea de vanguardia, y un progresivo redescubrimiento de su herencia tradicional, lo que los lleva a un proceso de síntesis. Algo similar se da en Akira Miyoshi (1933-2013) y en Yūji Takahashi (1938), hasta llegar al compositor japonés más (re)conocido en Europa: Tōru Takemitsu (1930-1996). Precisamente, de Takemitsu son unas palabras que hacen hincapié en el conflicto y en el itinerario que siguieron muchos compositores del Lejano Oriente, cuando afirma: «Me gustaría avanzar en dos direcciones al mismo tiempo: como japonés, por el camino de la tradición; como europeo, por el de la innovación. En lo más profundo de mi ser me gustaría conservar dos tipos de música, cada una de ellas en su forma originaria y legítima. Partir de estos elementos por naturaleza irreconciliables a la hora de emprender cualquier composición no es, desde mi punto de vista, más que un primer paso. No quiero que se disuelva esta oposición tan fértil; al contrario, quiero que ambos bloques luchen entre sí. De este modo evito alejarme de la tradición sin dejar de avanzar hacia el futuro con cada nueva obra».
Esta dialéctica y síntesis de procedimientos hace que nos podamos preguntar, con respecto a las piezas de muchos de estos autores, si realmente se trata de «música japonesa» o de «música occidental realizada por compositores japoneses». Sin embargo, y paralelamente, la utilización de instrumentos, melodías, escalas armónicas o timbres orientales por parte de compositores occidentales, algo que va de Giacomo Puccini, Gustav Mahler o Claude Debussy a Olivier Messiaen, Karlheinz Stockhausen o Helmut Lachenmann, no parece poner en cuestión hasta qué punto se trata de música europea la por ellos compuesta, en obras como la mahleriana Das Lied von der Erde (1908-09), con sus escalas pentatónicas y sus poemas chinos, o en la lachenmanniana Das Mädchen mit den Schwefelhölzern (1990-96, rev. 2000), ópera en la que el shō tiene un rol muy destacado, y cuya revisión fue estrenada en Tokio, reforzando los numerosos vínculos personales y musicales del compositor alemán con Japón.
Quizás, en esta puesta en duda del origen, la direccionalidad o el mayor peso cultural de una de ambas tradiciones haya mucho de desconocimiento por nuestra parte (como oyentes culturizados en modelos europeos), y posiblemente en la sustancia de las obras japonesas de la segunda mitad del siglo XX, a nivel temático, tímbrico y estructural, subyazca mucho más de oriental de lo que podríamos pensar en una primera escucha; y viceversa: en la música occidental influida por Oriente es posible que haya menos de oriental de lo que el simple uso de un instrumento o de una escala pentatónica nos pueda dar a entender, por exótico que éstos resulten a nuestro oído. Recuerdo, al respecto, las palabras que en la primera edición del festival son[UT]opías (junio de 2013) pronunció la instrumentista japonesa Naomi Sato, que afirmaba que el uso del shō por parte de compositores occidentales como John Cage o Helmut Lachenmann respondía a escalas y patrones totalmente ajenos a los acordes tradicionales de dicho instrumento en Japón. De este modo, lo que desde Europa puede parecernos «japonés», no lo sería tanto; mientras que las partituras de compositores japoneses que nos parecen europeas, quizás escondan mucho de japonés que también se nos escape. Retomando la edición del año 2013 del festival son[UT]opías, una de sus ponencias resultó especialmente reveladora para adentrarse en el proceso de ósmosis musical entre Asia y Europa: la pronunciada por el compositor iraní Alireza Farhang, que reconocía haberse descubierto persa durante su residencia en Francia, algo que lo llevó a reconceptualizar todo su bagaje cultural y a sintetizarlo con la música europea actual, con frutos como su cuarteto de cuerda Tak-Sîm (2012), verdadera unión de los modos musicales persas tradicionales y el espectralismo francés por Farhang estudiado en París.
Estas rutas y diálogos entre el colectivo y el yo, entre la cultura y la individualidad, entre la modernidad y la tradición, están en el corazón del aparato estilístico de Toshio Hosokawa, un compositor en el que nos centraremos, a partir de este punto, para desvelar algunas de las presencias que hacen de su música un espacio de hibridación entre lo europeo —que fácilmente reconocemos en su música— y lo oriental, que con algunos ejemplos intentaremos desvelar para hacer más evidente la existencia de una música japonesa actual de vocación cosmopolita y universal, que trasciende culturas y procura un diálogo en pos de una unidad artística y espiritual: esa música que, recogiendo el testigo de autores como Toshiro Mayuzumi, Tōru Takemitsu o el propio Toshio Hosokawa, expanden hoy hacia nuevos horizontes estilísticos compositores como Dai Fujikura, Chikage Imai o Misato Mochizuki, entre muchos otros.
Toshio Hosokawa nació en una ciudad que, tristemente, se ha convertido en símbolo de lo que Borges decía «Historia universal de la infamia», Hiroshima, el 23 de octubre de 1955. Cuando Hosokawa vino al mundo, tan sólo diez años habían pasado de la hecatombe nuclear, y los estragos de la primera bomba atómica lanzada sobre población civil, el 6 de agosto de 1945, eran aún patentes en la arquitectura de la ciudad, así como las secuelas físicas y el daño moral producido a su ciudadanía. Sin embargo, y aunque dos tíos de Hosokawa habían muerto por la radiación y la casa de su abuelo paterno había sido arrasada por la onda expansiva, sus padres no sufrieron daños, al encontrarse, respectivamente, en los suburbios de la ciudad (la madre) y en el servicio militar (el padre). Su familia tuvo que atender a numerosos heridos, pero su infancia no se vio afectda por el paisaje posnuclear, pues vivían en una zona que dice «idílica», en las afueras de Hiroshima. Sería mucho más tarde cuando Hosokawa tomó conciencia de lo ocurrido, ya en Europa, al punto de que le costaba identificar las imágenes de la Hiroshima devastada que veía en documentales cinematográficos y fotografías con los bellos paisajes donde había crecido, hablando de tan atroces descubrimientos con sus gentes al volver a Japón, pues la población de la propia Hiroshima había corrido un velo de silencio sobre lo ocurrido.
Hosokawa cuenta en su catálogo con una obra que denuncia el criminal bombardeo estadounidense de su ciudad natal, dando voz a los sin voz, a modo de homenaje póstumo: el monumental réquiem Voiceless Voice in Hiroshima (1989-2001). Es, éste, un oratorio cuyas denuncias extiende Hosokawa al presente, si bien en la actualidad lo que quiere destacar con su obra es el holocausto de la naturaleza frente al omnímodo desarrollismo económico de un capitalismo que convierte los paisajes de su infancia en zonas industriales (preocupación por el medioambiente que resulta crucial para comprender el pensamiento del compositor nipón). Hiroshima, así pues, como punto de tensión, como lucha entre la naturaleza y el mercado, como ejemplo de la mecanización del ser humano dentro de la cosificación general de nuestras sociedades, como herida abierta entre Oriente y Occidente: una herida que pronto se convierte, también, en símbolo de paz, y que, a través de la música de Toshio Hosokawa, tiende puentes para su cicatrización.
Retrotrayéndonos a la genealogía musical del compositor, por vía materna le llega a Hosokawa el sonido de los instrumentos tradicionales, así como el canto que a éstos se asociaba, pues su madre tocaba el koto (arpa de suelo japonesa). Si bien estas influencias fueron calando con el paso de los años en su música, hasta articularla en un estilo propio plenamente reconocible, tanto en instrumentación como en técnicas, Hosokawa consideraba la música de su país natal como «monótona», lo que dirigió su atención, en un primer momento (y siguiendo un patrón que caracteriza a muchos compositores nipones), hacia la tradición europea, a autores como Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwig van Beethoven, Johann Sebastian Bach o Franz Schubert. Algo, sin embargo, quedaría de aquellos sonidos de la infancia en el subconsciente de Toshio Hosokawa, como demuestra Koto-uta (1999), partitura para koto y voz basada en poemas del siglo VIII, una pieza de estética totalmente japonesa, producto de su estudio, durante décadas, de la música compuesta para koto, que se remonta a la dinastía Edo, en el siglo XVII. Escuchando un fragmento de Koto-uta nos abismamos al Hosokawa más próximo a una tradición por él renovada, aquí señalada por la divergencia rítmica y tonal entre voz y arpa, así como por su progresiva búsqueda de un unísono repleto de discordancias. La forma de desvanecerse los ataques del koto es, asimismo, más propia de un lenguaje actual marcado por las influencias europeas derivadas de las vanguardias. Es Koto-uta, también, una obra que nos muestra otra de las señas de identidad del compositor de Hiroshima: el peso del sonido en un marco de silencio, algo que Hosokawa dice analogía con la caligrafía japonesa y la corporeidad de sus formas sobre el lienzo: su anhelo de lo musical.
Una vez hayamos escuchado Voiceless Voice in Hiroshima y Koto-uta (ambas, obras escritas por un mismo creador), podemos preguntarnos ¿cómo se puede llegar a componer universos estilísticos tan dispares? La respuesta está en el profundo sincretismo cultural que Toshio Hosokawa ha alquitarado a lo largo de su carrera como compositor, y que comienza con sus estudios en Tokio, en el año 1971: una ciudad, entonces, poderosamente cosmopolita y abierta, tanto a la nueva música como a las influencias occidentales, cuya mentalidad expandieron algunos de los compositores antes señalados.
Durante sus años de formación en la capital nipona, Hosokawa escucha las piezas orquestales Réak (1966) y Dimensionen (1971), del compositor coreano Isang Yun, que lo impactan y lo llevan a estudiar con el propio Yun en Berlín, a partir de 1976. La formación humana y artística con Isang Yun devuelve a Toshio Hosokawa su herencia nipona, afirmando en 1996 que gracias al coreano se dio cuenta de la corriente de música asiática que corría por su interior, comprendiendo, finalmente, lo que significaba ser oriental (algo que reconoció en Occidente, como sostiene el título de este mismo artículo y muchos de los textos del propio Hosokawa).
Pero no fue la de Isang Yun la única influencia que gravitó sobre Hosokawa en este sentido, ya que su segundo gran maestro, el suizo Klaus Huber, con quien se formó entre 1983 y 1986 en Friburgo, lo orientó de nuevo hacia la música japonesa, impeliéndolo a tomarse unos meses de dedicación exclusiva (en 1985) para el estudio del canto ritual budista, el shōmyō, y de la música cortesana, el gagaku, que enseña a Hosokawa a aspirar a lo elevado, al arte en su más noble expresión. En paralelo a esta vuelta a sus orígenes culturales, a través de la tradición, Hosokawa comienza el estudio de las posibilidades tímbricas y armónicas de los instrumentos japoneses, ya no sólo del koto, sino de las campanas rituales, del tambor kakko, del shamisen (laúd de tres cuerdas) y, de un modo especial, del shō: órgano de boca nipón (descendiente del sheng chino) que aparecerá en muchas de sus composiciones y que en la tradición nipona representa al ave fénix, al encargado de intermediar entre lo humano y lo divino.
Landscape V (1993) es un perfecto ejemplo de ello, con un cuarteto de cuerda que se ajusta microtonalmente a la muy prolija y particular constelación de acordes del shō, instrumento del que conforma una suerte de espejo que se va alejando y acercando hasta lograr una armonía en el registro medio, un unísono entre el cielo y la tierra, entre el cosmos y el yo, al aproximar los agudos y múltiples clústeres del shō a las ricas armonías que trama el cuarteto al oscilar sus acordes levemente, explorando semitonos y cuartos de tono, así como otorgando al conjunto un sentido estático de gran belleza espiritual. Landscape V pone los recursos de la música tradicional japonesa al servicio de una inspiración de origen occidental: por un lado, las color field paintings de Mark Rothko, en las que el pintor norteamericano combina apenas dos colores de cercano espectro cromático, tal y como busca Hosokawa entre shō y cuarteto de cuerda; y, por otro lado, un fenómeno de la naturaleza visible en Finlandia, en el que las nubes adoptan diversas densidades según se superpongan y sean atravesadas por la luz del sol. Como en el resto de las partituras que conforman la serie Landscape, otro aspecto fundamental en el estudio armónico realizado por Toshio Hosokawa es la distancia interválica entre dos notas, de las cuales la segunda funciona como una sombra sonora de la primera: paisajismo esfumado que tan pertinente resulta en la paleta de una obra como Landscape V, con sus sutilísimas transiciones cromáticas.
Hasta 1983, diez años antes de la composición de Landscape V, las piezas de Toshio Hosokawa tendían a estructurarse en base a los principios del Jo-Ha-Kyû; esto es: introducción — desarrollo (por medio de crescendo y accelerando) — final. Gracias a sus nuevos estudios de la música tradicional nipona, los recursos adquiridos le confieren una mayor libertad, sublimándose la presencia de lo canónico en una voz más personal, a pesar de que pueda llegar a expresarse enteramente por medio de técnicas y recursos netamente japoneses, como el canto shōmyō o la orquesta del gagaku, en obras como Tokyo 1985 (1985).
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