El domingo pasado se confirmó que no había mejor lugar para ver Gran Bolero de Jesús Rubio Gamo que el Teatro Circo Price. Donde se podía romper la frontalidad de los teatros a la italiana y reunir a los espectadores, alrededor del fuego humano que ponía en la pista, para calentarles en cuerpo y alma.
Una propuesta que lleva girando por España con mucho éxito desde que se estrenó en los Teatros del Canal. Una propuesta premiada y reconocida por la crítica. También por el público, que, aunque el domingo no llegó a llenar, la entrada fue muy buena en un espacio tan grande para un espectáculo de danza a horario casi infantil en una tarde de domingo. Un público ecléctico, en el que se mezclaba el habitual de la danza, estiloso y estilizado, con el más popular.
Hay que tener en cuenta que esta propuesta parte del famoso Bolero de Ravel. Música muy conocida y reconocida. Un estándar de la música clásica del siglo XX que gusta al público. Reconocible por tiros y troyanos, aunque desconozcan su título y el nombre del compositor. Ya usada en otras coreografías, en anuncios, películas y obras de teatro.
Una música que tiene algo de repetitivo y que, sin embargo, nadie relaciona con las repeticiones, también insistentes, del minimalismo norteamericano. Una repetición que se hace con el oído del que escucha que no puede esperar más que volver a escuchar una y otra vez la secuencia de sus acordes. De hacerlo en bucle, como los adolescentes escuchan lo último de Rosalía o C. Tangana.
Es importante señalarlo porque Jesús Rubio Gamo se ha subido a esa repetición para ir añadiendo formas, pasos, maneras de moverse en escena. Para aprovechar la energía que se va acumulando el elenco a medida que se repite y crear una coreografía reiterativa y a la vez dinámica. Basada, como la composición musical, más en lo físico, en lo concreto del cuerpo, que en lo intelectual o inasible del alma. Y que José Pablo Polo ha intervenido muy inteligentemente electrificando la música, mecanizándola, y tarareándola.
No hay discurso, ninguno, en lo que se ve en escena. Sí hay celebración. La celebración de la vida, de estar vivos, y poder movernos. Juntos y con otros. En parejas, de distinto o igual sexo, o tríos poliamorosos o, simplemente, de amigos.
El soporte que necesitamos para hacernos con el espacio, con el lugar. Para poder saltar al vacío, porque alguien, el amado, la amada, los amantes, los amigos nos recogerán en la caída y nos depositarán tranquilamente en el suelo.
Los mismos que tirarán de nosotros cuando agotados por la vida que nos mata, hay que aceptar que vivir es ir muriendo, sigamos tendidos, con la respiración entrecortada. Serán los que nos llevarán, con esfuerzo, a la más completa oscuridad donde poder descansar (¿en paz?) antes de volver a la pista de baile. Antes de volver de nuevo a bailar.
Una y otra vez. Otra vez y una. Sin descanso. No hay descanso para el cuerpo en la vida, como no lo hay en el baile. Porque cuando todo es ruido, un ruido infernal como el ruido distorsionado y cacofónico con el que comienza la pieza, y se está solo, sin más, y se piensa en el abandono de los otros, en mitad de la pista de un circo, como en mitad de un teatro, en el estudio, en la casa o en la calle hay que dejar la penumbra. El mal rollo. La oscuridad. Moverse. Ponerse a bailar. Let’s dance.
Eso es lo que hizo Jesús Rubio Gamo, ponerse a bailar con otros, tras sus absorbentes solos autobiográficos que baila en escena. Y a medida que él bailaba, mejor dicho, coreografiaba, ponía a bailar a otros. Marcaba el paso y ayudaba a otros a marcarlo. Y con esa marca, les ayudaba a recuperar su puesto, su lugar, de donde los accidentes, el encuentro con otro o con otra, les había sacado.
¿Todo lo anterior se ve en escena? No. Todo lo anterior se siente, entra por esa sinestesia de los sentidos. La del oído y la vista que asisten, juntos, unidos, a la propuesta coreográfica, que recuerda que los seres humanos son cuerpos, cuerpos activos, cuerpos calientes y que se calientan. Hermosos cuerpos diversos que se mueven en un espacio, da igual que estén desnudos que vestidos.
El caso es que son palpito, llama, fuego al que calentarse. Con los que crear, sentirse acompañados, emocionarse. Igual se emocionó el público que como un solo hombre lanzó un grito de felicidad y se lanzó a aplaudir al final de la pieza. De la misma manera que se hace al final de un concierto popular y multitudinario que llena estadios. Y esta pieza podría llenarlos.
A excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, éste artículo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.