Ya tenemos nuevo gobierno, llegó el 13 de enero después de una larguísima interinidad que tenía al país bloqueado. Y llega al Ministerio de Cultura y Deporte un nuevo titular, José Manuel Rodríguez Uribes, cuya trayectoria parece más cercana a la segunda de las materias aunque todo es una incógnita a estas alturas.

Redacción
1 febrero 2020
Share Button

Editorial n.68

Por fin llegó el ansiado gobierno. Con el hartazgo de tantos meses sumergidos en una especie de posposición de todo, presupuestos incluidos, llega con muchas expectativas y grandes preguntas. Y también llegan las primeras decepciones. O no tanto, porque, desgraciadamente, ya estamos acostumbrados a ver cómo el Ministerio de Cultura es el último de la fila, la “María” del currículo. Probablemente, las sobras en el reparto.

Así, vemos cómo se pasa de la interinidad de un gestor cultural sobradamente experimentado (José Guirao), que podría tacharse de un recambio improvisado a la snob metedura de pata anterior (Màxim Huerta) pero que sin duda sabía bien el terreno que pisaba, a un ministro que parece entenderse bien con el mundo del deporte pero que –al menos hasta la fecha- no se le conoce relación con ese espacio tan complejo que es Cultura. Josep Ramoneda lo adelantaba hace unos días en El País, en un artículo bastante lúcido. Y esto es lo grave: da la impresión –ojalá nos equivoquemos- de que vuelve a tratarse a la cultura como siempre, gobierne quien gobierne, como algo a lo que hay que atender pero que nos sirve, como mucho, para armar escaparates de glamour. Da la impresión de que si sustituyéramos el Ministerio de Cultura y Deporte por un Ministerio de Moda, Gastronomía y Deporte, unos cuantos políticos respirarían aliviados (otros, serían felices). Pero el resto, las artes en especial, ¿para qué sirve?

Es más, sólo da problemas. Qué pereza ocuparse del INAEM, de los museos, los festivales de tal y cual, los teatros de ópera, del libro, las bibliotecas, el teatro, la danza, de las subvenciones que no contentan a nadie… ¡del cine español!

La creación del término “industrias culturales” dejó contento a más de uno que sólo veía las artes como algo que, o daba pasta, o debía circunscribirse a la modesta exposición del centro cultural de barrio. Ni un euro para aquello que sólo produce déficit. Esta mirada de banquero o de dirigente de la CEOE no la reconocería, tal cual, ningún político, pero lo cierto es que las pruebas nos remiten a una racanería más que evidente y a ausencia de políticas públicas realmente efectivas en este sentido. Porque no se trata sólo de subvencionar, sino de hacerlo bien, con la intención de proteger el bien valioso que no puede aflorar de otro modo. Aquí se hace al contrario: se ayuda al que menos ayuda necesita, al más autónomo, el que puede demostrar que el mercado le es favorable.

Y surge siempre la misma pregunta: ¿por qué estando tan cerca de Francia no hemos conseguido que se nos pegara un poquito de esas ideas por las que el país vecino ha logrado, desde hace tanto tiempo, convertir su cultura en cultura del mundo? Es posible que en algún día se produzca un movimiento que nos sitúe en algún lugar y la cultura se empiece a considerar materia política. Pero por el momento ese giro ni parece llegar ni se le espera. Aun así, como optimistas patológicos que deberíamos ser, hagamos el esfuerzo y demos un tiempo a este nuevo gobierno. Sorpresas da la vida…

A excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, éste artículo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.

Share Button