En nuestro texto editorial de este mes nos hacemos eco de un asunto que ha tenido impacto mediático en las últimas semanas: un congreso en Sevilla pedía artistas para amenizar cena benéfica a cambio de la cena y la difusión de tarjetas de los apelados. Tomamos este asunto como escusa para hablar de este problema de dignidad del artista en nuestro entorno.

Redacción
1 marzo 2020
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Editorial n.69 marzo 2020

Tocamos un asunto que ha tenido cierto impacto mediático hace unas pocas semanas a raíz de algunas convocatorias donde se pedían “artistas”. La que sonó más fue la del  Congreso de ciencia y mindfulness que se celebrará este mes en Sevilla, en cuyo anuncio se podía leer:

“Se necesitan artistas para amenizar cena benéfica. Se ofrece disfrutar de la cena, y la distribución de tarjetas y publicidad de los artistas”.

Más sangrante si cabe es que el susodicho congreso está apoyado por la Junta de Andalucía y la Universidad de Sevilla. Ni que decir tiene que el revuelo montado en las redes hizo que el anuncio desapareciera y emitieran un comunicado de disculpa.

Pero esto no es más que un ejemplo entre muchos de la consideración que se tiene en nuestro país del profesional de las artes escénicas y, en general, del artista. Desde luego, sobra cualquier justificación sobre la necesidad de un trato digno y profesional a cualquiera al que se demande para hacer un trabajo, pero sí nos parece interesante relacionar este tipo de hechos con otros que son también muy frecuentes en nuestro entorno creativo.

Nos referimos a la relación entre el artista y el espacio donde se inscribe la obra, con el director artístico o programador, sobre todo si ese espacio es público. Cuando se ofrece un proyecto se está aportando un elemento a la programación de esa institución y es bastante habitual que el programador apele a la “visibilidad” como excusa miserable para no dejar caer un euro del bolsillo. Esto es igual de indignante y muy similar al ejemplo del congreso que citamos arriba. No amigo, no. No se trata de que la institución “deje ver” al artista, se trata de que el artista está cubriendo una parte del programa que esa institución tiene la obligación de aportar al entorno social al que se dirige. Y esa aportación al programa debe ser remunerada, como se remunera al programador.

Como decimos, mucho más grave es cuando se trata de una entidad pública que, además, tiene la obligación de escuchar al artista de su tiempo. A un programador de un teatro o centro cultural público no se le nombra para que cumpla sus caprichos o llame a sus amigos, sino para que atienda a un entorno que le apela, tanto desde la parte creadora como desde el público. Pero pocas veces esto es entendido así y el programador se convierte en una especie de reyezuelo que da audiencia a quien quiere, y a quien no quiere, lo despacha sin despeinarse.

En definitiva, todos estos fiascos de la gestión cultural son producto de una muy precaria situación que no tiene tanto que ver con la falta de presupuesto como con la consideración del arte como algo de importancia capital para un país. De este problema superior deriva la falta de dignidad con que se trata al artista.

Ante la desvergüenza de la convocatoria que hemos descrito arriba, una opción lógica es la enérgica e indignada protesta. Otra, el happening. En este sentido se nos ocurre que una buena manera de “amenizar” la cena del congreso hubiera sido interpretar, por ejemplo, Pléiades de Xenakis. Alguno seguro que veía como a su taza de consomé le salían patas y emigraba del blanco mantel. Eso sí, habría que pedir prestada la nutrida percusión al conservatorio mejor dotado de la zona, no sea que también tuvieran que pagar su alquiler los intérpretes.

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