Wozzeck de Alban Berg reina en el final de la temporada operística española gracias a dos montajes que se acaban de estrenar. Uno en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona. Otro en el Palau de Les Arts Reina Sofía de Valencia.
Dos teatros que están reconformando el mapa operístico español gracias a la calidad de las programaciones de sus nuevos directores artísticos. Por un lado, Víctor García Gomar que está tratando de recuperar lo que pasaba hace varios años en España, donde hablar de ópera era hablar de lo que sucedía en el Liceo.
Por otro, Jesús Iglesias que trata de que el Palau de Les Arts de Valencia juegue en la Premier League operística española. Y, si es posible, hacerla llegar a la Champions europea y, continuando con el símil futbolístico, llevarla hasta jugar el Mundial.
Con estos objetivos, entre ambos, están enriqueciendo, operística y culturalmente hablando, primero, a las ciudades donde se encuentran ambos teatros y, por ende, a todo el país. Los dos Wozzeck lo demuestran. Solo hay que fijarse en los equipos artísticos de ambos montajes y los compañeros de producción que tienen cada uno. El festival de Salzburgo en el caso del Liceu. La Bayeerisch Staatsoper de Munich, que se supone que es el mejor teatro de ópera de la actualidad, y la ópera de Tokio en el caso de Les Arts.
Con esos compañeros de viaje se generan unas expectativas que se confirman cuando el espectador se sienta en las butacas para ver esta historia de violencia de género. El público occidental del siglo XXI, que ve un día sí y otro también como una mujer muere a manos de su pareja, no puede ver de otra manera el feminicidio de Marie a manos de Wozzeck, el soldado raso que protagoniza la ópera. Un hombre que mata a una mujer, a su compañera, aunque el vínculo no esté consagrado ni por la ley ni por la iglesia.
¿Quién es ese hombre? ¿Y esa mujer? Lo primero, antes que nada, son pobres. Y lo cantan varias veces. Nosotros los pobres, es el leitmotiv de la ópera que se escucha de vez en cuando como nota a pie de página.
Una pobreza que el poder científico-militar y social aprovecha para imponer una determinada forma de ver y de estar en el mundo. Que te dice que mejor te irá si te ajustas a esta forma de control. Un mundo masculino y jerarquizado. Que cercena el deseo de las mujeres si no es para sacarle provecho, ¿qué es eso de que a Marie le mole el guapo mostachudo y fanfarrón Tambor Mayor si ha tenido un hijo con Wozzeck? Es decir, si es madre y esposa, y se debe a sus hombres.
También cercena a los hombres pues el modelo, de ser y estar en el mundo, es el del Tambor Mayor, al que no se le censura en lo que hace. Todo lo demás, es simplemente, una inmoralidad. Claro que ya se sabe que los pobres, por no tener, no tienen ni moral, para tenerla hay que tener dinero.
Así que la pretensión de Wozzeck y Marie de individualizarse, es mal vista, no comprendida ni por el poder ni por sus coetáneos y menos por sus compañeros de clase. ¿Qué es eso de unirse libremente sin que la iglesia consagre esa unión en santo matrimonio? ¿Qué es eso de pensar por sí mismos acerca de lo que se ve y se vive? ¿Qué eso de no gregarizarse en la taberna, ahora se diría en la libertad que ofrece un bar, poniéndose bien de alcohol para poder disfrutar de la fiesta?
Lo que se oye, musicalmente hablando, son esas voces y la música que las individualiza, frente al discurso oficial del poder, lleno de tonos impuestos, y de la presión de grupo. Se libera de la tonalidad, del tono impuesto, que se sigue escuchando al fondo en muchos momentos. Como, por ejemplo, la marcha militar de la banda que sigue al Tambor Mayor. Como por ejemplo en la canción de los cazadores, que suena a esa suerte de canciones que se oyen en grandes concentraciones. La individualización necesita un discurso musical nuevo que se emancipe de las estructuras de poder establecido, que se libere de los tonos, para poder ser expresada.
Por eso extraña, aunque agrada, el lirismo con el que se oye esta ópera en el Liceu dirigida por Josep Pons. No es que se pierda su atonalidad, sino que, de alguna manera, se llegan a tararear canciones. Lo mismo que se agradece la contundente comodidad y facilidad con la que suena y se escucha esta ópera en Valencia bajo la dirección de James Gaffigan, el nuevo director musical de Les Arts.
Así como se agradecen el recital que dan sus cantantes. En Barcelona Matthias Goerne, que puede que no tenga el aspecto físico con el que se suele imaginar Wozzeck, el aspecto de alguien que pasa hambre, aspecto que se olvida al escucharlo. O en Valencia, Peter Matei, que está al nivel vocal que el anterior y físicamente se ajusta mejor al personaje, aunque en esta plaza la que destaca es Eva-Maria Westbroek como Marie.
En cualquier caso, son dos montajes con concepciones distintas escénicamente. El del Liceu es, en cierto sentido, más artístico. O al menos la mente se predispone a verlo así ya que lo dirige el artista sudafricano William Kentridge. Fiel a sus proyecciones visuales, a sus juegos con marionetas y a su tendencia al acúmulo define una especie de gran escultura que ocupa el escenario y conforma eficazmente distintos espacios para las quince escenas del montaje.
El de Les Arts resulta más espectacular. Con una caja central de dos toneladas que se mueve en el aire hacia delante y hacia atrás sobre un escenario que está cubierto por una lámina de agua de siete mil litros. Una inmensa caja para las escenas de interior o de intimidad que los intérpretes, casi solos, son capaces de llenar. Algo muy difícil de hacer solo con el canto. Hay que tener presencia. Dejando la lámina agua para las escenas de exterior o de comunidad. Espacio que se completa con un fondo neutro y elegante de color granate sutilmente iluminado.
La del Liceu es una producción en la que se nota la procedencia africana de William Kentridge. Sobre todo, en las notas de color, en el uso de figurantes de raza negra en los videos, y en la parodia de un Tambor Mayor que parece salido de esa pequeña Alemania africana que fue Namibia, tan pegada geográfica e ideológicamente a Sudáfrica.
La de les Arts, una producción de fuertes raíces europeas. Donde los señores de negro y bombín al estilo de Magritte se multiplican en escena, dándole un aspecto surrealista, y se mezclan con unos personajes que parecen salidos de la famosa ilustradora Benjamin Lacombe, como si fueran sus pesadillas, o de los personajes oscuros de Tim Burton.
Dos direcciones de escena que permiten contar la misma historia de forma diferente. En el Liceu el lirismo y la ingenuidad o free-style africano de la propuesta provocan la sensación de estar ante un cuento. Macabro, sí, pero un cuento. Quién sabe si una leyenda africana sobre los efectos de la luna roja que ven Wozzeck y Marie, y el público, como un presagio.
En Les Arts, tanto la contundencia musical como la rotundidad del montaje reclaman otra postura del público. Aquí hay hechos. Evidencias. Solo hay que atenderlas. Como ese niño, el hijo de Wozzeck y Marie, que hace un graffiti en la pared de la caja con las palabras “Papá” y “Puta”. Es evidente que a ese niño, que en la propuesta acompaña a Woccezk y Marie en muchos momentos, ya se lo han dejado claro, y, como dice al final del libreto, cuando ya está solo en el mundo, seguirá a los otros niños cabalgando y cantando Hopp! Hopp!
En un mundo así, la ópera no puede ser bonita. Lo que suena no puede ser agradable, porque el verdadero sonido del mundo no lo es. Solo hay que sentarse en cualquier plaza, o en un bosque y escuchar. Cómo se produce el sonido. Quién marca el compás y qué compas. En qué clave está compuesta esa partitura natural.
La música tonal, un invento humano, un artificio, con su melodía será lo menos frecuente. Lo menos evidente. Incluso en una sociedad como la actual que lleva un reproductor, el móvil, en el bolsillo, y una biblioteca inmensa de canciones.
Si la música de la vida, su falta de orden y concierto, no tienen una nota dominante ¿por qué tras más de cien años esta ópera sigue asustando? ¿Qué da miedo del hermoso latir humano? ¿Por qué la represora máquina científico-militar se pone en marcha cada vez que unos pobres, despojados de todo, menos de sus sentimientos y pensamientos, deciden ejercer libremente sus vidas?
Todo esto hace de Wozzeck de Alban Berg una de las óperas más hermosas que se pueden oír en un teatro. La que provoca la necesidad de programarla en un director artístico. En ella late la vida y con ella la muerte. El debate sobre su técnica, su estilo compositivo, sus formas y maneras, su no legibilidad, son, como en toda verdadera obra de arte, algo anecdótico o para unos pocos, profesionales y académicos. Lo importante es acercarse a disfrutarla.
¿Por qué ese debate profesional y académico ha suprimido cualquier otro? Ni el propio compositor lo entendería. Al menos, es lo que se deduce de un breve texto de Berg que el divulgador musical Ramón Gener muestra en Les Arts en la conferencia introductoria a esta ópera. Un párrafo en el que el autor estaba convencido que su obra, más que una discusión musical, generaría palabras, ríos de palabras, sobre la vida. No sobre la música, la pertinencia de esta, sino sobre la historia que cuenta. La historia de la vida de nosotros los pobres.
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