Comienza la temporada en el Teatro Real con Un ballo in maschera de Verdi. Lo hace con un lleno, un estreno que alcanzó todos los medios y la suspensión de una representación.

Javier del Real
El lleno lo consiguió en la gala previa que hizo con el segundo reparto para jóvenes entre 14 y 35 años. La foto del estreno fue la del Rey inaugurando la temporada con políticos y con Isabel Presley y señor. La suspensión fue la segunda representación oficial en la que un grupo de espectadores que se sentían inseguros lograron que se suspendiera la representación al grito de “¡Seguridad! ¡Seguridad!” por más esfuerzos que el teatro hacía para darles esa seguridad.
Y de lo que pasa en el foso y en la escena ¿qué? Aparte de las críticas se habla poco. Todas de acuerdo en que Nicola Luisotti la clava y la orquesta, bajo su dirección, también. Y cualquiera que asista dará fé de que es así. De tal forma que el espectador se olvida de “oír” la música y se dedica a disfrutar del espectáculo como un todo en el que resulta difícil separar las partes.
Al menos en los días del reparto formado por Ramón Vargas, Seoia Hernández y George Petain. Que cantan bien en sus arias, quizás Seoia fuerce un poco la voz por querer dar más de lo que se necesita, pero que suenan de maravilla en los duetos y tercetos. Hacen un buen conjunto de voces, de voces amigas como el grupo de amigos y de intimidad que representan en escena. Incluso, esa complicidad entre voces para hacer sonar el drama se potencia en los momentos corales.
El todo que se citaba es la historia de un triángulo amoroso. Dos amigos enamorados de una misma mujer. Esposa de uno y enamorada hasta las trancas del otro. Un amor casto y puro. Una atracción que no pueden evitar, por lo que ella incluso acudirá a una santera para que le de un filtro o pócima de desamor, al contrario que Tristán e Isolda. Y él, el amigo del marido, el Conde Ricardo, gobernador o virrey en América, para más señas, también tomará decisiones drásticas para evitar el contacto con la amada.
Historia que cuando se fue a estrenar en su tiempo, se tuvo trasladar de Europa a América, para evitar la censura de la época, ya que hacía referencia a un rey de entonces. Traslación que le ha permitido al director de escena, Gian María Aliverta, tomarse la licencia de traer la obra a la época de la Guerra Civil americana, con esclavos negros y el Ku Klus Klan.
Pequeñas escenas, que, según la crítica oficial, poco o nada aportan. Quizás porque, aunque saben que esta producción se estrenó en 2017 en la La Fenice, la están leyendo en términos del 2020 y del movimiento Black Lives Matters, como seguramente harán la mayoría de sus espectadores. Imposible separarse de un mundo de 24 horas de noticias.
Aunque puede que esas referencias sirvan más para hablar de libertad. La que no tenían los negros por ser esclavos y la que no tienen los blancos, siendo libres. De cómo las convenciones políticas y sociales se imponen a las personas incluso en el país de la libertad.
Interesante esa metáfora final, la del baile de máscaras. Todos los invitados con la máscara de la estatua de la libertad. Incluso la propia estatua y su antorcha presidiendo el baile. Dejando la pregunta de ¿qué rostros se esconden tras esa mascara de libertad? ¿De qué libertad colectiva e individual se está hablando?
Todo conforma una puesta en escena ciertamente vintage. Tanto, que incluso se toma su tiempo en los cambios entre escenas, como antaño. Algo que hace sin complejos, con convencimiento y reafirmación. Como diciendo aquí está la ópera de siempre. Miradla. Esto lo que se reclamáis lo que pedís que vuelva. Por eso extraña que la crítica convencional y el público habitual de la ópera, que suelen menospreciar los montajes más innovadores o arriesgados, se haya cebado con esta puesta.
Una puesta en escena y musical que sin duda habrá permitido el contacto de un público más joven del habitual con la ópera en su vertiente más clásica. Más tradicional, según el constructo social que hay hoy en día sobre la ópera, en todos los aspectos. Desde el musical al escénico.
En la que las necesidades en tiempos de covid19 ha exigido mascarillas y distancia de seguridad. Distancia que se resuelve bien en la primera escena. Acierta con los espejos de la cueva de Úrsula, la santera/bruja, en la segunda. Y, por último, brilla en la sala de baile, aprovechando para dar la sensación de que la fiesta está abarrotada.
Aciertos que no se encuentran en las pequeñas coreografías insertadas. Bailes que parecen moverse entre lo clásico y lo moderno, sin definirse por una u otra tendencia. A la que tampoco ayuda la aparente mezcla racial de bailarines cuando se ha puesto la obra en un entorno de segregación.
Coreografía que se podría justificar en la escena del baile, puesto que no podría haber un baile de máscaras sin el mismo. Un baile que en la actualidad y por la seguridad de los profesionales no permite usar grandes masas de gentes bailando, como en otras épocas.
Así pues, con este montaje el Teatro Real sigue profundizando en la nueva normalidad de la ópera, en la que se va convirtiendo un experto. Expertise que de prolongarse en el tiempo la situación de la pandemia podrá exportar a otros teatros de ópera.
Un equipo experto en cambiar para que nada cambie. Para que los aficionados y profesionales de la ópera sigan hablando de voces, de cómo se cantó tal o cual aria, de directores de orquesta, quejándose de escenografías (confundiéndola con puesta en escena).
Aunque, esta vez, ha conseguido, al menos con el segundo reparto, que eso poco importe. Porque lo que se oye y se muestra, funciona en su conjunto como el teatro musical qué es, en el que lo importante, el objetivo, no es cómo se canta o cómo toca la orquesta, sino que lo que se cuente se cuente bien.
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