A Coruña, 8 de abril de 2022. Palacio de la Ópera. Petri Kumela, guitarra. Orquesta Sinfónica de Galicia. Dima Slobodeniouk, director. Nikolái Rimski-Kórsakov: Capricho español; Scheherezade. José María Sánchez-Verdú: Memoria del ocre.

Paco Yáñez
10 abril 2022
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El decimoctavo programa de abono de la temporada 2021-2022 de la Orquesta Sinfónica de Galicia nos propuso, el pasado viernes 8 de abril, un recorrido musical por Europa, de extremo a extremo, enfocado a través de tres pinceladas de colores muy distintos entre sí: tales son los que nos ofrecen, en sus respectivas partituras, el compositor español José María Sánchez-Verdú (Algeciras, 1968) y el ruso Nikolái Rimski-Kórsakov (Tijvin, 1844 - Liubensk, 1908), en dos formas completamente distintas de abordar la relación entre música, ecos culturales y color.

La gran novedad de la noche vino de la mano del estreno absoluto de Memoria del ocre (2020), «musica per chitarra e orchestra» que se suma a una serie de partituras que José María Sánchez-Verdú ha compuesto a lo largo de los últimos años para solista y orquesta, rehuyendo la relación clásica asociada al concepto canónico de concierto, para visitar paisajes acústicos que deparan unas soluciones más personales y actuales a dicho vínculo musical.

Encargo del guitarrista finlandés Petri Kumela, a quien en el Palacio de la Ópera de A Coruña escuchamos como solista, Memoria del ocre es el tercer estreno que Sánchez-Verdú ha tenido en España en este fructífero 2022 de reencuentro con la ya práctica (y ansiada) normalidad en nuestras salas de conciertos, tras los del Tratado de lágrimas (Lectio I, II and III) (2017-21) y Hacia la luz (... ἐς φάος ...) (2019-20); esta última, encargo de la Orquesta y Coro Nacionales de España que rubrica, una vez más, el estatus del compositor andaluz como uno de los mejores orquestadores de nuestro país.

Ahora bien, en Memoria del ocre dicha orquestación nace en directo diálogo y casi se podría decir que desde la guitarra, pues si esta partitura reformula, en conjunto, la relación entre solista y orquesta, también reinventa a la propia guitarra; al menos, la visión tradicional que de ella tenemos en la música española, lo cual no excluye el que en Memoria del ocre lleguemos percibir ecos muy sublimados de esa guitarra de raíz popular, con reverberaciones interculturales en una partitura que nos devuelve al Sánchez-Verdú más cercano a lo mediterráneo, con sus colores, fisicidad, auras y sensualidad, alquitarando Memoria del ocre la sonoridad y las evocaciones culturales de instrumentos como el laúd árabe: tan importante en la concepción que Sánchez-Verdú tiene de la propia guitarra clásica y de las resonancias orquestales.

Estructurada en cinco movimientos (que han alcanzado los 23 minutos de duración en su estreno), Memoria del ocre nos introduce en una relación muy particular entre esa guitarra reformulada y su expansión al aparato orquestal, que funciona en muchos momentos como un gran filtro que amplía la sonoridad del solista, así como, en otros, cual auténtica «metaguitarra», en un sentido muy próximo al de dos partituras de José María Sánchez-Verdú en las que este instrumento tiene una presencia protagónica y/o destacada por los vínculos que entre música e imagen cinematográfica se tienden, como El palacio encantado (2019) y La chute de la maison Usher (2018-19) —banda sonora para el film homónimo de Jean Epstein de la que El palacio encantado constituye una suerte de preludio—. Mientras que en La chute de la maison Usher se utilizaban dos guitarras, en Memoria del ocre el solista emplea una sola, si bien sus diferentes afinaciones (que va cambiando a lo largo de la obra) y sus modos de ataque crean en diversos momentos la sensación de que estuviésemos escuchando a más de un solista al mismo tiempo, por el modo tan complejo y refinado en que Petri Kumela es capaz de simultanear técnicas y métricas discrepantes.

Debido a la deficiente acústica del Palacio de la Ópera coruñés (tanto para los músicos sobre el escenario como para el público en las zonas más altas del patio de butacas), la guitarra de Kumela tuvo que ser amplificada, aunque con un buen sonido que la hizo en todo momento natural, así como bien empastada tímbricamente con el resto de instrumentos acústicos no amplificados de la OSG. Ello resulta crucial, si pensamos que de forma continua solista y orquesta están creando relaciones rítmicas y texturales, de las cuales hay numerosísimos ejemplos a lo largo de la obra; en algunos compases, con triangulaciones tan sorprendentes y atractivas como las que vincularon a trompas, guitarra y contrabajos (a tres, pues estamos ante una cuerda reducida, con diez primeros violines, ocho segundos, seis violas, cuatro violonchelos y los citados tres contrabajos). Sea en ésta o en otras combinaciones camerísticas dentro de la propia orquesta (que se fueron permutando a lo largo de la obra), el lenguaje de José María Sánchez-Verdú vuelve a ser, en todo caso, plenamente reconocible ya desde los primeros pasajes, en lo que tengo —y así muchas veces lo he escrito— como uno de sus logros mayores como compositor: esa tan identificable firma y estética, en la que resuena un eco intemporal, un pálpito mediterráneo (como antes apuntaba) y una tensión entre la armonía y la rugosidad extendida de gran personalidad, que arrastra los materiales y los hace respirar, plagándolos de evocaciones. En este sentido, Memoria del ocre tiende puentes con partituras ya clásicas en el catálogo de Sánchez-Verdú como las soberbias Ahmar-aswad (2000-01) y Paisajes del placer y de la culpa (2003), si bien en Memoria del ocre hay una mayor implosión y horizontalidad, la música se (a)pega a la tierra, para revelar sus esencias, su color y un recorrido al que no dejan de asomarse, como es habitual en el compositor andaluz, reverberaciones históricas y culturales.

En palabras del propio José María Sánchez-Verdú —en una entrevista recientemente publicada por El Compositor Habla—, este recorrido «desarrolla un viaje a través de un material y sus colores: el ocre. Desde el primer movimiento hasta el último hago música y reflexiono sobre perspectivas no solo del color sino de las características y uso por parte del hombre de este material y su color. El primer movimiento, Sil, se centra en el ocre como material mineral terroso presente en la naturaleza y en ese color amarillo tan característico. Predomina la nota Re en varias gradaciones. Lascaux, el segundo movimiento, se centra también en este material y color, pero en una perspectiva más humana y artística: su uso en las cuevas por el hombre prehistórico para pintar en sus superficies. El color se ha oscurecido un poco, y la paleta de notas también (Re, Fa, etc.). Terra di Siena, el tercer movimiento, da un paso más y se embriaga de los colores ocres más oscuros de la tierra en esos paisajes toscanos y del uso en la pintura de este tipo de color mucho más marrón como denominación estandarizada y típica de muchas paletas de colores de determinados pintores. En Miltos, el cuarto movimiento, la pieza deriva en su coloración hacia el ocre rojo, también un mineral natural, con más óxido, y típico de los murales rojos pompeyanos en el mundo artístico. Sigue siendo ocre, pero el aspecto cromático se oscurece hacia otro mundo plástico que en mi caso deriva hacia la nota Sol y sus varias variaciones. De «tuono di colore» se hablaba en la teoría musical alemana en el XVIII. En este concepto he focalizado una vez más, pero en plena intensidad, un tipo de trabajo y de desarrollo de una dramaturgia musical. Umbra es el último movimiento. Se refiere al ocre negro, también presente en la naturaleza, y que igualmente tiene una gran importancia en la pintura, en su uso para sombras y negros. El Do, lo oscuro, matiza toda la partitura orquestal. La obra es, por tanto, un viaje sinestésico a la vez que pictórico, plástico y cultural sobre una deriva que va del amarillo al negro y que recorre todo un mundo sonoro que transpira con procesos naturales, culturales y de percepción».

Esa gama cromático-sinestésica a la que Verdú se refiere marca, asimismo, el recorrido lumínico de la partitura y su progresivo oscurecimiento: un recorrido muy compacto en el que los posibles clímax asociados a una súbita resolución de las tensiones orquestales se obvian (o reformulan), dando lugar a una constante deriva y tensión horizontal en las relaciones, filtrados y resonancias dentro de la orquesta, con una calidad especialmente matérica, de más evidentes brillos en sus primeros movimientos, en los que hay una impronta weberniana por el mimo y la concentración tan ascética con la que se desarrollan los colores tímbricos en la orquesta. Los diálogos de guitarra y primer violonchelo son un buen ejemplo de ello, como los que desdoblan la reinvención de la propia guitarra en distintos atriles y secciones orquestales. A esos colores tan diversificados en la percusión sumamos el roce de super ball contra los parches o el de arco contra los cantos de las placas: colores derivados de técnicas extendidas en muchos compases puestos, refinada y sabiamente por Verdú, en correspondencia con los efectos de aire sin tono en los vientos, creando múltiples capas texturales en función de cada familia dentro de dicha sección: desde los palmeos de los trompas a la boquilla de su instrumento a la concepción más armónica de los acordes en trompetas y trombones (si bien, alterados con el uso de sordinas), pasando por unas maderas que vuelven a portar reminiscencias de la música árabe (ámbito cultural tan bien conocido por Verdú), en lo armónico, y de la mejor música actual centroeuropea, en lo más extendido.

Al igual que en otras partituras de José María Sánchez-Verdú que tienen en el color el núcleo de su desarrollo musical, entre las que nos encontramos piezas como Kitab al-alwan (Libro de los colores) (2000-05), Jardín azul (2011), Memoria del blanco (2013), Alegorías de la luz (2017), Memoria del rojo (2018), White Silence (2018) o LUZ NEGRA (2019-21), Memoria del ocre presenta una constante gradación cromática de los diferentes tonos del color que protagoniza la partitura, lo que hace que ésta se renueve constantemente, dentro de unos márgenes que la homogenizan. En ello, las dinámicas también han sido muy importantes, y frente a partituras para solista y orquesta que, como Elogio del tránsito (2010-11), resultan mucho más virulentas y expresionistas, en Memoria del ocre hay una contención que mantiene la música en todo su recorrido como un murmullo, sin la paleta tan expansiva, en lo dinámico, de otras partituras asociadas a colores más vivos. Es por ello que estamos ante una pieza de gran concentración y refinamiento, que nos exige una atención constante y que no nos dará la fácil gratificación de una exposición y desarrollo de tensiones orquestales al uso (de ello tendríamos bastante en las otras dos partituras del programa).

Esa coherencia interna tan fuerte en Memoria del ocre, muy marcada por la parquedad de recursos del propio instrumento solista (limitación que, paradójicamente, tanto suele gustar a Sánchez-Verdú a la hora de multiplicar dichos recursos inicialmente ascéticos, en línea con algunos de sus artistas predilectos, como Paul Klee, Eduardo Chillida o Pablo Palazuelo), hace que los materiales vuelvan en diversas ocasiones sobre sí mismos, evocando aquello que en su día Rainer Pöllmann calificó —tan bellamente— en la música de José María Sánchez-Verdú como «nostalgia del material». En Memoria del ocre ese material ecoico, a modo de memoria, se recuerda y enfoca desde diversos prismas del tono, ya sea con el apretado y denso trabajo del glissando en la guitarra, ya por otra forma de evocación del glissando más atonal, como lo es la scordatura desarrollada durante la propia ejecución, mediante la manipulación de las clavijas, bajando la afinación de las cuerdas segunda y sexta (que llega hasta un Sol).

Si la manipulación armónica y tímbrica de los materiales tiene una enorme importancia en Memoria del ocre (como es habitual en la música de Sánchez-Verdú), qué decir del continuo juego de pulsos rítmicos que entreteje toda la orquesta desde el centro germinal de la guitarra (a lo que sumamos pulsiones diversificadas en esas dos grandes zonas de ataque que Petri Kumela despliega, por un lado, cerca de la cejuela, y por otro, en torno al puente, lo que extrema armónicamente al instrumento). Son pulsos que crean toda una red de señales que compacta al entramado musical (pensemos las métricas que comparten dos instrumentos aquí muy cercanos en muchos momentos como guitarra y arpa), uniendo lo arcaico a lo sensual, lo unitario y lo múltiple, al filtrar la orquesta pulsos y masas guitarrísticas cual grandes fantasmagorías resonantes.

Como antes apuntamos, Memoria del ocre no evoluciona al modo de un concierto tradicional (pues no lo es), ni maneja una estructura que contemple una posible coda o síntesis conclusiva. Muy lejos de ello, el último movimiento de la partitura, Umbra, constituye un descenso a lo oscuro, a esa sombra que le da nombre, alcanzando uno de los momentos más extáticos y mistéricos de la obra, tras un asomo de circularidad que en el metal grave creó cierta ilusión de esos giros que, cual derviches instrumentales, las orquestas de Sánchez-Verdú nos han ofrecido en páginas como la icónica, al respecto, El viaje a Simorgh (2002-06). Sin completarse dicha circularidad, ésta cesa y, con los metales silentes en los últimos compases de la partitura, se procede a una re-concentración de los materiales hasta su mínima expresión, convertida la prolija paleta tímbrica previa en apenas el ataque a una cuerda de la guitarra y su negro eco progresivamente desvanecido en la orquesta.

Quizás ello ha influido en la respuesta inicialmente tímida del público, pese a la sobresaliente interpretación de solista, director y orquesta: músicos cuyo trabajo valoró muy positivamente José María Sánchez-Verdú, alabando la calidad y la profesionalidad con las que han brindado este estreno, una muestra más de que la OSG es una formación con mimbres para acercarse a la mejor música de hoy, cuando ésta se pone sobre los atriles y se trabaja con seriedad, pues si bien a lo largo de su temporada se presentan cada año cierto número de partituras contemporáneas, no menos evidente es que sus estilos distan mucho de estar entre los más innovadores y potentes del panorama actual, cayendo con demasiada frecuencia en lo acomodaticio y en compositores locales de muy escasa calidad (y absoluta irrelevancia internacional).

Los muchos murmullos que, junto con los aplausos, escuchamos al público herculino, evidencian que la de Memoria del ocre es una estética sorpresiva y muy poco frecuente en la programación orquestal herculina (de Sánchez-Verdú estrenó la OSG en su día Libro del Frío (2007-08), pero lo hizo en León), como lo es la de compositores influyentes, cercanos o tan valorados por el propio Verdú como Giacinto Scelsi, Iannis Xenakis, Helmut Lachenmann, Hans Zender, Salvatore Sciarrino, Beat Furrer, Rebecca Saunders, Mark Andre, Pierluigi Billone, Alberto Posadas, Chaya Czernowin y un largo etcétera: compositores que el próximo titular de la OSG ha de poner sobre los atriles de esta orquesta (como los pone Dima Slobodeniouk en otras salas de conciertos), pues de ello depende nuestra vivencia de la mejor música actual y la propia pericia técnica de una orquesta que demuestra que puede y que en su público, al menos esta noche, ha encontrado un eco favorable, ya que unos aplausos finalmente más convencidos hicieron que Petri Kumela nos ofreciera como propina Homenaje (1920), de Manuel de Falla, mostrando otra forma, como lo había sido la propia Memoria del ocre, ya no sólo de acercarse a la guitarra como instrumento, sino a la tradición española, con una lectura netamente moderna, articulada y ascética de esta partitura en memoria de Debussy.

El resto del programa venía firmado por uno de los compositores rusos más atentos al color orquestal y cuya influencia tan decisiva fue en uno de los mayores exponentes al respecto a comienzos del siglo XX: Ígor Stravinski. Nos referimos a Nikolái Rimski-Kórsakov, de quien escuchamos Каприччио на испанские темы opus 34 (Capricho español, 1887) y la ya icónica para la OSG Шехеразада opus 35 (Scheherezade, 1888), por cuanto ésta se ha convertido en el gran éxito de la formación herculina en su canal de YouTube, con más de seis millones y medio de visualizaciones a día de hoy.

Si el Capricho español ya nos anticipó que el Rimski-Kórsakov que escucharíamos en este decimoctavo programa de abono sería el de las grandes noches de la OSG, tan bien timbrado, contundente e incisivo (me pregunto qué pensaría Kórsakov de compositores españoles actuales como Sánchez-Verdú y Posadas, tan alejados del folclorismo del que tira el ruso en su opus 34), Scheherezade ha sonado de un modo impresionante, si bien con un concepto totalmente distinto del que el 15 de mayo del 2015 expuso el finlandés Leif Segerstam en su dirección de la antes citada y tan exitosa grabación de la OSG. Mientras Segerstam se mostraba más subjetivo, así como más lento en sus tempi, Slobodeniouk nos ha ofrecido una Scheherezade moderna y compacta, sin cargar en exceso las tintas en los dejes orientalizantes que, como en el caso del Capricho español, servían a Rimski-Kórsakov para tirar de exotismo; en este caso, de la mano de Las mil y una noches, con sus evocaciones de unos mundos árabe y persa que Rusia tenía en sus propias fronteras (y a los que fue ganando, históricamente, terreno, dentro de esa delirante sed expansionista hoy renovada de los mandatarios rusos): culturas, por cierto, tan presentes en la obra de José María Sánchez-Verdú, por medio de sus místicos, poetas, artistas, arquitectos y filósofos.

No tan atenta a lo sensual ni a la vertiente literaria de Scheherezade como al propio color orquestal, Dima Slobodeniouk nos regaló una lectura en su punto, sin aceleraciones ni demoras acusadas, y en la que ha concedido un gran realce a los solistas de la OSG; esta noche, estupendos, con menciones muy destacadas para el fagot de Steve Harriswangler (de una técnica y una musicalidad exquisitas), el clarinete de Juan Antonio Ferrer, el oboe de Martín Villa, el violín de Massimo Spadano y el violonchelo de Ruslana Prokopenko. Ver a la chelista ucraniana tocar junto a la batuta del ruso Dima Slobodeniouk (director que el pasado 5 de marzo leyó, en Madrid, un loable manifiesto en contra de la guerra en Ucrania) nos hace pensar en esa Europa que querríamos de concordia y armonía, tan lejos del actual desastre bélico que padecemos y de las espantosas imágenes que cada día nos sacuden (como el mismo viernes de este concierto, con la matanza de Kramatorsk). Que estas tres tan diferentes pinceladas musicales nos acerquen un poco más, con sus bellos colores, a la Europa que queremos.

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