El buen recuerdo dejado por El oro del Rhin y La valquiria de la Tetralogía o El anillo del nibelungo de Wagner que está programando el Teatro Real en años consecutivos, hacía presagiar que lo mismo ocurriría con Siegfried.

Antonio Hernández Nieto
1 marzo 2021
Share Button

Javier del Real

A saber. No gustaría a los que quieren una dirección de orquesta karajiana y una puesta en escena que reproduzca dentro lo posible a la de la época en que se estrenó. En el otro extremo estarían los que se apuntan a todo lo nuevo y moderno. Y la crítica se quedaría in between, mojándose lo justo y necesario ante el milagro de tener algo que criticar y focalizándose en aspectos técnicos, solo hay que meterse en la sección de Diálogo de besugos de la revista Beckmesser.

Sin embargo, esta vez no resulta así. Claro que la dirección de la orquesta, de escena, los cantantes, la escenografía y demás elementos tienen nivel técnico. Discutirle eso al Teatro Real no tiene sentido. Que si un agudo aquí y un grave allá, que si un vibrato asao o sin asar, son menudencias para un teatro como este que si es lo que es se debe al cuidado que pone en estos aspectos técnicos.

Entonces ¿qué pasa? Pues pasa que en este montaje se han olvidado de que la ópera es teatro, un conjunto de elementos en el que se presenta algo. Se presenta porque se hace en presente. Conjunto de elementos que funcionan a la vez y de forma sinestésica para producir emociones y pensamientos en su espectador. En los teatros de ópera el oído no funciona sin el ojo ante una representación de ópera (otra cosa es una ópera en concierto).

Por eso ver a un cantante como Andreas Schager con aspecto de cincuentón haciendo del joven Siegfried, no hay quien se lo crea. Más parece un hombre en la tópica crisis que muchos sufren a esa edad. Lo que impide que se entienda lo que suena y lo que canta. Hay dos situaciones que ejemplifican a la perfección esto. La primera es la relación con Mime, el enano que ha estado cuidándole desde que su madre se murió. Si Mime es un enano ¿por qué parece (al menos desde el entresuelo) tan alto, grande, fuerte como Sigfrido y de edades en apariencia parecidas?

La otra es verle cantar esa primera erección consciente que tiene al ver a una hembra humana (esto está literalmente sacado de los sobretítulos), la Brunilda que va a despertar y que despierta en él el amor. Es de suponer que este aparentemente cincuentón ya habrá sido consciente de unas cuantas erecciones a su edad. Oírle llamar a su mamá, Mutter canta, para que le explique qué le pasa, ¿no resulta increíble?

A partir de ahí puede dar las mejores notas, pero es imposible entender lo que canta, cuando no es capaz de poner ni en el cuerpo ni en la voz la actitud de un jovenzuelo despertando a la ardiente sexualidad que le provoca el ver a una mujer como Brunilda. Como es menos creíble que esta le tenga que decir que se alivie esa erección. Sí, hombre, eso que le canta de las olas y el agua, pues ella quiere seguir siendo virgen. Es de suponer que Sigfrido, por la edad que aparenta, ya ha descubierto que con el agua fría aquello baja o con el frotamiento se va a aliviar.

Añádanse a errores como el pájaro muerto, que hacen pensar que Leonor Bonilla no es lo buena cantante que resulta ser. Pero claro, un pájaro muerto bajo la lluvia ácida en el contexto de esta ópera no puede dar buenas noticias y menos con esa música y con esa voz. Ni indicar la senda del amor, ni la del conocimiento. Por mucho y bien que cante quien lo cante.

Por si no fuera suficiente, la buena idea de haber transformado al dragón Fafner en una excavadora, una imagen acertada, se la cargan haciendo salir al cantante a escena nada más matarlo o herirlo de muerte. A partir de ahí se produce confusión. ¿Quién es ese? ¿No había matado Sigfrido al dragón clavándole la espada Notunga en el cielo de las fauces?

La prueba de que no se entiende lo que se canta está en la escena final. La escena romántica por excelencia en la que Sigfrido y Brunilda flirtean y se declaran el amor al estilo de Tristán e Isolda, pero dedicándose mucho menos tiempo.

Un estilo romántico en el que uno dice que la quiere y la otra replica que ella lo quiere más y desde antes. En la que se piden pruebas de ese amor. Sigfrido pidiéndola que se lo demuestre yéndose a retozar con ella y ella pidiéndole que respete su virginidad como antes lo hicieron dioses, reyes, guerreros y viceversa. Todo con la grandilocuencia musical y poética wagneriana. Esa que hace de lo romántico algo sublime y conmovedor en otros montajes.

Se entiende mejor el fracaso del montaje observando a las parejas que escuchan esta parte romántica. En esa observación se les ve incómodos. La más talludita de las que están a tiro, de dad similar a la que aparenta tener el cantante, que se habían pasado la representación pegaditos con ella acariciándole una oreja y haciéndole comentarios en la otra, en este momento se separan y ni se hablan.

Otra pareja bastante más joven, jóvenes para la ópera, es decir, de unos treinta y tantos cercanos a los cuarenta, les pasa algo parecido. Él hace amagos de rodearla con el brazo y ella se inclina hacia delante. Luego, consciente de que eso no se hace en medio del largo dúo de efusiones amorosas del final de la ópera le acariciará la pierna, pero él ya se ha retraído, se ha cerrado.

Y la tercera pareja en discordia mantienen en todo momento la distancia. La misma con la que se dejaron al adelantarse al ver que en el tercer acto los asientos delanteros de su palco se quedaban vacíos y ella tiró de él para ponerse más adelante. Vamos que corra el aire, como corre entre Sigfrido y Brunilde en escena.

Hay que tener en cuenta que todo esto ocurre en un montaje que cuando Sigfrido despierta a Brunilda, a ella la colocan mirando a Cuenca con respecto al amado. Mientras, se la ilumina la cara y el busto como si se tratase de una madonna italiana o una Inmaculada de Murillo y canta a ese deslumbramiento que se supone que le sucede al ver al amado al despertarse.

Se pueden añadir más despropósitos como que Sigfrido sea mayor o de la misma edad que su abuelo Wotan. Que cante que se va a sentar a la sombra de un tilo en un paisaje de árboles desmochados y desolado, que hace pensar en voz alta “pero Sigfrido, estás tonto ¿no ves que no hay tilo?”

Ante esta situación a Pablo Heras-Casado solo le queda ir por libre. Dedicarse a lo suyo. Es decir, a dirigir a la orquesta. Lo que pasa es que los espectadores han ido con los oídos y con los ojos. Y no se sabe si es por eso o por qué, el caso es que la lectura tan interesante e interesada, por su parte, de las dos obras anteriores, no acaba de funcionar esta vez.

Es cierto que lo hace por momentos y mejora a medida que avanza la representación, pero no se acaba de percibir ese Wagner más ligero, más italiano, más romántico, más de las sensaciones que de los pensamientos, que supo encontrar en sus incursiones anteriores.

Dicho lo anterior, ya solo queda fijarse y disfrutar de la curiosidad. A saber, la expansión de la orquesta por los palcos de platea para dejar más espacio entre intérpretes. Distribución que permite darse cuenta de que el triángulo, los platillos y los timbales suenan bien desde el espacio semicerrado de techo de los palcos de platea y no como otras veces.

En fin, un espectáculo pandémico en el que hay que hacer con lo que hay disponible. Algo que también tienen que hacer las críticas. Así que se queda emplazado al año que viene a ver si la tercera jornada, El ocaso de los dioses, que será la cuarta ópera de esta conocidísima tetralogía, la endereza y remonta, cuyo montaje siempre es un reto para cualquier teatro de ópera.

A excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, éste artículo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.

Share Button