Todo anunciaba una gran noche en el Teatro Real. Las críticas del primer reparto de Rusalka de Antoní Dvořák dirigida en lo musical por Ivon Bolton y en lo escénico por Christof Loy eran excelentes. Y la mayoría de los críticos hablaban y alababan, como no habían hecho nunca, las características actorales de la soprano Asmik Grigorian y lo escénico.

Antonio Hernández Nieto
1 diciembre 2020
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Javier del Real

Tal vez fuera una cuestión de expectativas, pero, viendo y oyendo el primer reparto su segundo día de representación, es difícil compartir los comentarios. Excepto los de Luis Gago en El País sobre la dirección de Ivor Bolton. Un director que cuando tiene la noche, simplemente entusiasma, incluso puede llevar más allá. Pero cuando no la tiene, como esta vez, pues decepciona. Y claro que hizo que sonaran las notas, sí, pero no la música. Esas costuras no bien cosidas de las que habla Gago en su crítica, una buena metáfora, pues es cierto que se oye como un traje no bien cosido. Como si tirara la sisa de aquí y allá y no acabara de sentar.

Aunque lo que tiene pocos pies y poca cabeza es la dirección de escena de Christof Loy. Algo que la mayor parte de la crítica de ópera ha confundido con la escenografía. Lo que hace un director de escena es ver los arcos dramáticos de los personajes, los cambios de conciencia que sufren, y pone a los actores, o cantantes, como en este caso, a interpretar para que se vea ese arco dramático y sus cambios de conciencia, los que marcan el libreto y la música.

Hay dos momentos clave que en este sentido no están puestos en escena. Cuando la protagonista canta la palabra amor, que de ser la música como se oye en el teatro, marca toda la obra. Un amor que suena hermoso y feo a la vez. Un grito desesperado y desgarrador en el que hay deseo y miedo, humanos, aunque lo cante un ser etéreo e inaprensible, un hada. Deseo porque se sabe lo que se quiere y miedo a no ser correspondida. Ambos componentes claves en las tragedias románticas.

Solo por ese grito, en el que pivota toda esta obra, y su música, como el famosísimo acorde de Tristán e Isolda, se entiende que se haya programado. En este montaje, Rusalka, quien es se pone en una cama, como un lánguida Dama de las Camelias (la influencia de La Traviata es infinita), cuando lo que se oye es una voz que grita, canta, fuego, socorro.

Ese grito que ni su padre ni hermanas pueden entender. No son humanos. ¿Cómo alguien querría dejar ese mundo acuático, eterno y mágico para irse con los mortales? Pues de eso va esta obra. De una ondina, una ninfa acuática, que se enamora de un joven príncipe que se baña en sus aguas y al que ha visto y tocado desnudo.

Una ninfa dispuesta a cualquier cosa con tal de ser la humana que le enamore y llevárselo al huerto. Una ser de agua que no contaba con que la carne humana es débil y prefiere lo sólido, lo concreto, a lo líquido. Por lo que asiste, atónita, a pesar de su sacrificio, al ensimismamiento del príncipe por una princesa, de muy señor mío, que pasaba por allí dispuesta a arrebatárselo.

El otro momento que tampoco está puesto, es cuando el príncipe se reencuentra en el tercer acto con Rusalka. Un personaje que, para él, como para todos los humanos de la obra, siempre ha sido muda y de repente va y le canta. Ni un gesto de extrañeza en Eric Cutler, el tenor que encarna al príncipe, que en este montaje tiene más aplomo actoral que otras veces. Quizás condicionado por esa distracción casual de tener que llevar muletas al haber sido operado de una rotura del tendón de Aquiles.

Esas muletas que le sujetan las manos para liberárselas solo en momentos clave. Muletas que le exigen una posición corporal desde donde poner la voz, el gesto y el cuerpo de este príncipe y cómo se mueve en escena. Todo eso le hacen cantar más desde lo terrenal y menos desde una posición de divo, a la antigua, en la que se le ha visto otras veces en este teatro.

Sí, el montaje de Christof Loy no permite entender la ópera. Ni su música, ni su letra. Es cierto que a veces consigue imágenes sugerentes y hasta bonitas. Pero son las menos, porque ¿alguien en la sala puede explicar porque el tío y el pinche tienen que jugar con la escalera cuando cantan al comienzo del segundo acto? ¿Qué cuenta con esta escena? ¿Cómo condiciona el canto, desde dónde cantan los cantantes? ¿Qué aporta a la comprensión de lo que cuenta esta ópera?

Todos estos interrogantes y muchos otros aparecen en la mente crítica. Una mente que quiere censurarse porque sabe lo difícil que es en los tiempos actuales montar una ópera. Una mente que se debate entre hacer una crítica sobre lo que está viendo y oyendo, que para eso está allí, y ser agradecida por poder verlo y oírlo.

Claro que se aprecia el trabajo y el esfuerzo que está haciendo todo el equipo del teatro y los artistas que convoca. Se aplaude el que sea uno de los pocos que mantiene la llama viva. Un teatro que sigue defendiendo con uñas y dientes un programa que ilusione y haga soñar al público con la normalidad.

Pero la normalidad es hacer propuestas artísticas y saber que la crítica no valora buenas, buenísimas intenciones, sino resultados artísticos. Así que sí, bienvenida sea esta Rusalka y la normalidad que, al menos por unas horas, ha traído para la crítica y el confinado público madrileño que está agotando entradas.

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