El Bayreuther Festspiele, más conocido en español como el Festival de Bayreuth, es la cita al que todo wagneriano quiere ir al menos una vez en la vida. Las razones son muchas. Está la sentimental. Es el teatro creado por Wagner para ver y oír sus obras. Quien impuso una manera de hacerlo. Con un horario específico. Comenzando pronto las representaciones para permitir largos intermedios de una hora en los que poder relajarse, encontrarse con los otros. Disfrutar del jardín. Tomarse algo. Charlar. O descansar.
Está la razón técnica, la de los que van a apreciar la acústica. Una acústica que condiciona que los asientos sean los mismos con los que se abrió el teatro. Y que, por tanto, no se hayan actualizado a las comodidades de la vida moderna (aviso a navegantes que tengan pensado acudir a este festival algún año, los que se duelen con estos asientos cogen dos cojines, una para ponerla en el asiento y otra para colocarlo en el respaldo).
El mismo motivo, el de no alterar la acústica, es el que impide acondicionar la sala para los rigores del verano. Excepto una brisilla que se pone al principio. Por lo que asombra que haya hombres de smoking y pajarita. Y también hombres de traje y corbata. Ambos grupos se mantienen impertérritos escuchando y sudando la gota gorda. Eso sí en tiempos postcovid de mascarilla recomendable, aunque no obligatoria, la mayoría de ellos se la quitan a las primeras de cambio. Ellas, las que van de traje de noche, lo tienen más fácil, pueden lucir espaldas al aire y profundos escotes. Las que son más de casual o evitan el traje largo pueden recurrir a ropa más cómoda, fina y ancha.
Aunque, en general, el boato de otras épocas va a menos en las representaciones de este festival. Donde cada vez es más frecuente encontrar gente de causal chic y ya se empiezan a ver zapatillas deportivas, molonas, es verdad, camisetas y hasta bermudas. Esto ocurre siempre y cuando no se trate del Wagner que hay que ver. El que un verdadero wagneriano o connaisseur de la ópera no se debería perder. En ese caso, la etiqueta, incluso la etiqueta en un estilo algo más relajado, se ve en abundancia.
El Lohengrin que se estrenó en 2018 cumple este requisito. Es la producción que se ha podido ver este año y que, si nadie lo remedia, se verá otro año más. En la medida de lo posible con el mismo elenco y la misma dirección musical y de escena. Normalmente las producciones se mantienen cuatro veranos antes de cancelarlas y de que se le pida a otro director musical y a otro director de escena que hagan una nueva.
La razón por la que este Lohengrin cumple dicho requisito no es por su dirección de escena. Una dirección de escena que mantiene el cartón piedra de las producciones antiguas, sobre la que introduce elementos modernos. Como el cisne en el que llega Lohengrin, que es una aerodinámica nave espacial y, también, podría ser un rayo. Como la casita de recién casados del protagonista que da título al drama y Elsa. Una caseta donde se conmutan líneas de alta tensión. Como la malvada Ortrud que parece la reina de corazones sacada de Alicia en el país de las maravillas de Disney.
Pinceladas contemporáneas en una producción que se ve ya antigua, para los modernos, o vintage, para los que les guste lo viejo o de otras épocas. Hecha de colores complementarios. El frío azul, de un oscuro cielo azul, lleno de nubarrones, o de noche, donde viven los pájaros. Y el naranja de las zonas iluminadas y donde arde algún tipo de tensión. Ya sea sexual o entre individuos.
Una producción que, sin embargo, triunfa justo en los momentos en los que voluntariamente se anula el escenario en su totalidad. Como la larga charla en la que Ortrud, bruja que quiere regentar el ducado de Abrantes junto con su marido, trata de instalar en Elsa la desconfianza en Lohengrin, el que es su prometido y futuro esposo.
Un momento bellísimo porque lo musical se desata en la sala gracias a que la acción de los personajes, aparte de cantar, y la escenografía se han reducido al mínimo y. Los azules que dominan esta producción desaparecen y en una semipenumbra u oscuridad, se ve la ventanita de una casa desde la que Elsa canta y en el lado contrario de ese gran escenario se ve a Ortrud respondiendo y tratando de convencerla de que debería preguntar a Lohengrin quién es.
Y es que cuando nadie quería luchar por el honor de Elsa, a quien se la había acusado de matar a su hermano pequeño para quedarse con el ducado, ella se ofreció como premio si el caballero que defendiera su honra ganaba. Se convertiría en su esposa y por tanto en Duque de Abrantes.
En esa situación Lohengrin apareció in extremis. Se ofreció a luchar por ella siempre y cuando nunca le preguntase como se llamaba ni quien era. Ella acepta, no le queda otro remedio pues se está jugando la vida. Y él gana. Por lo tanto, se casan. Esponsales en los que se oye la conocidísima marcha nupcial, la que muchos no saben que escribió Wagner o que procede de esta ópera, y que a lo mejor pidieron para su boda porque se ha usado siempre para estos menesteres en miles de películas y está íntimamente unida a esos momentos de celebración popular.
Para no hacer spoiler a aquellas personas que no han visto ni conocen la ópera, está bien dejar en suspenso si Elsa sucumbe a su curiosidad y pregunta o si prefiere respetar el anonimato de su marido y liarse la manta a la cabeza. En este montaje que tiende a ilustrar más que a contar, lo que pase en el escenario es lo de menos. Y los que asisten o lo saben o lo acaban sabiendo.
Aquí lo importante es lo que hace Thielemann, el director musical, con la música de Wagner. Para lo que aprovecha la excelente orquesta, formada por intérpretes de distintas orquestas que hacen su agosto musical en este festival, las voces de los cantantes, el coro y la acústica de la sala. Es otro nivel.
En términos futbolísticos se podría decir que no hay liga para el juego sonoro que plantea este director, con el permiso de Andris Nelsons. Porque lo que sale de ese foso que esconde la orquesta para que no distraiga al espectador y como se amalgama con las voces, sobre todo las de Klaus Florian Voigt, el Lohengrin, y las de Camilla Nylund, la Elsa, en el tercer acto es de otro mundo. Lo mismo que sucede con los coros. Al menos no es del mundo de los teatros de ópera a la italiana y orquesta en un foso a la vista, que son la mayoría.
Y, es que, una vez en la sala, todo parece uno. Es decir, al espectador le cuesta analizar la música en sus componentes. Ya sean sus instrumentos o las voces. Para hacer este análisis es necesario hacer un esfuerzo consciente. Y tener mucha fuerza de voluntad porque en ese esfuerzo se perderá la belleza del drama. Del teatro. Aunque no entienda ni papa de alemán y no pueda recurrir a sobretítulos en la lingua franca del imperio, el inglés, u otra lengua conocida. No hay sobretítulos en este teatro.
Gracias a esa unidad en la música, la palabra y la acción, hay conmoción en el patio de butacas. A pesar de que la puesta en escena no acompañe o que acompañe dejando a su albedrío a los cantantes. Y no es que se trate de un tratamiento musical con el objetivo de embrujar al público. Las hipnóticas oberturas wagnerianas, por repeticiones de leit-motivs, no son las que ha puesto Thielemann. No ha cargado en ellas las tintas como se suele hacer en otras producciones. Su lectura es más de secuencia cinematográfica de títulos de créditos porque lo importante es lo que va a suceder en escena. Lo que al espectador le va a llegar desde el escenario.
¿Se justifican, por tanto, que en las representaciones predominen los tiros largos que se ve en el público? Se justifican. Porque se asiste a algo realmente excepcional, en un festival que cada representación de esta u otra ópera de Wagner se acerca a eso, a la excepción, al menos en lo sonoro. En el caso del Lohengrin de Thielemann, todavía mucho más, porque su trabajo se acerca bastante a las intenciones dramáticas de Wagner, sino es que lo consigue y da en la diana.
Por eso, no es de extrañar, que se produzcan más de quince minutos de aplausos, tras una representación que comenzó a las cuatro de la tarde y que acaba pasadas las diez. Al público ni siquiera le molesta la lluvia que jarrea a la salida el día de representación a la que pertenece esta crónica. Se dirige cubierto de un rudimentario chubasquero de plástico proporcionado por la organización, y muchas mujeres con zapatos abiertos, a coger alguno de los autobuses que les llevará, seguramente, al hotel en el que está pernoctando.
Pues muchos espectadores no son de la ciudad ni de los lugares cercanos. Los locales tienen la misma dificultad para conseguir una entrada que el público que llega de todas las partes del mundo. Un público que habla animado, contento. Con esa especie de excitación que se produce cuando sabe que ha participado de algo grande. Algo que le excede. Y que ha podido estar ahí y podrá contarlo. A partir de ahora cuando le pregunten por un Lohengrin lo tendrá claro:”¡El de Thielemann!”
Esta producción se puede ver y oír al completo con el elenco del día del estreno en 2018, distinto de al que pertenece esta crónica, en You Tube:
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