El Teatro Real es uno de los pocos teatros de ópera del mundo que reabre sus puertas en la pandemia. Lo hace con una producción semi-escenificada de La Traviata, un clásico del repertorio, con el que se está ganando el aplauso del público y de la crítica.

Antonio Hernández Nieto
14 julio 2020
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Javier del Real

La tradición no escrita del Teatro Real es acabar la temporada con un clásico de repertorio. Este año, que no se sabe si algo acaba o comienza, el clásico de repertorio elegido era La Traviata de Verdi, en concreto el montaje que Willy Decker había hecho para la Metropolitan Opera House de Nueva York. Incluso iba a tener gran parte del elenco original como era el director de orquesta Nicola Luisotti y el tenor Michael Fabiano.

En esto llegó la pandemia, el estado de alarma y el cierre de los teatros, que auguraba que no se tendría temporada hasta septiembre u octubre. Sin embargo, el empeño del teatro, con Joan Matabosch a la cabeza, de conquistar de nuevo la normalidad, ha hecho que sí, que los madrileños puedan disfrutar, una vez más, de La Traviata. Y quien quiera disfrutar de ópera tendrá que venir a Madrid ya que son pocas las opera houses que han abierto alrededor del mundo. Y es que hay que reconocer que Madrid tiene, con todas las salvedades que se quiera, un teatro de primera.

Una Traviata que se anunció semi-escenificada, por eso de mantener las distancias de seguridad entre los cantantes. Y que, vista, parece una puesta (y una apuesta) en escena que hace de la necesidad de mantener distancia virtud. En otros tiempos, no hace mucho, se hubiera descrito como contemporánea.

El motivo es que el escenario negro se ha dividido en cuadrados con líneas rojas. El rojo siempre ha sido el color de La Traviata. Se delimitan así espacios de dos por dos en los que se colocan los componentes del coro y los cantantes principales. Espacios por los que se mueven, si es necesario, y de los que no salen cuando hay más personas en escena.

El resultado es una especie de cuadros vivientes. Lugares en los que sucede una pequeña parte de la escena, como si se vieran múltiples pantallas a la vez, en la que cada una de ellas sucediese algo. Vamos, como una instalación contemporánea, con la curiosidad añadida de que no lo parece, ni por lo que se oye ni por lo que se ve.

Este montaje se ha ganado el corazón de los aficionados que ya han acudido a verla. Porque es lo que suelen pedir, ilustraciones que acompañen a la música. Y que la música se interprete en el foso y en el escenario con calidad. La calidad de siempre. Poco importa que, como cuenta Ruth Iniesta, una de las cinco sopranos que cantará esta Traviata, antes, los cantantes que las cantaban imponían su personalidad artística a la pieza. Le daban su interpretación con la voz. El público, en vez de ir buscando la repetición de las notas tal y como se había dicho que tenían que ser interpretadas, buscaba la personalidad del artista para contarle cantando la historia. Como ocurre ahora con los cantantes populares cuando hacen discos de standards.

En este sentido, hay cinco repartos. Algo que viene muy bien para que el teatro, que como máximo podrá vender el 75% de su aforo (algo que no tiene pensado hacer), pueda ofrecer representaciones todos los días de la semana excepto los lunes. Cinco repartos que tendrán sus características, su calidad, pero que se van a ajustar al máximo posible al canon. Es lo que hay. Baste recordar la polémica que ha desatado la forma en que Pablo Heras Casado dirige la orquesta en la Tetralogía del Anillo para este teatro por tomar otras decisiones de dirección de las que canonizó Karajan.

Habiendo escuchado el primer reparto y el que canta con la joven soprano española ya citada, Ruth Iniesta, se puede decir que desde el punto de vista vocal el espectador no tiene nada que temer. Habrá cambios en los timbres de las voces o en sus colores, pero se ajustan a lo que se espera.

Es verdad que Marina Rebeka, del primer reparto, hace malabares. Increíble la escena de la fiesta en casa de Flora que comienza cantando desde el suelo que obliga al espectador a preguntarse de dónde viene la voz. Se le notan las tablas y la experiencia con el personaje. Y, curiosamente, es una actriz más que aceptable. Pisa la escena con brío y con garbo. Es cierto que a medida que avanza la ópera tira de técnica, pero es que había comenzado fuerte tirando y ofreciendo espíritu.

Algo que contrasta con el trabajo que hace Michael Fabiano como Alfredo. Canta bien, claro, pero como actor, al menos en este montaje, flojea. Se le podrá defender diciendo que, al fin y al cabo, es una ópera en concierto. Sin embargo, como ya se ha dicho, no, no lo es. Y permite la interpretación, la actuación que el resto de los cantantes mejor o peor hacen. Aunque es verdad que si compara con Ivan Magri, Fabiano sale mejor parado. Tal vez porque Magri se encuentra constreñido en su cuadro de luz y en varios momentos de la representación, la intensidad que le quiere dar a los sentimientos de Alfredo, tanto vocal como corporalmente, le lleva a acercarse peligrosamente a la cantante, a excederse en todos los aspectos. Un riesgo que el que más y el que menos espera que suceda, porque ¿qué es una Traviata sin roce humano?

En cualquier caso, lo más destacable sucede en el foso. Un foso amplio y cuadriculado por metacrilatos y distribuciones varias. El objetivo es que los aerosoles que se producen con los instrumentos de viento no esparzan el virus si este se colase en la representación. Es cierto que Luisotti hace que la orquesta suene a música italiana. Al menos, suene a la idea que un español al que le guste la ópera tiene de lo que es música italiana. Y, a pesar de la percusión, suene bien esa memoria musical.

Javier del Real

A eso se le añaden otros factores no menos importantes. El trabajo del coro, que no solo canta, sino que se presta al trabajo actoral, por pequeño que sea lo que le pidan. El que es una ópera llena de highlights, desde el famoso Libiamo al dueto de Amami, Alfredo. Por todo ello no es de extrañar que toda persona que ha ido a ver la obra se emocione. Salga más que contenta y la recomiende a todo el mundo.

Sí, esta propuesta del Teatro Real encaja como un guante en lo que la mayoría del público actual (y la crítica y los expertos, aunque se quieran diferenciar) entienden por ópera hoy en día. Lo que lo convierte no solo en un buen espectáculo para todos ellos, sino en un buen espectáculo para iniciarse en la ópera, aunque sea con una entrada en gallinero, y comenzar a amarla (y para continuar con este amor están los abonos selección I y II)

¿Se echan en falta cosas? Sí, claro y no, no es el contacto corporal. Tal vez la más importante. La que tienen que responder todo director de escena y musical que traten de poner esta ópera en pie. Responder el porqué Violeta, su protagonista renuncia al amor tan generosamente. Porque responde a la petición del padre de Alfredo. Es lo que ni se ve en escena, ni se escucha en el foso.

Aunque, oyendo los aplausos que se producen casi en cada número, en cada escena, parece que al público esto le importa poco o nada. Que es algo baladí. Es ponerse tiquismiquis en un momento en que lo importante es abrir el teatro, normalizar su actividad y la de los espectadores. Celebrar su valentía y la de los equipos artísticos que han tenido que venir con tiempo para hacer la cuarentena. Pues bien, ese tipo de preguntas es también la normalidad de la crítica, la de ser crítico con lo que se hace, aunque además se celebre la reapertura del teatro, a los cantantes, a los directores de orquesta, a los de escena y, sobre todo, al director artístico del teatro por impulsarlos a todos y decir que sí, que sí se puede y demostrarlo.

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