Crítica del espectáculo Electra, propuesta del Ballet Nacional de España con dirección artística de Rubén Olmo y musical de Manuel Coves que pretende una interpretación desde la danza española de la tragedia de Sófocles basada en la España rural y el imaginario popular.

Jesús Robisco
La primera sorpresa que se llevaba cualquiera que estuviese en el Teatro Real el domingo 29 de diciembre de 2019 en el primer pase de Electra del Ballet Nacional de Españaes el número de niños que había en el teatro. Niños que habían sido llevados por sus padres, tíos o abuelos. ¿Para qué los han traído?
Estamos hablando de una representación programada en plenas navidades. Un momento en el que el consumo se expande urbi et orbi en el mundo occidental de tradición cristiana, sobre todo. Época de hacer esos actos extraordinarios consistentes en quedarse hasta las tantas, más tantas que otras veces (consumir tiempo), comer como si no hubiera un mañana (consumir alimentos), reunirse con cuantos más mejor (consumir amores, familiares y amistades) y hacer esas cosas que no se hacen en todo el año como ir al teatro, la ópera, un concierto o al ballet (consumir cultura).
Debe ser esa necesidad de consumo extraordinario, ya sea de tiempo, de cultura o de ambos, los que explican el para qué han llevado a los niños. La pregunta es pertinente por muchos motivos. El primero es que la historia que se baila en este ballet no da para muchas alegrías. Electra, su protagonista, ha sido obligada por su madre a casarse con un pastor para evitar que tenga hijos que pertenezcan a la nobleza. Esto lo ha hecho después de matar a su marido y padre de Electra y de liarse con Egisto. Frente a lo que Electra, junto con su hermano, planificará una venganza.
Si a eso se añade el que el trabajo sea fragmentario. Hecho por escenas. Algunas como verdaderos cuadros vivientes de grupos. Sobre todo al principio. Unido a que la luz tiende a la penumbra y a la sombra, y los colores y el escenario tienden al ocre o al pardo. Que la música se mueve entre la música sinfónica y el flamenco más puro. Que la coreografía incluye muchos movimientos contemporáneos, más evidente en los movimientos de tronco pero, sobre todo, de extremidades superiores. Se entiende menos aún la elección como espectáculo navideño al que llevar a los niños.
El preámbulo anterior es necesario porque este espectáculo es un espectáculo adulto. Adulto porque es exigente con el espectador. Aquellos que vayan buscando lo que se podría llamar “coros y danzas”, no lo van a encontrar. Los que vayan buscando flamenco, tendrán, a pesar de todo, una ración insuficiente que incluye una cantante microfonada. Por tanto, exige un público que sabiendo sobre lo que se trabaja, de qué se parte, esté dispuesto a que eso de lo que se parte lo modifiquen, lo cambien, lo abastarden, lo contaminen. En una palabra, lo usen como materia para crear hoy, aquí y ahora. En presente.
Mucha gente podría decir que esa disposición al presente es una disposición infantil. Tendrán razón. Sin embargo, en los niños es una predisposición ingenua. Este espectáculo de ingenuo no tiene nada. Es una coreografía perfectamente pensada, estructurada. Tal vez sea este su mayor defecto, en el sentido de que se nota, al menos se intuye, cómo se ha construido, cómo se ha escrito, cuál es su lenguaje. Una forma de crear y construir que permite hallazgos tan sencillos pero hermosos como ese en el que la cantante Sandra Carrasco canta y se mueve en el escenario siendo acompañada en su movimiento por una bailarina. Una bella simbiosis entre cuerpos, voz y música.
No es la única belleza. También la hay en los cuadros iniciales, los de la boda, son imágenes muy construidas pero muy orgánicas. Hay vida en ellas. En los que se ve el saber corporal, de actitud, de los bailarines. De tal forma que recuerdan el espíritu y la atractiva belleza de los videos-cuadros de Bill Viola. Y no es la única referencia contemporánea. La sombra alargada de Pina Bausch también se intuye. Como la de Israel Galván y Rocío Molina. La primera más por su teatralidad y los segundos más por su espíritu libre para seguir siendo flamencos. Con el acierto de que no los copian.
Por tanto, se disfruta, claro que se disfruta este espectáculo. Y el público aplaude entusiasmado cuando acaba, sin tener ningún niño cerca para comprobar si también son partícipes del entusiasmo. Es un entusiasmo que sin duda se debe al momento dulcemente creativo que vive su equipo artístico. Un equipo formado por el coreógrafo Antonio Ruz, la bailaora Olga Pericet, el dramaturgo Alberto Conejero, el escenógrafo Paco Azorín, la vestuarista Rosa García Andújar y la iluminadora Olga García (¡qué luz!). Que han encontrado en el equipo del Ballet Nacional de España el instrumento adecuado para crear.
Quizás con la música no pasa lo mismo. No quiere decir esto que esté mal. No. Cumple su función con habilidad y buen hacer de que sea posible la coreografía y el cante. Pero, al menos desde la butaca, una mente crítica echa en falta el riesgo que se ve en otros aspectos del espectáculo. Sobre todo viendo la modernidad del baile, su contemporaneidad. Por lo que la pregunta viene a la mente sin quererlo. ¿No se puede contemporaneizar la música de raigambre flamenca o folclórica española igual que se puede hacer con su baile? Una pregunta que rápidamente trae una respuesta en forma de dos nombres de compositores españoles: Mauricio Sotelo y José María Sánchez-Verdú. Suficientemente conocidos, difundidos y reconocidos.
La conclusión es que se está ante un buen espectáculo. Un espectáculo que se disfruta. Que se oye bien y se ve mejor. Pero también que es un primer peldaño de una escalera que habría que empezar a recorrer. El peldaño que permitiese crear ese ecosistema que no solo preservase las tradiciones, sino que permitiese construir y desarrollar a partir de ellas. Que permitiese a esta gran compañía cumplir su principal función, preservar el patrimonio dancístico español, y que lo hiciese a base de crear y crecer. Mostrar que ese patrimonio es fértil, que solo hay que sembrar para que vuelva a florecer y dar frutos. Sobre todo ahora que dos años después de su estreno en el Teatro de la Zarzuela, esta Electra sigue girando y llenando tres días seguidos plazas tan importantes y grandes como el Teatro Real.
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