Crítica sobre la puesta en escena del Réquiem de Mozart en el Palau de Les Arts, bajo la dirección musical de James Gaffigan y la dirección escénica de Romeo Castellucci.

Antonio Hernández Nieto
2 noviembre 2021
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Se sale entusiasmado de ver y oír el Réquiem de Mozart en el Palau de Les Arts con dirección musical de James Gaffigan y dirección escénica de Romeo Castellucci. La sinestesia ha funcionado tan bien que parece que la obra se creó para ser representada en escena. Que nunca se creó para instrumentos y voces, sin más.

Desde luego porque todo tiene nivel. Lo tiene Gaffigan que conoce la obra, aunque se note que todavía le está cogiendo el pulso a la orquesta, pues se acaba de incorporar como director musical de esta ópera. Lo tiene Castellucci que no hay festival de teatro o de artes escénicas importante que no lo convoque y lo anuncie, y que con su solo nombre agote entradas (como comprobarán los madrileños y los gerundenses en el Festival de Otoño y en Temporada Alta en breve). Los cantantes, el coro. La propia escenografía. Todo bueno.

El problema viene cuando se tiene que escribir sobre ello. O se tiene que hacer una conferencia como la que se marca Ramón Gener de hora y media previa al estreno de cada ópera para Les Arts. Una persona tras otra que lo intenta va cayendo en el tópico: este montaje va sobre la celebración de la vida.

Por eso, la negrura inicial del espacio escénico se vuelve blanco una vez que el coro llora la pérdida de una mujer. Una blancura en la que habrá color, bailes parecidos a la sardana, trajes folclóricos similares a los de las voces búlgaras o los que se ven en el álbum Tintín y el Cetro de Ottokar.

Espacio en el que una niña, pasa de niña a mujer (si esto va de iconoclastia, ¿por qué no citar a Julio Iglesias?), y de mujer a anciana. Que se juntarán en un momento de la función para dejar a un niño en escena. Mientras la música sucede y canta la resurrección de los muertos. Su reencarnación, su vuelta a la vida y establece una priorización de quienes irán primero buscando referencias y justificación en las Sagradas Escrituras.

Una blancura sobre la que se proyectan en letras blanca especies, lugares, personas que se han extinguido y que se extinguirán como el propio Castellucci o Les Arts. Como se extinguirán cada uno de los espectadores y las palabras que usan para referirse a ellos.

Por tanto, cantemos y bailemos, aunque tampoco se sepa muy bien que hay que celebrar. Si todo va a desaparecer, a ser olvidado, incluso no podrá ser nombrado pues las palabras que lo podrían hacer desaparecerán ¿a qué fiesta invita Castellucci? ¿Y la música de Mozart que acabaron componiendo sus discípulos? ¿Es esto una celebración como la icónica escena del inicio de El Rey León para recordar el ciclo de la vida, referencia que usa Ramón Gener en su conferencia?

Es cierto que Castellucci ha llegado a una gran depuración en su arte, pero ¿tanta que críticos poco acostumbrados a lo teatral, y menos a la vanguardia, y que habitualmente analizan la ópera y la música escénica desde el punto de vista técnico, es decir, desde la técnica de la interpretación musical, coincidan en el análisis y en la conclusión? ¿Ha perdido algo este director de escena por el camino que le ha vuelto unívoco?

Todo lo anterior, hace que un sentimiento muy fuerte se apodere de quien mira y oye tratando recibir lo que le dan antes que confirmar lo que sabe y lo que le han dicho que tiene que encontrar. Por un lado, esta persona reconocerá la calidad del trabajo. Su belleza. Más en lo que menos ha gustado. Hermosa esa serie en que bailarines/coro se encajan en un coche deformado como si fueran atropellados, que tras ellos esté la representación de un aura como los santos no deja de ser un guiño cómico. Personas que luego se irán colocando sobre el suelo, bien rectos. Como los palitos que se hacen para contar en una pizarra. En este caso para contar muertos en accidentes de tráfico.

Sin embargo, hay algo que se escapa. Y se escapa porque el trabajo poético de este director de escena es eso, poesía. Y la poesía es siempre concreta, sí, como lo es la escena. Pero a la vez es mistérica y en esta propuesta hay demasiada claridad. Demasiada evidencia. Y mucha facilidad para el resumen, para resumirla, en pocas palabras. No resulta ningún reto y, por eso, tal vez, su amplísima aceptación. Su popularidad entre la crítica y el público y el que se haya convertido en un éxito.

Otro de los factores es que puede que esté funcionando es el síndrome de “El emperador está desnudo”. Por cierto, muy bien contado en la citada conferencia de Ramón Gener. Si se acepta el espectáculo se es cool, pero si no, los calificativos serán de carca para arriba. Y como lo que se ve y se oye no molesta, es fácil de interpretar, según lo que dice la crítica y el programa y, oye, el chaval de la Escolanía que canta al final lo hace bien y es simpático, solo hay que apuntarse al carro y decir que sí que celebra la vida. Al menos la del espectador o espectadora que lo han disfrutado.

Pero ¿para qué aparecen en escena referencias al yo que desaparecerá? ¿Y a la desaparición de las palabras que se usan para referirse a uno mismo? ¿Para qué incluir en ese listado de lugares extinguidos sitios como Les Arts o el parque del Retiro, que ahí siguen y con la intención de persistir? ¿Cómo situarse en un mundo que se extinguirá para cada persona cuando esta muera? Es en esta ambigüedad en la que mejor se reconoce a este director de escena y sus propuestas. Donde la respuesta se encuentra en el escenario y no en lo que se pueda decir o escribir de ellas.

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