Ya se sabía, pero se confirma viendo El ocaso de los dioses de Wagner en el Teatro Real que esta ópera es larga. Se entra a las seis y media y se sale a las once y media. Y no ose Netflix ni cualquier teatro de ópera que se precie en pasarla más rápido, ajustarla a los tiempos, que los guardianes de la ley y el universo irán a por ellos.
Se dirá que lo de larga es un concepto subjetivo y nada artístico. Pues quien lo diga tiene razón. Largo puede resultar que te hagan un empaste y corto verse Matrix Resurrection. Y nada tendrá que ver con lo que es sino con cómo se percibe.
Ahora bien, la percepción está mediada por los artistas que la muestran, la representan. En este sentido, la máxima responsabilidad recae sobre sus dos directores. Pablo Heras Casado en lo musical y Robert Carsen en lo escénico.
El primero, en su primer ciclo del anillo, ha decepcionado, en general, a la inteligentzia musical. El segundo, con una producción que estrenó hace veintidós años en Colonia y que ha repuesto otro director de escena, tampoco ha agradado. Aunque lo ha hecho mucho más que con el áspero Siegfried anterior.
Y es que Pablo Heras Casado ha tomado decisiones. Y su decisión, consciente o no, ha sido sonar a banda sonora, de peli romántica de Hollywood o de serie de televisión con sus momentos épicos. Sí, ese arte bastardo de las imágenes en movimiento, entre el teatro y el cuadro, con el que Puccini, cuando comenzó el cine, sabía que tendría que competir a muerte.
Esa lectura no ha gustado. Aunque el segundo y el tercer acto de la puesta en escena de Robert Carsen sucumban y se inspiren en el cine nazi y sobre nazis. Pero es que Pablo Heras Casado es hijo de su tiempo y ha crecido con el cine, las series, las bandas sonoras, por todos lados. Bandas sonoras que seguramente han puesto música a muchos de sus momentos más íntimos y personales.
Así que la música voluptuosa, es decir, llena de volutas, y reiterativa de los leitmotiv, se suaviza, se agradabiliza. Y, a pesar de que los interludios duran lo que duran, se nota más porque el oído espera que se resuelva, por ejemplo, a lo Hans Zimmer. Que ya la escucharán entera al final de la película los frikis que se quedan a ver los títulos de crédito y aquellos que abarrotan auditorios para escuchar bandas sonoras.
A eso se añade que tampoco la calidad actoral de los cantantes es buena. A Andreas Schager, Sigfried, se le sigue pidiendo que sea un jovencito fanfarrón, un Juan Sin Miedo de película adolescente, a lo que el tenor se entrega en cuerpo y alma, pero sin oficio, la edad tampoco le acompañ. Lo mismo que Lauri Vasar como Gunther, se entrega a ser un malvado de libro que debido a esas deficiencias actorales parece un malvado de película de serie B.
Bien, se podrá decir que no se les ha contratado por sus calidades actorales sino por las canoras. En el teatro musical, como es la ópera, una cosa no va separada de la otra. ¡Qué se lo digan a Wagner! La postura, o la disposición en escena, condiciona lo que se canta y cómo lo oirá el espectador. Tal vez sea ya hora de que se revisen estos conceptos desde las direcciones artísticas y también lo hagan los espectadores. En cualquier caso, parece que el descontento con las voces también es general en la crítica oficial.
Da igual. El público está respondiendo muy bien. Está comprando entradas. Y, a pesar de la duración y que acaba muy tarde, no se ven deserciones, ni sale apresurado cuando acaba la función [y esta crónica pertenece a un jueves]. Sino que se queda a aplaudir. Por supuesto a Andreas Schager- Siegfried, a Ricarda Merbeth – Brünnhilde, diga lo que diga la crítica, y, sobre todo, a Pablo Heras Casado.
Todo esto es de lo que se habla. ¿Dónde se queda lo que cuenta la historia? ¿Y lo que trata de contar la dirección de escena? Lo de la ecología, aparte de que todo sucede en el mundo actual, un mundo oscuro lleno de basura y de mierda, pues, no se sabe. Y si te he visto no me acuerdo.
La intriga política, palaciega y amorosa. Ahí está. Esa idea de que cuando se quiere se quiere, y solo con hechizos, filtros, drogas y otras mandangas se deja de querer a quien se quiere. Siegfried siempre querrá a Brünnhilde y viceversa. Tanto que estarían dispuestos a morir por dicho amor, incluso de morir matando.
Por otro lado, los enanos de la ópera, entendidos como metáfora, temerosos de perder la altura social que han conseguido, estarán intrigando para mantener y mantenerse. Antes inducir un asesinato por aquí y por allá, un vender hasta la familia, un imponer el miedo, que darse a la vida. Imponer lo oscuro, lo gris y la tristeza de las minas y las catacumbas. En ese sentido, los héroes, alegres, amantes de lo vivo, como Siegfried son todo un peligro al que hay que anular.
Mientras, los dioses miran para otro lado. Se miran a sí mismos, a sus desgracias, a sus deudas, pues las tienen. Encerrados en su vida, se olvidan de la vida. La pierden. Se apagan. Abandonan a los hombres, a los gigantes y a los enanos al conflicto y a la guerra. Pues no a otra cosa mueve esa insistencia en todo el montaje de Carsen que a la imaginería militar.
Momento en el que las noticias actuales sobre Ucrania resuenan, junto con la música de Wagner, en la cabeza de los que siguen los informativos y los periódicos con regularidad. Momento en el que se echa en falta la alegría, la pasión y el amor por la vida de los héroes como Siegfried.
Y que, si se eliminase la solemnidad y tontería con la que se habla de Wagner y sus creaciones, solo hay que ponerse a escuchar en los intermedios las loas a su persona y a su música que hace, sobre todo, el público masculino, este montaje podría acabarse con Tina Turner cantando We don’t need another hero. La banda sonora de Mad Max, otra referencia cinematográfica que, esta sí, sucede en un mundo ecológicamente arruinado que condiciona realmente la trama. Canción que ya es un clásico de la música del siglo pasado y que podría oírse en los títulos de crédito de esta ópera, si los tuviese, claro está.
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