
Rubén Vilanova
Comienza el espectáculo y la compañía se autoflagela. Se critica por darse a la rutina y a la costumbre. ¿Y después? Después se pone a bailar, a tocar música, a cantar, a citar autores. Se da al exceso y llama al público a darse a dicho exceso. Todo eso y mucho más es Daimon y la jodida lógica. El espectáculo con el que Matarile volvió al Teatro de la Abadía por solo cuatro días, donde triunfara el año pasado con esta misma obra.
Lo hace con un gran elenco. De los que ya no se ven en compañías privadas y menos si pertenecen a lo que se llama off o teatro alternativo. Un elenco que canta, baila, sabe decir un texto por difícil que sea y en distintos idiomas, sabe actuar, sabe tocar instrumentos. Sabe ocupar el espacio y llenarlo, ya sean solos o acompañados.
El valor para montar todo esto lo pone Ana Vallés, la directora. Una directora que pensó que este espectáculo era una tormenta en la que no podía dejar de meterse. No podía dejar de mojarse. Y, sí, es una tormenta. Una tormenta de ideas que mantiene en vilo al espectador. Ideas convertidas en imágenes que se suceden a un ritmo vertiginoso para audiencias curiosas. Audiencias a las que le gusta el misterio, pero no los secretos, ni las sorpresas, como tampoco las revelaciones ni los desvelamientos.
Esas audiencias que arrancan en los años ochenta del siglo pasado y que aprendieron que todo era cultura. Es decir, que todo era una fiesta. Desde Foucault a Chavela Vargas pasando por Kantor y Simone de Beauvoir. Desde Bernhard y su caminante hace el camino al andar hasta Antonio Machado, que lo dijo mucho antes que él y con menos palabras. Audiencias que discutieron sobre la postmodernidad y la fragmentación. Que repiten como un mantra que la sociedad en la que se vive es una sociedad del espectáculo.
Audiencias que recibieron en tromba todo aquello que hasta entonces les había sido vetado. Peter Brook, Lepage, Pina Bausch, Bob Wilson. Lygeti, Stockhausen, Philip Glass, John Cage, Steve Reich junto a Caetano Veloso o Maria Bethania o los 10.000 maniacs, los Talking Heads de David Byrne o los nuevos románticos. Arvo Part al lado de Frank Sinatra. A los que siguieron la Schaubühne de Ostermeier, la Kosmiche Oper de Barrie Kosky, Castelluci el Toneelhuis de Guy Cassiers, el frenesí de Sasha Waltz, las novelas de Bolaño.
¿Hace falta saber y conocer todo esto para disfrutar de esta propuesta teatral? No. Simplemente saber que, si se nombran en escena, ya sea de palabra o por acción, es porque son importantes. Son referencias. Que todo lo que se ve, se oye y se escucha, que todo el atrevimiento y la osadía no son espontáneas. Que pertenecen al mundo de la reflexión, una reflexión hecha a pie de escena basada en lo que palpita. En la vida como cambio, la vida como propuesta que merece ser vivida.
Y ahí está Celeste, que antes era Mauricio, para contarnos como una Bibi Andersen envejecida, y también canaria, que lo importante es vivir, bailar y cantar, hacerse la directora de su propia escena. Solicitar lo que se quiere y cómo se quiere, aunque dude. No, no es un hombre empoderado que se cambia de sexo. Tampoco una mujer empoderada tras un cambio de sexo. Es un ser humano. Un bello temor teatral que, desde su estatura de vedette de revista, le pide a Baltasar Patiño, la otra pata importante de Matarile, lo qué quiere y cómo lo quiere, más bien, cómo lo necesita para vivirlo.
Y es que esta obra, con su texto endiablado, construido como un medley de ideas, citas, músicas, cogidas de aquí y de allá, es una osadía. La que recuerda al espectador, como quien no quiere la cosa, y tras un buen rato, que cuando muera el mundo desaparecerá para siempre. Una lúgubre cita que en esta obra suena a fiesta puesto que llama a vivir y a bailar, como hace la bailarina que se lanza al escenario después de que se oiga esta frase. También llama a tocar música, aunque sea arrastrando los dientes por un plato de batería. Llenando de vida, de arte, de alegría, de energía no solo la escena, sino el patio de butacas. Porque vivir es una fiesta. Como lo es está esta obra. Llena de hermosos cuerpos en movimiento, cubiertos del confeti dorado que, al contrario de los finales felices, se ha lanzado casi al principio del espectáculo.
Una obra que es una celebración, un akelarre, un exorcismo de toda esa tristeza que la jodida lógica impone, introduciendo miedos, cercenando esperanzas, condicionando vidas y relaciones. Una lógica de tristeza y depresión que tiene su dieta. La que Robert Burton propone en su influyente libro Anatomía de la melancolía. Un autor del XVII que sigue muy presente en toda biblioteca que se precie de ser buena, aunque sugiera matar a los melancólicos de hambre y como alternativa les ofrezca darse a la virtud, al deseo o al vino. Que sería lo mismo que decirles ahora que se hicieran anoréxicos antes de meterse a curas o a monjas o a talibanes, o de que se tirasen a todo lo que se moviese o se diesen a las drogas ¿De verdad que hay que soportar y seguir tanta mente enferma? ¿Hay que seguir su jodida lógica?
No. No es necesario. Cada uno tiene ya su propio demonio. Ese que hace de las suyas en cuanto se le deja. Ese que, con su nariz de Pinocho, pues es un jodido mentiroso, avanza dando zancadas, como lo hace el actor que lo representa en el escenario. Que ni canta, ni baila, ni dice nada interesante. Que no provoca vida, sino que más bien la cercena, la confunde o la maltrata. Que dificulta en definitiva, la alegría de vivir, de bailar, de hacer música de pasárselo bien haciéndolo.
Y es que hay que saber que no hay un jodido happy ending por mucha música y baile que le pongan los musicales y el cine comercial. Ya que ¿cómo se termina un espectáculo? ¿Y el espectáculo de la vida? Lo que hay es una jodida vida y lo mejor que se puede hacer con ella es vivirla. Meterse en esa tormenta vital y mojarse como lo hacía Gene Kelly en la icónica escena de Cantando bajo la lluvia para, quién sabe si como él, bailar de felicidad.
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