En esta crítica tratamos las tres últimas óperas que han podido verse en el Teatro Real: la reposición de La flauta mágica de Mozart, el estreno de Into the little hill de George Benjamin, y La Valquiria de Wagner.

Javier del Real
El Teatro Real está que se sale este mes de febrero. Solo un teatro con la potencia de este podría tener tres producciones a la vez en cartel. La primera, una reposición, es La flauta mágica de Mozart, el cinematográfico, aunque fallido, montaje de Ivor Bolton, en lo musical, y Barrie Kosky en lo escénico. La segunda el estreno en los Teatros del Canal de Madrid de Into the little hill de George Benjamin, el exitoso compositor de óperas del siglo XXI, dirigida musicalmente por Tim Murray y en escena por La Veronal. Y, por si lo anterior fuera poco, también ha programado La Valquiria de Wagner con Pablo Heras Casado al frente de una gran orquesta y Robert Carsen al frente de la escena.
Lo anterior es un hecho suficiente para que, se ame o no la ópera, se ame o no la cultura, se sea consciente de la potencia que España tiene en este aspecto, y en concreto este teatro. Es cierto, que solo el montaje de Into the little hill es un montaje autóctono, una producción propia. Las otras dos, son producciones compradas a otros teatros. Aunque cualquiera que conozca las dificultades de producción de espectáculos operísticos y su montaje, podrá contar lo difícil que es para un teatro conseguir lo que está haciendo este en este mes. Y cómo está contribuyendo a la imagen, al menos cultural, de nuestro país.
Tres espectáculos cuyas producciones tienen un denominador común. El aspecto relacionado con la imagen. Como ya se ha dicho La flauta mágica recurre a la imaginería del cine mudo para ser contada y cantada. Into the little hill y el aspecto hipster de su montaje recuerda a una de las extrañas películas o series de David Lynch. Y, por último, La valquiria se ve como una sitcom que sucediera en tiempo real. Una serie de calidad como las que se pueden ver en streaming en alguna de las plataformas, de esas series que enganchan. Es decir, que apetece seguir viendo y escuchando hasta que se hayan acabado todas las temporadas.
Aunque ninguna ha sido capaz de entusiasmar a la crítica. Una crítica que se descubre al decir, por ejemplo, que no puede evaluar bien Into the little hill porque se la ha escuchado poco todavía. Que parece estar esperando a que otros digan lo que se tiene que oír y ver. Lo que lleva a preguntarse ¿a qué se debe este tipo de cautela?

Guillermo Florence
De las tres, digamos que es La flauta mágica la que ha vuelto casi por petición popular. Esta historia de amor entre príncipes con sus dificultades sociales o de contexto para consumarlo tiene una música que forma parte ya del imaginario colectivo. Desde luego el dúo de Papageno o el aria de la Reina de la Noche son conocidos por multitud de personas, muchas más de las que van a la ópera. Sí, su música es una delicia y gusta, no tanto como sus partes habladas que a veces son cambiadas.
Aunque quizás Ivor Bolton no consigue sacarle su brillantez y la inteligente idea de Barrie Kosky para ponerla en escena cansa por reiterativa. Ambas direcciones, tanto en el aspecto musical como de escena, son más bien ilustrativas. Lo que no importó al público que la promovió con el boca-oreja el año pasado, que llenó a pesar de no estar incluida en todos los abonos, y que ha hecho que este año vuelva para animar al espectador a ir a los teatros durante la temida cuesta de enero y de febrero. Y el público ha respondido agotando entradas de nuevo.
Into the little hill, de George Benjamin, es la más difícil. Por eso de que no se reconoce o porque no se sabe describir lo que no se conoce. Pero un pequeño gran público, ávido de nuevas sensaciones, agotó las entradas para las tres representaciones en los Teatros del Canal. Seguramente en esto ha contado la participación de La Veronal en la producción y en la dirección escénica de este montaje que tienen muy buena prensa entre la crítica de danza y teatral y una legión de fans en los circuitos del ballet y el teatro contemporáneo.
Una propuesta que como la anterior no acaba de convencer ni en lo musical ni en lo escénico. En el primer caso no se sabe si es por las condiciones acústicas de la sala, y en concreto las de su foso, o por la dirección musical. El caso es que la música, en registro contemporáneo, se oye algo apagada o mortecina. Una música que parece estar pidiendo más potencia, más fuerza, más intensidad.
Aún así se entiende peor la puesta en escena de Marcos Morau. ¿Qué tiene que ver esa construcción de la escenografía de las habitaciones de una casa a medida que pasa la obra? ¿O ese oso que sale en la escena final y que no parece venir a cuento? ¿Y toda esa simetría incompleta con la que se muestra? Incluso, ¿qué tiene que ver esas coreografías tan excelentemente ejecutadas y que se mueven a casi cada nota de la música?
Nada que objetar a la idea pero desde la butaca no parece casar ni con la música ni con lo que se cuenta. Hay que recordar que esta obra tiene un libreto con la que el dramaturgo Martin Crimp reescribe el conocido cuento de El flautista de Hamelín. Una historia contada por sus dos protagonistas: el ministro que contrata al flautista para acabar con la plaga de ratas que asola la ciudad y el flautista que en este caso es un ser sin rostro.

Javier del Real
La valquiria de Wagner es posiblemente la mejor de las tres propuestas. Lo es porque se ha sabido crear el espacio sonoro y escénico para que el drama musical suceda. El drama de un dios, Wotan, que con todo su poder no puede nada. Ni puede salvar a su hijo Seigmung, ni a su hija favorita Brünnhilde, ni puede hacer entender a su mujer su amor por estos hijos tenidos fuera del matrimonio. Ni siquiera puede crear a un hombre verdaderamente libre ni hacer ver que sus deseos no son ordenes, o que sus ordenes, por muy contradictorias que sean con respecto a sus sentimientos, son las que hay que cumplir.
A pesar de que en algunos momentos, los menos, la orquesta se come algo las voces, o que estas se resguardan para determinadas escenas, hay que reconocer que Pablo Heras Casado tiene temple, arrojo y ganas de hacer sonar esa partitura y lo hace con entusiasmo e ideas propias. Solo hay que verlo en el foso dirigiendo la orquesta, hasta canta, proponiendo una lectura, una interpretación, de las muchas que permite cualquier composición.
Quizás sea esta lectura la que hace clave esta producción en Madrid. Más que nada porque el eficaz montaje de Robert Carsen tiene ya diez años y viene de la ópera de Colonia. Montaje que se caracteriza por el uso mínimo de recursos escenográficos pero con mucha eficacia que permitan que tanto el canto como lo que se dicen los cantantes suceda en escena. Y con ciertas incongruencias como que hablen de la llegada de la luz y el florecimiento de la primavera y siga oscuro y nevando, o que en un mundo de armas automáticas lo más preciado sea una espada. Pequeñas cosas que puede que se noten más por los sobretítulos.
De tal manera, que una obra como esta que tiene muchos momentos con muy pocos personajes en escena resulta siempre llena. Llena de acción, de sentimiento y de emoción por como se colocan los cantantes para decirse lo que se tienen que decir o para decir lo que se tienen que decir para que la historia avance. Algo que ejemplifica muy bien el final de la escena de la discusión entre Wotan y Fricka. Una escena que termina con el primero dándole la espalda a la segunda, y la segunda acercándose para acariciarle algo que tras dudar al final no hace. Una acción a una distancia que significa mucho lo que dice la música de Wagner y sus leit motivs. Son esos detalles humanos, esas dudas, de muy buena serie televisiva, los que captan la atención del espectador. Hacen que se interese por la historia y olvide la sempiterna queja que se hace sobre lo largas que se hacen las óperas de Wagner.
En conclusión, es así como se construye un mítico un teatro de ópera. Con espectáculos como estos, en los que se convoca a los buenos artistas locales e internacionales, también desde el punto de vista vocal, para asumir riesgos. Para ofrecer nuevas perspectivas sobre un material que la mayor parte de las veces es muy conocido, salvo estrenos de obras de reciente composición. Se hace con el objetivo de hacerlos sonar para un público actual que más allá de entretenerse, pasar el rato, o asistir a oír una pieza de museo o una lectura académica, quiere disfrutar con el misterio humano que se trata de revelar entre notas y palabras.
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