Nadie que fuera alguien en la ópera catalana se quería perder el estreno absoluto de Alexina B. en el Gran Teatre del Liceu. Ni siquiera el típico público de estreno. Y, tampoco, la comunidad LGTBIQ+.

Antonio Hernández Nieto
1 abril 2023
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Antoni Bofill

Convocaban la compositora Raquel García-Tomás y la directora de escena Marta Pazos, que dejaran tan buen sabor de boca con Je suis narcissiste. Esa ópera buffa, que desde la mínima contemporaneidad musical, al menos aparentemente, trataba uno de los temas más contemporáneos que existen. El narcisismo imperante, redes sociales mediante, de la sociedad actual.

Pues bien, esta vez, la novedad está en visibilizar la intersexualidad, mal llamada hermafroditismo, y los problemas provocados por el binarismo. Lo hacen partiendo de una historia real del siglo XIX que recuperó Foucault. La de Herculine Balbin, la Alexine B. del título.

Una persona que vivió como mujer hasta los veintitantos años. Momento en que se traslada a París para trabajar de institutriz en un colegio de señoritas. Allí conoce a Sara, otra institutriz e hija de la dueña.

Ambas se enamoran perdidamente, pero su amor no puede ser público. Es inaceptable. Por lo que Alexine B., que ha nacido con genitales indiferenciados y que nunca ha tenido la menstruación, decide asignarse como hombre. En aquella época, como en la de ahora, o se es hombre o se es mujer. A pesar de que desde entonces se hayan producido avances y legislación al respecto, porque ni las leyes ni los derechos cambian de forma inmediata las creencias de una sociedad.

Ella ve en esa asignación una opción que le permita casarse con Sara. Lo que no contaba era que su caso se volviese mediático y su boda hubiera sido el escándalo que acabaría con el colegio de Sara y su madre. Con la forma de vida de a quienes ama y a la que aman. Y que ella nunca había sido hombre. No había crecido, ni vivido como un hombre. Y no sabrá ni vivir, ni ganarse el sustento en ese mundo de hombres que no entiende ni la entiende.

Una historia muy romántica y decimonónica. Como ya se ha dicho sucede y sucedió de verdad en el siglo XIX. Sin embargo, parece una historia de ahora o inventada ahora. Pensada a partir del debate social existente. El que ha dividido al feminismo y a la izquierda, para regocijo y pesca de votos de la derecha y de la ultraderecha, que se ven reforzados en sus postulados biologicistas y naturalistas por los que desde otras filas políticas se suman a sus presupuestos, al menos en este aspecto. Olvidando que los estados intersexuales siempre han existido en la naturaleza, que, también son biología y naturales.

¿Cómo se ha llevado esto a la escena? Aunque la compositora dice partir de Liszt, desde la butaca se escucha y se ve la delicadeza de la ópera francesa del XX. Con dos referencias claras: Debussy y Poulenc. Quizás la otra referencia que dice manejar, la de Hildegarda de Bingen, esté más presente. Sobre todo, en esas bellas partes corales escritas para voces infantiles con el que Cor Vivaldi – Petits Cantors de Catalunya se luce y recoge un fuerte aplauso del público. O en ese ángel que se pasea por la función, a veces como un mal presagio, en su hermosísima aria. En ambos casos se intuye la escucha de un canto de tintes religiosos.

Todo esto lo comprende muy bien la directora de escena. Que deja relativamente a un lado su marcada, coloreada y fluorada poética, con la que se luce sin complejos en sus propuestas. Esta vez esa pulsión se queda en un verde liquen, frío y claro. Con el que se pintan los lugares que aportan el contexto en los que sucede el drama de esta historia y con el que se viste el poder de los hombres que aparecen en la función.

Mientras las protagonistas y las niñas que viven en el colegio se visten con trajes de la época en la que sucede la historia. Y a las que ella dota de movimientos y acciones al estilo de Mujercitas, Sonrisas y lágrimas o de cualquier novela de Jane Austin o de películas que se han hecho a partir de ellas. Es decir, trata de construir algo parecido a un gineceo. Lugar en el que es más fácil que se produzcan las confidencias, el roce, el cariño, incluso, el enamoramiento.

Una música y una puesta en escena que hace brillar el libreto de Irène Gayraud que es el que reina en la función. Del que quitadas las partes de texto funcionales, las que hacen avanzar la trama, está lleno de poesía y lirismo que hacen avanzar la acción dramática y, no como suele ser habitual, detenerla. Ya sea para cantar el deseo, el amor, el amor maternofilial o la soledad de la persona que ama independientemente del sexo que le asigne la sociedad binaria. La sociedad de ceros y unos, de la informática y los ordenadores, en la que vivimos y en la que, sin saberlo, vivía la protagonista de esta historia.

Una protagonista que recibe el nombre de monstruo por parte de la religión cuando acude a ella en busca de auxilio y comprensión. Palabra que también incluye Paul B. Preciado en el título de su conferencia teatralizada que se ha podido ver recientemente en el Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque: Yo soy el monstruo que os habla. Y que se ha parafraseado para titular este artículo.

Un trabajo a tres en el que destaca el ponerse al servicio de lo que se puede obtener trabajando juntas. En el que los egos, si existieron en el proceso, poco importaron o se difuminaron. Pues todas saben ceder el paso para llevar esta ópera a buen puerto. Y en ese ceder, nada narcisista, surge la magia del teatro musical.

La magia que mantiene en silencio a la platea al completo. Atenta a lo que pasa en la escena. La magia que hace que dos mujeres se besen en la primera fila e intercambien comentarios y sonrisas cómplices mientras ven la función. La magia de que se produzcan casi ocho minutos de aplausos, por ese público catalán que recuerda al que hizo a Barcelona el referente cultural de España. Antes de que la movida madrileña le driblase la pelota cultural y le pasara por la escuadra.

Lo que se produce porque esta ópera tiene todos los elementos para convertirse en una ópera de repertorio. Ya que su historia entronca con todas las heroínas románticamente trágicas que protagonizan muchas de las óperas. Y que sonaría de otro tiempo, lo que de nuevo se vuelve a ver en escena mediante teloncillos pintados a la manera de las postales del XIX, si no fuera por dos aspectos.

El primero, los sutiles insertos electrónicos de la partitura. Sutiles porque a penas se perciben, aunque existir, existen aportando densidad al lirismo de la música. Que se acompañan de tormentas y cantos de pájaros grabados, que en la actualidad no es necesario tratar de reproducir con instrumentos como en el pasado, gracias a la existencia de excelentes métodos de grabación y de reproducción.

El segundo aspecto, es el polémico microfonado de las voces, trabajado de una manera que consigue una textura clara y nítida, y un lucimiento de los intérpretes, también a la manera de los clásicos. A la vez que las contextualiza en las formas contemporáneas del cantar y trabajar la voz en escena. Permitiendo apreciar a un elenco, pero sobre todo a Lidia Vinyes-Curtis, como cantantes que pueden prestigiar cualquier producción. De hecho, Xavier Sabata que hace todos los personajes masculinos, ya tiene un nombre y una reputación reconocida.

Así que sí. Hay que dar la bienvenida a esa ausencia de narcisismo y a este monstruo que enamorará a muchas de las personas que aman la ópera. A ese trabajo de colaboración que viendo el resultado, tanto artístico como de recepción por parte del público, debería favorecer su reposición, su exportación a otros teatros y, en definitiva, entrar en el repertorio habitual de los teatros de ópera.

Pues con una sinfonietta de veinte músicos, un coro infantil y no muchos cantantes, ya que está pensada para que varios de ellos doblen en distintos papeles, se pueda montar en cualquier parte. Lugares en los que se podrá ver como el la palabra cantada hace desaparecer al monstruo y hace aparecer una música que vehicula la voz y los sentimientos humanos.

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