Hay coreografías que le llegan al público muy especialmente. Ahora que no somos demasiado viejos todavía de Jesús Rubio Gamo, con la que ha comenzado el ciclo Mover Madrid de la Cuarta Pared, es una de ellas. Obra pequeña en formato. Un solo que protagoniza el propio Jesús Rubio Gamo sobre una música de piano de Ryuchi Sakamoto sonando en bucle en un espacio vacío.

Vallinas
Un solo que comienza en el más absoluto de los silencios en el que se ve al coreógrafo-bailarín probando unos pases. Unos movimientos de brazos y manos. Una especie de plie. Unos movimientos rápidos de cara que borra la expresión y, como ha dicho Omar Khan, convirtiéndola en un retrato borroso al estilo de los que pintaba Francis Bacon. Mostrando un alfabeto con el que construir palabras que, a su vez, formen frases, frases coreográficas.
Movimientos que se abren para ocupar el escenario cuando comienza la música. Un escenario recorrido y ocupado, también en bucle, igual que la música. Un movimiento al que acompaña una respiración, un suspiro, un amago de palabras. De tal manera que viéndolo se piensa que que el baile, la danza y la música, tal y como suceden en escena, necesita palabras.
Es aquí donde se encuentra la clave de esta obra. Su grandeza y especificidad. La creación de esa necesidad de palabras en el espectador. De tal forma, que, en ese momento clave en que después de bailar, resoplar, acordarse de algo en voz alta y decirlo como una salmodia ininteligible, el bailarín para.
Lo hace tras un buen rato bailando ese hermoso bucle del Sakamoto tocando el piano. Se va a la esquina del escenario. Se sienta. Se hidrata, como si estuviera en su estudio o sala de ensayos. Todo es silencio. Un corte, un abismo, una cesura en el baile y la música, que se toma su tiempo. Limpio y valiente, como en los cuadros de Lucio Fontana.
Un corte tras el que le vemos coger unos folios. Mirarlos. Volver al centro del escenario y repetir el bucle coreográfico mientras lee una historia. Su historia. Su relación amorosa y con los demás, con una perspectiva generacional, contado desde un cuarto propio, una casa propia, con lavadora que llenar, oír y mirar.
Una vida con una clara referencia a un grupo etario del que hay bastantes representantes y representados en el auditorio. Ese grupo de alrededor de los cuarenta que en las sociedades occidentales todavía pueden decidir ser cualquier cosa.
Momento en el que el coreógrafo se convierte en un poeta. Un poeta posible de la cotidianeidad que no rima, en verso blanco, de esa generación. Y la pieza, el cuerpo y la voz que lee, como un actor contemporáneo en una obra de Rodrigo García o de Carlota Ferrer, hacen reverberar, en español y en inglés, el sentido de la pieza que se le ha visto bailar y repetir
Como se repite la música de piano una y otra vez, sin cansar. Un estilo minimalista, más elegante, cool y pop que el del norteamericano Phillip Glass. Más cercano a Erik Satie y sus Gymnopedies. Con esa elegancia en calma, zen, que se le presupone a los japoneses y que fascina a los occidentales.
Obra a la que la pared del fondo de la Cuarta Pared se pega como si siempre hubiera estado en el espíritu de la pieza. Una pared que crece gracias a la luz que en un momento, un instante, proyectan dos grandes sombras de Jesús Rubio Gamo, bailando. Transformando un espectáculo de uno en uno con un cuerpo de baile de tres.
Una luz, que en otros momentos se atenúa tanto, que el espacio y el movimiento parecen una ensoñación, suceder en otro lugar. Hasta hacerse casi el oscuro. Antes de oscurecerse totalmente el escenario y que el público reclame al bailarín y coreógrafo salir varias veces a escena para saludar. Cosa que lleva haciendo con esta pieza desde 2016.
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