El éxito de público de Norma de Bellini que se puede ver en el Teatro Real combinado con las restricciones sanitarias hace que disfrute de la ópera en dos tiempos. El primero, escuchándola y entreviéndola detrás de una espalda. La segunda, gracias a la deserción de mi vecino al que había oído roncar en el primer acto, apreciando el espectáculo en su conjunto.

Javier del Real
Así me doy cuenta de que las voces del primer reparto, sobre todo las de ellas, están bien. Que la orquesta también suena bien bajo la batuta de Marco Armiliato que pasa regularmente por teatros de renombre. Que la música es muy bonita, cosa que ya se sabía. Y que Casta Diva es un hit de la ópera desde que la Callas, su mitología y su divismo, lo pusiera en el imaginario de todos y, lo que es peor, en la memoria colectiva que hace que ninguno suene al común como aquel que cantó ella.
Poco puedo decir de la puesta en escena de Justin Way en el primer acto. Entreveo en la escenografía algo parecido a un lateral del teatro. Contorsionándome, consigo ver una especie de árbol en cuya corteza parece que hubiera dibujado sketches Miyazaki, el famoso director de anime. Y a ellas y ellos me parece verlas vestidas de época, pero no de la época de los druidas en la que sucede Norma, sino de la época en la que se compuso. A la vez que veo subir y bajar tramoya.
Situación que permite a cualquier espectador en esta situación concentrarse en la acústica de la sala y comprobar que hay zonas que se comen la voz. Cada vez que las cantantes se ponen en diagonal la voz se matiza y se apaga. Lo que me da para pensar que bonito sería que un compositor o compositora contemporáneos hicieran una obra teniendo en cuenta estas diagonales sonoras del teatro y que las superpusieran a las que seguro tendrá la orquesta (tampoco es baladí como suena la orquesta cada vez que se sube al escenario en las óperas en concierto).
La cosa cambia cuando mi vecino de al lado no se presenta al segundo acto y puedo adelantarme al sitio que estaba vacío. Veo el escenario sin problemas. Entonces mi preocupación es por lo que sucede en escena y el disfrute del director de orquesta, al que se le ve feliz dirigiendo, contento.
Se entiende esto último porque todo suena a lo que tiene que sonar y suena bien. Desde la orquesta, donde los metales parecen haberse atemperado, hasta el coro. Pasando por los cantantes, incluso el tenor que recibió menos aplausos que la soprano y la mezzo. Daba igual. Al final quedaba claro que para el público había sido una fiesta operística, que la estaba disfrutando.
Entre otras cosas, porque la intrigante puesta en escena de Justin Way, no molesta. La parte de la audiencia que piensa que la dirección de escena de una ópera consiste en una ilustración, apenas notará que en este caso hay algo más de intención. Su Norma pasa en un teatro donde se ensaya la Norma, ya que la puesta en escena es un trasunto sutil de la puesta en escena de la propia ópera.
De tal forma, que los cantantes visten al principio como si estuvieran en la época en la que se estrenó y a medida que pasa la función van cambiando los trajes de calle por el vestuario con el que saldrán a escena a cantar. Por eso, la ópera pasa sobre un escenario. Y los forillos suben, bajan o los mueven unos tramoyistas vestidos como mozos de almacén que se pasean entre los cantantes.
Sedimentan así una sobre otra, varias capas de ficción. La primera capa, la propia historia. La de una sacerdotisa sabia que dice mantenerse virgen cuando ha tenido dos niños con el romano usurpador, ¡Por Tutatis! Historia de amor que mantiene en secreto ante la opinión pública por su reputación, el famoso que dirán que la pone en riesgo a ella y a sus hijos. Es decir, mantiene una ficción.
Secreto que descubre cuando el romano confiesa haberse enamorado de una virgen novicia que va a hacer los votos de castidad y obediencia. Una buena colega de Norma que al enterarse de que el romano era el padre de sus hijos, le promete rechazarlo, decirle que responda a sus obligaciones de padre y de esposo.
El romano se niega y Norma se convierte en una Medea gala. Trata de vengarse matando a sus hijos, pero no puede. Trata de quitarle a la joven vestal la vida en pareja, denunciándola ante el pueblo y la asamblea. Pero la joven ha sido tan buena, y será tan buena madre para sus hijos, y Norma quiere tanto al romano, que al final la encubre y confiesa que no es virgen y que la virginidad la perdió a manos del conquistador, al que se entregó. Y, sin saber por qué ni para qué, ante esta declaración, el romano vuelve a caer prendido de ella tras este sacrificio.
Vista con ojos del siglo XXI y el feminismo de nuestros días, sería, pues, una historia de sororidad. Basada en la hermandad entre mujeres que se protegen, se cuidan y cuidan a los vástagos unas de otras. El dueto en el que la joven vestal informa a Norma que rechazará al romano por el respeto que le merece como mujer y como madre, podría ser suscrito hoy mismo. Lo mismo que cuando la Norma canta su sacrificio.
Quizás la sororidad no podría encontrar mejor música para ser cantada y para ser escuchada. Una música que calla al público o le hace saltar de las butacas diciendo ¡Bravo, bravo! Pero esa respuesta de la audiencia no debería hacer olvidar que el propio teatro, su arquitectura, matiza, apaga, se come la voz de estas cantantes y sus personajes. Como tampoco se puede olvidar, como pone sutilmente Justin Way, que esto son solo ficciones sobre ficciones. No una realidad.
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