Se sale de la Fundación Juan March de ver La noche de San Juan (Soirées de Barcelone) con muchas ganas de bailar. Eso es lo realmente importante. Todo lo demás, que es mucho, podría sobrar, ya que se trata de una coartada cultural, que seguramente ha sido muy útil a la hora de vender el proyecto, de conseguir que se haga realidad.

Pedro Arnay
Y es que La noche de San Juan es uno de los muchos proyectos que truncó la Guerra Civil. Uno que pergeñaron Ventura Gassol, responsable del argumento, sin el que no habría esta historia, y que, sin embargo, se le nombra después de Roberto Gerhard, el compositor, y Joan Junyer, el escenógrafo.
Porque esta pieza es una pieza narrativa. Hecha y pensada para contar una historia al público. La de la magia que encierra popularmente la noche de San Juan. Con sus hogueras ardiendo igual que los corazones de los jóvenes y no tan jóvenes buscando emparejarse, más sexualmente que amorosamente. Que en el caso del pueblo pirinaico en el que sucede la historia esa unión se produce, también, en un corazón, el del bosque. Lugar que bulle de pequeños demonios con sus tentaciones, de ninfas y otras criaturas míticas y mágicas, entre las que se encuentra Eros y su erotismo.
Una unión que acabará a la manera tradicional que el pueblo impone porque este es un amor que suena y se oye popular. De pocas complicaciones ni pajas mentales. Un chico y una chica se encuentran, se gustan, se quieren y se juntan en una de las muchas fiestas populares, verbenas, que se celebran esa noche para dar la bienvenida al verano. De ahí la importancia de que la obra suene a fiesta. Y no hay fiesta de pueblo sin folclore, y menos en el año que se escribió la pieza. No como ahora, que ha cambiado mucho la cosa con las orquestas, las bandas y la música impuesta por las radiofórmulas y las telefórmulas.
Por eso, suena a excusa académica la necesidad de contextualizar este ballet en la estela de los Ballets Rusos de Daghiliev. Una compañía que giró mucho por España con piezas que recogían el folclor español, fundamentalmente el flamenco, y que condicionaron y siguen condicionando como se ve y se oye, tanto dentro como fuera de España, la tradición musical popular de este país. Aunque tampoco se debe desdeñar su influencia. Ni el arte ni los artistas viven fuera de su tiempo.
Es cierto que aquí las referencias folclóricas son otras. Las de las jotas catalanas y la de las sardanas. Referencias que, en principio y siguiendo con los tópicos, dan para pocas alegrías. Tanto para el discurso musical como el dancístico. Pero la composición de Gerhard, que al oído de un espectador suena a tradición europea, permite a Antonio Ruz darse unas alegrías y dárselas a los bailarines y al público que aplaudirá largo y tendido al final de la función. Como esas imágenes en las que se siluetean en negro los cuerpos bailando, como suele hacerse con los músicos de jazz en muchas películas. Como esos solos enmascarados, sobre todo el del caballo, con apariencia de un ballet más grande.
Y, es que, los bailarines bailan con ganas, con muy buena energía, los pasos y la música que les han puesto. Un pequeño elenco de siete personas que se desdoblan en múltiples personajes. Lo hacen en una coreografía que recuerda a Pina Bausch. Quizás porque el vestido de la chica enamorada, que dormirá cansada en el bosque, bebe de la vaporosidad de los vestidos usados en muchas coreografías de Pina. Aunque también por las entradas y salidas a escena y las presentaciones de formas y figuras.
No es que no se vea el trabajo del coreógrafo español, su poética, si no porque da la sensación de haberse dejado influenciar más o de mostrar más sus referencias. Tal vez por el tipo de proyecto. Un proyecto en el que él es un recién llegado, un parvenu, que se incorpora al trío que creó la pieza para ser montada. Y se pone al servicio de todos ellos para esa celebración, la soirée, que se han montado.
Eso hace que en esta pieza se pueda apreciar todo, hasta al apuntador si lo hubiese. Algo que se nota desde un primer momento, en el que sin que se pierda la concepción de que son un grupo bailando, se es capaz de estimar el trabajo de cada uno de los bailarines, individualizarlo. En el que se es capaz de considerar la música de Gerahrd y el trabajo que hace Miguel Baselga al piano, fruto, según dice, del estudio, como si fuese un forense musical, de una partitura con pocas dinámicas y sin articulaciones.
Un trabajo que permite percibir las líneas oblicuas, la perspectiva, que impone el teloncillo de Joan Junyer. Pintado de forma que imprime no solo perspectiva sino una dinámica. Un teloncillo que siempre es el mismo pero que cambia con la iluminación y, curiosamente, con el baile, sin que en ningún momento cambie.
Aunque nada como el personaje de Eros, que ya en su concepción inicial presenta esos brazos que parecen alas y unas mallas que aplastan un pecho de mujer. Un personaje que recibe a los asistentes justo antes de entrar a la sala. Que bailar, bailará, pero poco. Lo suyo es más presencia y palabra.
Una palabra que han robado al poeta Joan Maragall. Su poema que canta a la libertad de un pueblo que arde, metafóricamente hablando, con las hogueras de San Juan. Que, en Madrid, lejos de la hoguera e inmolaciones independentistas con las que posiblemente se verá en septiembre en el Gran Teatre del Liceu, suena a la libertad que se siente al bailar en la plaza del pueblo alrededor del fuego. Con el atavismo que lo hacen los indios americanos o las tribus africanas. Bailar en la casa común del amor y el deseo en el que se crean las relaciones y los afectos entre personas y entre estas y su entorno.
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