Se anuncia como lo más de lo más el estreno de El ángel de fuego de Prokófiev en el Teatro Real donde es la primera vez que se representa. A lo que se añade que es la primera vez que, en este teatro, dirige Gustavo Gimeno, el director de orquesta español que es una estrella internacional. Además, supone la vuelta a este escenario del que se considera el enfant terrible español de la dirección de escena de ópera, que siempre deja imágenes escabrosas y chocantes y da que hablar (el torero desnudo al inicio de Carmen todavía se comenta). Así que lo tiene todo, todito, todo para triunfar, al menos en los medios, por una cosa o por otra.
¿En qué se queda todo esto cuando el brilli-brilli desaparece al salir de la función y hay que volverse a casa? En una noche musical de campanillas. La música es estupenda y Gustavo Gimeno hace que la orquesta suene de fábula, hasta la percusión se oye integrada y no como otras veces que parece un añadido, mostrando que sí se puede. Otra cosa son los cantantes que, si bien es cierto que tienen que hacer un esfuerzo ímprobo, no son capaces de colocar ni el cuerpo ni la voz de una forma que la música transmita lo que cuenta la ópera.
A partir de aquí, derrapamos que vienen curvas. Frente a la idea escenográfica de Rebecca Ringst de los bloques que giran y giran, tan alineada con los bloques musicales que se oyen en la obra, la puesta en escena se vuelve confusa. No se acaba muy bien de entender qué pasa ni que les pasa a los personajes.
Según se cuenta en la sinopsis, Renata, la protagonista, es una mujer que tiene visiones. Visiones que empezaron desde niña, de un ángel que le acompañaba en el juego hasta que adolescente le pide a ese amigo fiel y divertido que se acueste con ella. Él se niega y desaparece. Eso, la trastorna, si es que no estaba trastornada antes, comenzando la búsqueda del ángel en todo hombre que conoce, ya que este antes de desaparecer le ha dicho que volverá en forma de hombre mortal.
En esta situación tan descolocada la conoce Rupretch. Un pobretón, que no se sabe muy bien porqué se fija en la protagonista. A partir de ahí la relación con ella es un calvario. Ahora te quiero, ahora no. Si haces esto te quiero, si no lo haces no. Y él, confuso, sigue a su lado, aunque le pida que cometa un crimen, aunque esté a punto de entrar en shock. De hecho, el personaje acaba agotado y tirado por los suelos, desde donde tiene que cantar el cantante.
Por si fuera poco, allí aparece un conde, que la mujer piensa que es la reencarnación del ángel. Un conde que ahora aparece y se la lleva. Ahora la deja y la abandona. También aparecen Fausto y Mefistófeles, que tientan a la pobre y la hacen pecar ante la mirada atónita de Rupretch, que a pesar de ser su fiel escudero parece que no va a recibir sus favores. Y en toda esta confusión ella decide que se mete en un convento donde El Gran Inquisidor le practica un exorcismo que, en vez de curarla, extiende su mal entre el resto de las monjas, motivo por el que se la condena a la hoguera.
Muchas preguntas se quedan en el aire viendo este montaje ¿En qué cambian los personajes? ¿Cuál es su arco dramático? ¿Cuál es el viaje que va de las visiones, en este montaje del histerismo de una mujer debido a que no es penetrada por quien quiere, a la hoguera? ¿Cómo hacen ese viaje musical teatralmente hablando? Y al no responder a estas preguntas sobre el escenario la poesía que tiene la música se pierde en el teatro.
Tal vez, el problema pueda estar en que una obra que sucede en el siglo XVI, con la construcción de la catedral de Colonia al fondo, se ha trasladado a los años cincuenta del siglo XX donde lo que se ve al fondo es la arquitectura brutalista y socialista. Dos mundos bien distintos. En uno la sociedad construye la hermosa casa de Dios que pretende ser la de todos. En el otro las feas casas de los mortales, de cualquiera que necesita ser alojado, y de las instituciones burocráticas con las que han decidido regular sus vidas.
En el primero, a las mujeres se les aparecían ángeles lo mismo que demonios y podían ser acusadas de brujería. En el segundo, con la psicología y la psiquiatría de por medio, tenían alucinaciones que podían tratarse, es decir, mujeres que mediante la hipnosis, la terapia y/o los fármacos podían curarse. En el primer caso, hacía falta El Gran Inquisidor. En el segundo, bastaba con un médico.
Por todo lo anterior, el espectador queda un poco chocado. Por un lado, está lo que escucha. Por otro, lo que ve y lee en los sobretítulos. Es como una radio mal sintonizada. En el fondo, se escucha música, pero sobre ella predomina la distorsión.
Así, a la salida, a poco que se aguce el oído, se oye entre los espectadores lo mucho que les ha gustado la música, y lo poco que han entendido de una historia que definen como confusa. Puede que esas personas a las que se escuchan sean un público inmune a la crítica, pues excepto Arturo Reverter que señala en la suya aspectos tanto musicales como escénicos mejorables, todos los críticos oficiales, y algunos no oficiales, como Félix de Azua en su columna de los martes en El País, han alabado el montaje.
Pero si como se dice en el programa de mano, esta ópera está influida por el simbolismo ruso, cuyos autores creían en la autonomía del arte para buscar lo que de verdadero tiene la verdad, la propuesta del Teatro Real es más un producto de nuestro tiempo que del simbolismo. Un deepfake como el que recorre las redes con Zelensky, presidente de Ucrania, diciendo que los ucranianos se han rendido ante Putin.
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