¿Qué tiene el Don Giovanni de Mozart y Daponte que desde su estreno se ha convertido en repertorio de los teatros de ópera? ¿La omnipotencia y voracidad del personaje que puede con y desea a cualquier mujer que pase por su lado? ¿La música con la que se canta a esa omnipotencia y voracidad? ¿Son pertinentes estas preguntas viendo el montaje que se acaba de presentar en el Teatro Real?

Antonio Hernández Nieto
26 diciembre 2020
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Javier del Real

Se sale de ver este Don Giovanni con más preguntas que certezas. Es importante señalarlo, pues las preguntas, lanzarlas, es función del teatro. Mientras que la educación tradicional de la música, la academia de la ópera y la crítica operística han producido un público de ópera que busca la certeza de una nota, de un timbre de voz, de una tesitura.

Eso explicaría porque este Don Giovanni gusta a los que aman el teatro, incluido el teatro musical que, mal que les pese a muchos, incluye la ópera, la zarzuela, la revista, el musical de Broadway. Pero no gustará a los amantes de la ópera, como no gustó en su estreno hace 12 años en Salzburgo, aunque cuando se pasó a la Staatsoper de Berlín se convirtiera en un montaje de repertorio.

No ayuda el exceso de sonido con el que Ivor Bolton hace sonar la orquesta. Un sonido que no permite apreciar los detalles de la partitura que se oye como rutinaria y cansina. Tampoco permite oir sus disonancias, que tenerlas las tiene, como mostró en este mismo teatro el director Alejo Pérez en el montaje de esta ópera que hizo Tcherniakov en 2013. Un montaje al que no le faltó polémica porque no se ajustaba a lo esperado, sino que se salía, tanto en lo musical como en lo teatral, del tiesto, el pequeño terrenito en el que se quiere encasillar a la ópera.

También se echa en falta una dirección musical en las voces. Unas voces que en general, sobre todo las femeninas, parecen lanzadas a cuanto más alto, más gritadas, más histéricas, mejor. Puestas así, tal vez pensando en esa desesperación con la que buscan a Don Juan que se mezcla con un rechazo razonado y argumentado, consciente, pero inasequible al deseo. Pensando que eso solo puede ser histeria, que viene de hystera, es decir, de(l) útero.

Una forma de cantar que gusta mucho al respetable porque es cada vez más fuerte, cada vez más alto. Tanto que casi cada canción recibe un gran aplauso, sobre todo al principio. Una forma de cantar, de poner la voz, que Anett Fritsch hacer sin fisuras y mecánicamente, Brenda Rae con comodidad y eficiencia, y a la que Louise Alder sabe sacarle la belleza y la intención, quizás porque es la que menos se ajusta al patrón que les han pedido.

Entonces, ¿para qué? ¿Para qué el director musical con el bagaje y conocimiento que tiene hace esto? Siempre que hay un artista hay una intención, un objetivo, aunque sea intuitivo. Su dirección es parte del montaje. De lo que se cuenta en escena. Una escena que presenta un Don Juan que ni muriéndose puede dejar de ser el personaje que se ha creado de sí mismo.

Ese que hace decir a las mujeres de mediana edad que tengo a mi lado algo así como “¡Qué tío! Ni muriéndose puede dejar de perseguirlas a todas.” En la que no logro detectar si hay enfado, pues en cierto modo lo parece, o cierta envidia de encontrar un hombre siempre dispuesto que no le haga ascos a ninguna mujer. Una actitud, la de Don Juan, que convierte el amor y el sexo en ordinario y rutinario, como la música que se oye en el teatro. No hay más opción que en metérsela o que te la metan, dicho en el lenguaje coloquial que se usa desde el barrio más lumpen, abandonado y marginal hasta, visto lo visto en las revistas del corazón y en los periódicos, en los palacios más excelsos y de mejores cunas y educación.

Escuchada así, el oscuro montaje de Claus Guth, oscuro porque sucede en lo más profundo del bosque, se vuelve luminoso. Todo es vueltas y vueltas, una y otra vez, como sus habituales plataformas giratorias, de la que esta puesta no se libra, sobre el mismo tema. Un tema sobre el que dicha plataforma, en combinación con la iluminación y específicos cambios de escena, permiten que el espectador vea la cosa desde distintas perspectivas. Adopte distintos puntos de vista sobre el tema sin poderse salir de la rutina y de la ordinariez.

Variaciones a la manera que hacen los buenos compositores minimalistas, por seguir con las metáforas musicales, que permiten llegar a la misma conclusión. Que esto del amor y el sexo es ordinario, por común, por habitual, y rutinario por lo codificado y cosificado que está. Solo hay que sentarse delante del televisor y pasar varias noches viendo First Dates o esos telefilmes románticos que pueblan los horarios de siesta y nocturnos de la televisión, así como los videos de los canales de porno de Internet.

Porque lo interesante de Don Juan, de hacer caso a lo que se ve y se oye en este montaje, es que es un ser ordinario y rutinario. Con una característica clave, se sabe mortal. Acepta la muerte como parte de la vida, en este montaje con más motivo porque durante la obertura, en la primera escena, el Comendador le ha herido de muerte en el abdomen, una herida que sangra y manchará (¿marcará?) todo lo que haga.

Frente a él todos los demás personajes luchan por una vida. Su vida, o la que creen que es suya cuando es una impuesta por las convenciones sociales, de las que ni siquiera son conscientes de que no se pueden zafar. Todos menos Leporello, que, en el más puro estilo zen, acepta lo que le llega de los señores y las señoras, sin planteárselo. Una cervecita, un polvito y un chutito. Todos con su infierno a cuestas, y el servicio en el no muy placentero limbo.

Es la claridad de este oscuro montaje de Guth lo que impresiona. La idea de que el ser humano está sometido a una sociedad que le impone ordinariez, aunque sea vestida de Loewe, y rutina, los sábados sabadetes. Ni siquiera en un entorno natural, cuya única estrategia vital es crecer y multiplicarse, puede librarse de esa condición social. La alternativa es la más absoluta soledad, el aislamiento, la intemperie y allá te las den todas.

Y no hay Don Juan más aislado que este que se ve ahora en el Teatro Real. Un Don Juan que el statu quo vive como un peligro porque desafía a las convenciones sociales, pone en duda sus verdades sempiternas. Unas verdades que antes, puede que hace poco, fueran ideas poco menos que revolucionarias, progresistas y que una vez establecidas el conservadurismo más rancio acepta como propias y se encastilla para defenderlas.

Un Don Giovanni que con su excesivo apetito sexual, con su peligroso juego social, libera el deseo sexual y social de las mujeres y pone en riesgo el patriarcado al que están sometidas. Pues todas las mujeres de la obra saben lo que quieren. Doña Ana no quiere a Ottavio, su aburrido novio, que sí, que la acompaña y que gustaría a su padre. Zerlina quiere a Massetto por lo que puede jugar con Don Giovanni sin problemas. Doña Elvira desea esa posición social que le daría el matrimonio con Don Juan. Incluso Don Juan es rechazado por una posible novia o amante de Leporello, a la que canta.

Por tanto, tiene este montaje la virtud de revivificar el mito tanto musical como escénicamente. Sacarlo del lugar de confort en el que se le había colocado y en el que sociedades tan conservadoras como las que no ha tocado vivir, desean mantenerlo y del que temen liberarlo.

Por eso es posible que en este montaje, sabiéndolo o sin saberlo, a las cantantes se las deja dar notas más altas, gritar como si perteneciesen al movimiento #MeToo. Por eso, la música suena ordinaria y rutinaria, otra interpretación más de Don Giovanni de Mozart. Por eso, el oscuro bosque, la selva y su ley, en la que se pierden los seres humanos urbanos en los que nos hemos convertido, en la que no podemos por menos de sentirnos vulnerables, se convierten en una excelente metáfora. De las que se sienten, de las que entran por lo sensible sin ser sensibleras ni pretendidamente románticas.

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