Sin duda alguna este ha sido el trimestre Javier Camarena de la Temporada 2019-20 del Teatro Real. El tenor ha pisado el escenario para hacer una representación de L’elisir d’amore de Donizetti con bis incluido, dar un recital “íntimo” a favor de la Fundación Teatro Real, y acaba de estrenar Il Pirata de Bellini, en la que estará en varias representaciones.

(c) Javier del Real
Esta vinculación con el teatro se creó desde aquel mítico bis en La fille de regiment, también de Donizetti. Lo que hizo que después estuviera presente en I puritani, La favorita, Lucía de Lammermoor y el citado L’elisir d’amore. Vista en perspectiva parece que entre Camarena y el teatro (y su público) se está forjando, o se ha forjado ya, una relación como la que llegó a haber y hay con Plácido Domingo.
No hay duda que, al menos en Madrid, Javier Camarena es un divo. Las masas operísticas, si es que existen, le siguen y persiguen. Y corre el rumor de que los florecidos madrileños, es decir, el club de fans de Juan Diego Flórez en Madrid, se están pasando a Javier Camarena, más que nada porque este tenor, además de cantar como a ellos les gusta, visita la capital con regularidad, la disfruta y la pasea. Es decir, les conoce.
Contado así parece la típica historia decimonónica y, también, todo hay que decirlo, del pasado siglo XX. Sin embargo, esta historia de un divo está pasando ahora mismo, en pleno siglo XXI, en una capital que se considera moderna, tanto que acoge una cumbre mundial para luchar contra el cambio climático. Sucede en un momento en el que se dice que para poner una ópera en pie no hacen falta voces concretas porque, si bien es cierto que existen unas voces mejores que otras para determinadas óperas, la calidad de los cantantes, en general, es buena. Lo suficientemente alta como para poder dar un buen espectáculo, al menos vocal.
Hay quien dice que este tipo de figuras siguen siendo necesarias para hacer caja. Es decir, llenar las arcas y sufragar los gastos de los carísimos teatros de ópera. La vinculación Javier Camarena con el Teatro Real parece confirmarlo. Es anunciar su nombre y agotar entradas. Tanto para su L’elisir d’amore como para el recital las entradas se acabaron con mucha antelación, y eso que para el recital no eran nada baratas. De hecho, a la hora de escribir este artículo quedan ya muy pocas entradas para sus representaciones de Il Pirata. Ninguna de las asequibles, aunque tengan mala visibilidad del escenario, ni tampoco de las más caras, las de la Zona Premium de butaca.
También los hay que añaden que un divo como él es necesario para dar visibilidad al teatro. Los divos suelen ser personajes que han superado el éxito profesional dentro de su campo. Traspasan la barrera de la ópera convirtiéndose en celebrities. Gente que interesa tanto que salen en telediarios, se les entrevista para periódicos de información general, a los que se les hace reportajes en los semanarios o para revistas de tendencias. Una visibilidad que el teatro rentabiliza en forma de indicadores de comunicación en sus informes de gestión ante un patronato y ante unos donantes que se unen en busca de publicidad con glamour.
Según el párrafo anterior, contratar a un divo resultaría una buena operación de marketing. Algo que serviría para vender el teatro, tanto local como internacionalmente. El estreno de Il pirata lo pone de manifiesto. El día de su estreno, no era raro encontrar en las butacas idiomas distintos, fundamentalmente europeos, como el alemán o el italiano, y, claro está, la lingua franca del imperio: el inglés. Aficionados, profesionales, periodistas, venidos de distintos lugares para escuchar a uno de los cantantes del momento en una obra a las que su voz va como un guante. En la que puede dar el consabido do de pecho y, de nuevo, volver a hacer historia con otro bis. Algo que los amantes de la ópera tienen sacralizado y que a los recién llegados les cuesta entender porque paralizan la acción dramática de toda representación. Les saca de la historia que les están contando y cantando que es lo que ellos han ido a ver y a escuchar.
También es cierto que la incorporación de un divo a un elenco facilita la llegada de otros cantantes y profesionales de la ópera con gran reputación en sus campos. En el caso de Il pirata, la soprano Sonya Yoncheva, curiosamente la gran triunfadora de la noche, si se mide en términos de aplausos y gritos de brava que se oyeron cuando salieron a saludar y en los elogios en la crítica. Y a la que, ante el entusiasmo de los aplausos del público, Camarena no pudo dejar de abrazar y de besar. Igual que hizo en L’elisir d’amore con Sabina Puértolas.
¿Y en lo artístico? ¿Qué se podría decir? La tradición en la que se ha formado a profesionales y público siempre dan la misma respuesta. Ante una ópera bel cantista como esta, la trama no tiene interés o es absurda, lo importante es como se toca y se canta la partitura. Lo que le da valor a los nuevos montajes de obras como la de Il pirata o L’elisir d’amore, es tener las mejores voces del momento para cantar, respectivamente, esa hermosa partitura escrita por Bellini y la eficaz escrita por Donizetti.
De dar crédito a la aseveración anterior, el Teatro Real no podría haber hecho mejor elección. La voz de Camarena es una de las mejores que hay en el mundo para este tipo de repertorio. Poco importa que en el aspecto actoral deje bastante que desear, aunque, también es cierto, que, por comparación con otros tenores, no es de los peores. En cualquier caso, el público paga por oírle cantar, les gusta como canta, que se lo digan a todos aquellos que ocupaban las butacas el día del concierto íntimo que dio. Recital que el propio teatro denominó Gran Gala, pues se trataba de un suceso, en el que había que estar. Por los que todos y todas se pusieron las mejores galas y se buscaron la mejor compañía que podrían encontrar, con la que más podían lucir. Una vanidad.
Se olvida con frecuencia que cuando se compusieron estas óperas eran música contemporánea para sus coetáneos y que proponían formas y experiencias musicales completamente nuevas a su público. Obras compuestas en forma de números musicales, algo que el montaje del Real de Il Pirata es canónico. Cosa que se puede comprobar con esos bonitos tableaux vivants que ha creado Emilio Sagi en la discutible y grandilocuente, aunque impactante, escenografía de Daniel Bianco (el director del Teatro de la Zarzuela, por cierto).
Una contemporaneidad que se nutría de voces nuevas. Voces que en su novedad y en su capacidad para cantar lo nuevo radicaba el entusiasmo del público. Entusiasmo que no suelen mostrar los espectadores con la mal llamada ópera contemporánea, cuando en realidad se refieren a las óperas compuestas en el siglo XX, y menos con las realmente contemporáneas escritas en el siglo XXI. De las que se salvan, quizás, las procedentes de Estados Unidos, como la de Dead man walking de Jake Heggie que, al menos en Madrid, cantó la mezzosoprano, también norteamericana, la diva Joyce Di Donato, cuyo prestigio viene del repertorio clásico y que incluye en su currículo no pocos rossinis.
Por tanto, y siguiendo el caso que nos ocupa, un teatro de ópera recurriría al divo o a la diva para permitirse el exceso. Un exceso que todos justifican. No se va a tener la voz más preciada y luego maltratarla con una mala dirección musical, una orquesta que deje que desear, un director que no sepa cuidar la imagen de ese tesoro, una escenografía que permita colocarlo, ponerlo en escena, en un envoltorio que muestre lo que vale ese divo o esa diva y con compañeros incompetentes en escena. Y, aun en estos tiempos de crisis, justificar cierto dispendio, cierto tirar un poco la casa por la ventana porque como se dice ahora la inversión tendrá su retorno.
Quizás es una deriva o un deseo melancólico, como el que tiene una gran parte la sociedad actual, al que el mundo de la ópera no es inmune, sino más bien proclive. Un echar en falta lo bueno del pasado, que no tiene en cuenta todo lo malo, y era mucho, que había en aquellos tiempos. En el caso de los teatros de ópera se trataría de recuperar aquellas noches en las que entre canción y canción, entre número y número, cada cual se situaba socialmente. Y hacía su negocio.
Tiempos en los que la voz del momento convertía a los teatros de ópera en los lugares en los que había que estar, dejarse ver, que le vieran y que corriera la voz de quien estaba con quien o de quien había subido o bajado en estatus. Eran más un evento social que artístico, por muy buena que fuera la obra y sus artistas, en la que el teatro era el centro de reunión. Un rol que puede que haya perdido en nuestra sociedad y, que al menos por un momento, permite recuperar. Una imagen que bien podría resumir la pareja que forman los conocidos Mario Vargas Llosa e Isabel Preysler, que ocupaban un lugar destacado y bien visible en la Gran Gala de Camarena.
Visto así, las preguntas vuelven a surgir ¿Dónde queda lo artístico en todo esto? ¿Tiene su espacio? Lo fácil sería decir que no, pero sería falso. Viendo tanto L’elisir d’amore como Il pirata, se nota que los equipos artísticos tratan de darlo todo con mejor o peor fortuna. Ya sea buscando un correlato actual en que lo que se canta no resulte extraño, como ocurre en el primer caso citado. Ya sea recurriendo a diferentes técnicas o tecnologías, como ocurre en el segundo. Hay compromiso de los artistas con sus oficios y puede que demasiado respeto por la materia que tratan. Podría decirse que practican una libertad constreñida al canon y al público.
En esta situación, las posibilidades de ofrecer un discurso, si quiera formal, sobre lo que esas obras de repertorio y bel cantistas puedan tener que decir sobre el mundo que nos rodea, o mejor, sobre lo que nos pasa (que diría Lorca) queda muy limitado. Todo lo más que se puede hacer es desempolvarlas. Arreglarlas de aquí y de allá para actualizarlas en superficie. Colocarles joyas preciosas, como puede ser un divo como Javier Camarena. Deslumbrar al público, algo que nada tiene que ver con alumbrar. Nótese la diferencia. Dar el espectáculo. Y mantener el marchamo de alta cultura, más que nada por la dificultad que hay para poderla reproducir con la calidad y complejidad que se hace en este teatro y en otros. Y no son muchos los que pueden hacerlo.
Parece que ante la dificultad de crear óperas contemporáneas con la fecundidad que se hacía en el pasado y de encontrar cantantes que enamoren a los aficionados cantándoles la música clásica compuesta hoy en día, los teatros se han volcado con este tipo de políticas. Políticas que suponen una excusa cultural para, en definitiva, ponerse guapo o guapa, salir una noche a divertirse con bonitas y bien cantadas canciones románticas. Para entretenerse.
En definitiva, y de hacer caso a Peter Brook, el Premio de las Artes Princesa de Asturias 2019, que de teatro y ópera sabe un rato, el teatro lo creó Dios para eso. Para entretener al personal en los aburridos días de descanso. Así que, un divo o una diva son un entretenimiento divino sin ninguna preocupación por revisar o reinterpretar las formas a tenor de lo que nos pasa. Su objetivo es reproducirlas tal cual se cree que debe hacerse. Formas y maneras en cierta medida inventadas, pues de aquellas épocas no hay grabaciones que nos permitan saber si los divos y las divas de nuestros días lo cantan como se crearon.
Mientras, la ópera contemporánea sigue a un lado debido a la desafección del gran público con ella (aunque hay quien dice que es al contrario, que es la música contemporánea la desafecta con el gran público). Lo que dificulta que se programe con la regularidad con la que en su momento se programaban las óperas bel cantistas que ahora son de repertorio. Esto impediría el desarrollo de equipos artísticos específicos, incluidos cantantes con la calidad de Camarena y de su carácter para ser celebrity.
Todo ello hace difícil crear grandes públicos que premiasen su presente (como ocurría en el pasado), frente a un público que premia su pasado operístico, en tanto que es pasado y que ni huele ni mancha. Instalados en esa melancolía meten al divo en un teatro de ópera para escuchar en vivo ese soñado glorioso pasado de vez en cuando.
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