Como todos los veranos, y como la mayoría de los teatros de ópera, el Teatro Real estrena un montaje de una ópera de las de siempre. Italiana y, a ser posible, bel cantista. Este año toca Nabucco de Verdi y su Va pensiero por delante con Luis Lusotti al mando de la orquesta y, el desconocido para el público realino, Andreas Homoki al mando de la puesta en escena.

Antonio Hernández Nieto
22 julio 2022
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Javier del Real

Se entiende que se programe porque esta ópera necesita una buena orquesta, que el Teatro Real tiene, y un mejor coro, que también tiene. Ambas muy presentes en esta ópera. Así que con estos mimbres cualquier reparto es posible a poco que se sepa cantar. Y, en este caso, por reparto no será pues hay tres y cuatro repartos diferentes en los principales papeles.

Esta crónica sería la del primer reparto si no fuera por los cambios de última hora, que, por otro lado, están siendo frecuentes. En este caso la sustitución de Dmitry Belosseisky en el papel de Zaccaria por Alexander Vinogradov. Lo que al público poco le pareció importar. Ellos iban a aplaudir Nabucco, cosa que hicieron desde la primera escena, y a conseguir el bis de Va pensiero, como habían conseguido los espectadores del día del estreno y algunos días más.

Por tanto, si la crítica se toma esto en serio, mal va. No es que no sea un montaje serio y pensado. Pero no desde el punto de vista musical, sino desde el punto de vista festivo de verano.

La prueba está en que, mientras los teatros en la capital se vacían por la ola de calor, las vacaciones, y un veraneo que se ha tomado apresuradamente para evitar en la medida de lo posible la inflación, el Teatro Real está lleno. Donde hay mucha gente que no es que vaya de tiros largos, pero se ha vestido lo mejor posible que permita el verano para la ocasión.

En esta celebración, se confirman varias cosas. Que es un acierto hacer a Nicola Luisotti director musical honorífico del teatro y amarrarlo para las óperas italianas. Sobre todo, las más conocidas. Es verdad que con él suena la orquesta de maravilla. Tanto que parece que no haya hecho otra cosa que ópera italiana.

La otra cosa que se confirma es la calidad del Coro Intermezzo. El coro del Teatro Real pero que no es del Teatro Real ya que es un coro privado al que el teatro contrata como su coro. Lo que permite otro tipo de gestión, que comenzó con la dureza de las pruebas de selección, bien distintas de un examen para ser cantante de coro funcionario, y que ha permitido otra gestión y otro desarrollo.

El resto deja bastante que desear. Los cantantes se mueven entre la corrección y el grito. Aunque, siempre están correctos, e incluso bien, en su aria o su dueto. En el que se pueden lucir. En general, no destacan por su nivel actoral y eso condiciona el canto. Claro que saben reproducir la música, pero no interpretarla. Esto podría explicar porque los oídos educados en la reproducción mecánica, gracias a los discos, sí que piensan que están ante buenos intérpretes.

La dirección de escena hace lo que puede con el muro de malaquita que tiene como toda escenografía ocupando el centro del escenario. Y, que, como viene siendo habitual gira y gira. Al estilo de los montajes de Gurth, un director de escena que se repone mucho en este teatro. O se adelanta hacia proscenio, achicando el espacio, o se aleja hacia el fondo, dando la sensación de inmensidad. Alrededor se mueve el enorme coro o los cantantes, escondiéndose, o yendo hacia atrás por un lado para salir luego por el lado contrario.

Todo esto podría tener algún sentido. Es decir, podría estar al servicio de lo que cuenta esta ópera. Ya fuera la anécdota, por que marcase bien el templo donde se esconden y refugian los hijos de Sión, o el palacio de Nabucodonosor, el rey extranjero, invasor y opresor.

Algo que, en el espacio vacío del recientemente fallecido Peter Brook, como podría considerarse la escenografía de esta ópera, lo consigue un buen actor, un buen intérprete, con solo nombrarlo. En este caso, lo conseguiría con solo cantarlo.

Recuérdese que este celebrado director de escena tuvo entre sus objetivos renovar la ópera para lo que la sacó de los teatros de ópera. Como hizo, por ejemplo, con La flauta mágica de Mozart que se pudo ver en su teatro parisino, Les Bouffes de Nord, y, durante la gira, en las Naves del Español en el Matadero de Madrid.

Y si es para contar el subtexto, lo que realmente quiere contar esta ópera, el que vea este montaje no se va a enterar. ¿Que el poder en el poder se corrompe, porque llega un momento que solo aspira a sí mismo, para sí mismo y por sí mismo? ¿La que el poder no puede ser poder sin el beneplácito del pueblo? ¿Qué la resistencia de un pueblo puede cambiar el sentir del poder con respecto a ese pueblo?

O no. Es algo más personal. Y el poder que triunfa lo hace fruto del amor. Un amor entre diferentes antes que entre iguales. El que se tienen Ismael, embajador extranjero, perteneciente al pueblo elegido (por Dios), y Fenena, la hija del rey invasor. Que por este amor y su conversión es bien vista por el pueblo, frente a su hermana Abigail. Que lo pierde todo, al perder el amor de Ismael y luchar, es cierto que arteramente, por lo único que le queda, conservar la corona ya que no puede conservar el novio.

Se podría concluir que a esta producción le falta una lectura profunda, tanto de la partitura como de los textos. Una lectura que permitiese a sus dos directores dar un punto de vista, dirigir, no solo a los equipos artísticos, sino a la audiencia. Hacerles una propuesta de contenido.

Desde la butaca no parece haberse hecho ese trabajo. En lo escénico, la puesta son imágenes, ilustraciones que acompañan a un texto musical. Sin más. En lo musical, es buscar la excelencia en la reproducción, que no es cosa fácil, por muy ingenua que sea la partitura, o eso dicen los que saben.

Luisotti y la orquesta consiguen esa buena reproducción que espera el público. Y el coro en muchas partes supera expectativas. Es bastante difícil empezar el Va pensiero tumbado en el suelo y levantarse, ponerse de pie, y que eso no afecte al canto. Lo que es una acrobacia, más que un arte.

El arte, sobre todo el teatral, es falible, introduce el error y lo inesperado. Tiene vida. Por eso, no se puede repetir un bis cada noche como le gustaría al público y que este está consiguiendo a fuerza de mantenerse en el aplauso un buen rato. Incluso iniciándolo antes del pianissimo con el que acaba, como ha ocurrido en más de una representación. Pero dicho lo anterior, en el montaje del Teatro Real de nuevo vuelve a disfrutarse la altísima calidad de este coro. La que se merece, al menos, un premio nacional de los importantes.

¿Y el público? Pues no se puede olvidar, que este montaje está hecho para ellos. Para que compren entradas y se alegren los gerentes, los patronos y las autoridades con el beneficio. El público sale contento a una hora prudencial para cenar o tomarse una ronda de gin tonics mientras se despeja la parada de taxis. Como si nada hubiera pasado. Como si nada estuviera pasando.

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