Al hilo de la interpretación de esta versión de La Canción de la Tierra, realizada parcialmente por Schönberg, que interpretará OCAZEnigma, bajo la dirección de Miguel Romea, los días 21 y 22 de este mes en el Auditorio de Zaragoza, recuperamos este breve texto de Juan José Olives, al que se homenajea en estos conciertos extraordinarios del ensemble aragonés.
Para Arnold Schönberg (1874-1951) la figura de Gustav Mahler tuvo una significación muy especial. A medio camino entre la admiración por su obra y la veneración por su talante como intérprete exigente y minucioso, la actitud de Schönberg hacia Mahler, compartida por sus discípulos principalmente Alban Berg y Anton Webern, se manifestó de distintas maneras. Desde un hermoso artículo recogido en El Estilo y la Idea hasta una dedicatoria aparecida en la primera edición de su Tratado de Armonía (corregida luego en la segunda edición) pasando por la creación de las pequeñas piezas para piano opus 19, directamente inspiradas en la muerte de Mahler en 1911, o por la defensa práctica de su obra bien fuera mediante la realización de arreglos o bien a través de la interpretación de su música. Es en esta última vertiente en donde se sitúa esta versión de La Canción de la Tierra.
Desde nuestra perspectiva no deja de ser sorprendente –y para algunos estaríamos rozando el terreno de lo irreverente- que una de las obras más emblemáticas de Mahler, escrita para una enorme plantilla orquestal, sea tratada como un objeto de laboratorio y reducida a una esquelética instrumentación pudiendo perder así, se diría, gran parte de su sentido. Dejando aparte otras consideraciones, ha de entenderse, sin embargo, que en el ánimo del creador del dodecafonismo, lejos de cualquier intención frívola o simplemente distante, no cabía sino una postura de respeto y de profundo reconocimiento hacia un compositor que, para los creadores de la “nueva música”, representaba el único eslabón válido con la tradición de la música alemana y el mejor defensor, desde aquella tradición, de las nuevas tendencias. El ideario de la asociación para la que se sugirió el arreglo de esta obra de Mahler es prueba palpable al respecto.
En 1918, Schönberg creó en Viena la Sociedad de Ejecuciones Musicales Privadas. Para los miembros de esta sociedad que desapareció, fundamentalmente por motivos económicos, en 1921, se establecieron una serie de normas ético-artísticas que la convertían en una especie de bastión de resistencia contra las “impurezas” y la “corrupción” reinante en los medios musicales oficiales de la ciudad. Entre otras cosas, y tal como recogían sus estatutos, se intentaba dar a conocer la nueva música a través de cuidadísimas interpretaciones, alejadas de la influencia de la publicidad y realizando frecuentes audiciones de las mismas obras ante las que los socios no podían expresar ninguna aprobación o rechazo. Lo que se pretendía era hacer justicia a la música y puesto que en ese camino lo que importaba era satisfacer la esencia última de la partitura, prescindir del “ropaje” instrumental –que en este caso, además, era algo obligado habida cuenta la escasez de fondos- o bien reducirlo a las posibilidades de la asociación, no sólo no era entendida como un menosprecio sino que llegó a tener una valor artístico intrínseco.
Entre otras obras de Mahler –se interpretaban también obras de Ravel, Bartók, Debussy, Strauss y, por supuesto, de los miembros de la Sociedad- se dieron a conocer, en arreglo para dos pianos o en versiones para pequeña orquesta, La Séptima Sinfonía, la Cuarta o los Lieder eines fahrenden Gesellen. La Canción de la Tierra, en cambio, no figura entre las obras programadas por la asociación. Ante esta obra que evidentemente iba a formar parte del catálogo de obras interpretadas en la Sociedad, Schönberg, como era su costumbre frente a algunas de las adaptaciones emprendidas, esbozó, sobre un ejemplar de la versión orquestal, las grandes líneas de conjunto y no llegó a anotar las indicaciones en la nueva orquestación sino en los primeros doscientos compases de Das Trinklied vom Jammer der Erde. El resto de la adaptación, siguiendo las pautas de Schönberg, tendría que haberla realizado otro compositor. En principio se creyó que tal responsabilidad había recaído en Webern, pero sobre esta posible adaptación –si es que en realidad llegó a realizarse- nada más se supo.
La versión que hoy conocemos se debe a Rainer Riehn quien, después de un escrupuloso estudio de las intenciones de Schönberg, ha presentado su particular realización a partir de las ideas de este último. El conjunto empleado que sigue lo previsto por Schönberg se compone de 1 flauta (piccolo), 1 oboe (corno inglés), 1 clarinete en si bemol (clarinete en re y clarinete bajo), 1 fagot, 1 trompa, 2 violines (o 3 si fuera posible), 1 viola, 1 violoncello, 1 contrabajo, 1 armonio, 1 piano y percusión. En su caso la utilización de la celesta –y del arpa- no establecida por Schönberg en sus anotaciones, queda plenamente justificada dado el carácter de algunas páginas, sobre todo del final, “Abschied”, de la obra.
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