Crítica de Lessons in Love and Violence de George Benjamin, ópera con libreto de Martin Crimp que se mueve entre Macbeth y Hamlet contado a los más jóvenes.

Royal Opera House
La ópera contemporánea no está tan escondida como parece. Hasta Filmin, la plataforma española de cine, documentales y series, tiene un canal de Clásico en el que se encuentra lo último del compositor de moda, George Benjamin, y su libretista de cabecera, el reconocido dramaturgo Martin Crimp. Lo último es Lessons in love and violence que se estrenó en la Royal Opera House en 2018, como quien dice ayer, con coproducción del Teatre de Liceu, que la tiene programada para 2021, y del Teatro Real. Producción en la que participa uno de los teatros de ópera más modernos que hay en la actualidad, la Dutch National Opera.
Una ópera corta, tan solo una hora y media, sin intermedio. En la que el compositor, que también es el director de la orquesta, es recibido con un cálido aplauso a teatro lleno. Para la que Martin Crimp ha creado un preciso libreto que se mueve entre Macbeth y Hamlet contado a los más jóvenes. A los hijos del rey que protagoniza la historia. Historia a la que asisten con asombro, de ahí las lecciones del título.
Chavales que lo que ven es a un rey, su padre, que se ha abandonado al amor y al deseo por su consejero Galvestone. Motivo por el que ha dejado a un lado la molesta política que fija el precio de una barra de pan y a la familia, mejor dicho, a la mujer. Lo que provoca la desconfianza y los (re)celos del fiel ministro Mortimer que vive para que se gobierne lo público antes que para gobernar lo que le es privado.
Es ese celo el que lo echa de la corte y le permite conocer de primera mano las penurias en las que vive el pueblo. El hambre, la pobreza y destrucción le convierten en un hombre de acción antes que de negociación. Un hombre que sabe que hay que acabar con esa relación, acabar con un rey que ya no reina. Para dejar paso a su prole, demasiado joven y, por tanto, influenciable, manipulable. Un hijo que se considera a sí mismo por edad no preparado para reinar y que asiste atónito a la ausencia del padre, a la infidelidad de la madre y a la ambición desmedida y escondida de Mortimer.
Para este drama, George Benjamin ha creado una música que se mantiene en registro musical de los thrillers psicológicos de las películas de los 50. Evitando la repetición del reciente minimalismo norteamericano. Pero manteniendo, para el oído del crítico o del que se siente en la butaca, la coherencia y necesidad en todos sus acordes. La música de esos momentos de incertidumbre en la que se ve a los protagonistas amenazados, como todos los personajes principales de esta obra. Una música que se podría describir como oscura, que anuncia que algo va a pasarles, una tragedia o un drama que el público, con más información, adelanta.
Sobre ella, el compositor es capaz de encontrar la musicalidad de las palabras en inglés. Es una musicalidad alejada de los sonidos pop que se oye en las radiofórmulas que permite entender claramente las palabras en inglés, como se comprueba al leer los subtítulos (que resultan ser en inglés). Aunque no lo parezca, muy cercana a como se pronuncian en conversaciones normales, y, sin embargo, son cantadas.
Tal vez, esta percepción de la música esté condicionada porque el propio Benjamin dirige la orquesta y sabe, con el conocimiento que le da la autoría, que busca en cada nota. Algo que no consiguió cuando estuvo en Madrid para dirigir en el Teatro Real la versión concierto de su mayor éxito hasta la fecha, Written on skin. Ahí se quedó, más bien, en lo que el público mayoritario de la ópera y de la música clásica define como la música contemporánea, como forma de ningunearla.
De todas maneras, no es el libreto ni la música lo que sorprende de esta propuesta, sino el carácter dramático que tiene la ópera. El que sea un espectáculo fundamentalmente teatral que permite a su directora Katie Michel y la realizadora televisiva Margaret Williams contar una historia. Un drama que tiene mucho que contar sobre los seres humanos y la aceptada normalidad. Los reyes reinan, no se enamoran, tan solo gobiernan y satisfacen deseos (sexuales) propios y los deseos de sus gobernados. A los reyes les suceden reyes, nada de reinas. Y los que mandan, no son ellos, sino a los que han elegido ellos para que gestionen lo público y, como les dejen, hasta lo que les es privado. El rey y la corona como un símbolo de la preciada norma(lidad) política que todo el mundo quiere y desea poseer. Una normalidad que permite que también tiene un normado entretenimiento que surge de las lecciones recibidas.
Para contarlo, se ha creado una habitación que cambia de perspectiva o de lado desde el que se mira en cada escena, hasta el segundo acto. Una habitación, que no significa más que una intimidad, donde se agolpan cortesanos y otra ralea de individuos que pululan por la corte. Hasta donde se mete un pueblo que debido a la falta de gobierno y de dinero pasa hambre, se prostituye o muere. Un cuarto que por un lado preside un relajado, inmenso y tranquilo acuario y por otros cuadros de Francis Bacon al que no les faltan sus pictóricos despellejamientos.
Si a todo lo anterior se añaden unos estupendos intérpretes, entre los que destaca Isabel, la reina, interpretada por Barbara Hannigan, no queda otra que desear que esta misma producción llegue, al menos, con estos mismos interpretes para dar una buena noche de ópera. Pues se trata de ese tipo de obras que llegan para quedarse en un repertorio que se está quedando viejo por la presión de un público que solo quiere revisitar lo que le dicen que conoce y le han dicho cómo hay que oírlo.
Estas lecciones en amor y violencia no llegarán a romperles los esquemas, pero, como un caballo de Troya, logrará en algunos de ellos introducir la inquietud y el cuestionamiento sobre el repertorio socialmente aceptado. Tanto en cómo suena como en cómo se representa. Tal vez, sean menos de los que necesita la música que se compone hoy, pero, quizás, tenga su efecto en muchos más espectadores de los que se espera. Y, de seguir la costumbre de que cada vez que se anuncia una ópera contemporánea, lo mismo que cuando se anuncia una barroca, los de siempre desaparezcan de las butacas y los menores de 30 interesados en la música dramática, aprovechando los descuentos, se incorporen al teatro musical que recoge el sonido de este tiempo. Óperas creadas para ser lanzadas con su conocimiento de lo humano a las futuras generaciones. Igual que se lanza una botella al mar con un mensaje, esperando que alguien, un cualquiera, lo encuentre, sepa leerlo, apreciarlo y reaccionar en consecuencia.
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