Se dice, se comenta, que tras ver la producción que se tenía contratada de Las bodas de Fígaro dirigida por Lotte de Beer, procedente de Aix-en-Provence, el Teatro Real decidió buscar otra. Por lo visto había mucho pene y, seguramente, se pensó que podría darle muchas penas, es decir, problemas, con el público y con las fuerzas vivas de la ópera.

Antonio Hernández Nieto
2 mayo 2022
Share Button

Javier del Real

Se dice, se comenta, que tras ver la producción que se tenía contratada de Las bodas de Fígaro dirigida por Lotte de Beer, procedente de Aix-en-Provence, el Teatro Real decidió buscar otra. Por lo visto había mucho pene y, seguramente, se pensó que podría darle muchas penas, es decir, problemas, con el público y con las fuerzas vivas de la ópera.

Todavía sigue en la memoria que ni siquiera el internacionalmente respetado Mortier, el anterior director artístico del teatro, pudo con el establishment operístico madrileño, a quien se la juraron en arameo, tras reducir el poder que tenían sobre el templo.

Así que se ha recurrido a la producción de Claus Guth para Salzburgo, un director de escena al que le va bien en el Teatro Real. Donde ya ha presentado varios montajes con más gloria que pena. Donde, sobre todo, ha triunfado cada vez que usa el revólver, es decir, la maquinaria escénica para dar vueltas y vueltas a la historia. Mostrando distintos puntos de vista y dando espectáculo que siempre agrada al respetable, en general, y a la crítica operística focalizada en lo musical.

El problema se encuentra en el choque que se produce entre el libreto de da Ponte, nada pacato, la música de Mozart, alegre y burlona, y el montaje. ¡Qué es una ópera bufa! Un montaje en el que un amorcillo, un angelito, un cupido vestido de marinerito, pierde pluma, mucha pluma, por el escenario. Y donde se busca hacer reír ¡con un tartamudo! Y lo peor es que hay gente que ¡todavía! se ríe.

Se olvida que en esta obra se está contando y cantando, al más puro estilo reivindicativo contemporáneo, que “no es no”. Es decir, que de abusos sexuales, nada monada. Algo que se le dice al poder. Al Conde Almaviva, que se quiere beneficiar a la criada después de haber abolido el derecho de pernada. Y a su condesa, que se quiere beneficiar al jovencito Cherubino. Un Cherubino que en este montaje no da el tipo, por su aspecto un aspecto que no sabe compensar con su interpretación, como para enamorar o encaprichar a una condesa.

Como la cosa de la pernada, asunto serio, se acababa de abolir en aquella época, pero todavía no había ley de Igualdad que valiese, la forma que encuentran los criados y maridos, como el Fígaro del título, es usar la burla, que tan bien ha aprendido trabajando para su señor. Engañar con arte al conde en la medida de lo posible para librarse de ser él quien sufra esta vez la pernada.

Picaresca que favorece el vodevil y la comedia de puertas que se abren y se cierran. Más cercana a una sitcom como Enredo que al montaje elegante y sofisticado que se presenta en el Teatro Real. Donde las puertas las abren fantasmas o espíritus, cuando en el libreto y en la música las abren y cierran con muchas intenciones y objetivos claros los humanos. Donde se recurre a las imágenes surrealistas, más enigmáticas que humorísticas.

Ojo, que no se dice que no se pueda hacer, sino que el montaje que se ve no acaba de funcionar. Y no lo hace por muchos motivos. El primero, el color elegido. Blanco, en general sucio, gama de grises ajados (hasta el azul del amorcillo-cupido es agrisado) y negro. Parece que no se ha oído la música, que pide color en escena.

Hay como la imposición de una idea o una teoría del amor y las relaciones sexuales. Una imposición que refleja muy bien esa imagen en el que a André Schuen, interpretando al Conde de Almaviva, se le hace cantar un aria con el amorcillo literalmente subido a su hombro. Y no solo, además tiene que moverse por el escenario con él. Obligando a un doble mortal vocal que poco aporta ni a la música ni a la historia. El conde va a lo que va y Susanna le atrae por lo que le atrae. El tiene a su santa, la condesa, y que no se entere que se la toquen.

Así que la producción sucede morosa y va amodorrando al personal, que, a diferencia de otras representaciones de Fígaro, hace pocos amagos de aplaudir los números a medida que se suceden. Aunque no se duerme del todo y, en aquellos momentos en los que simplemente se canta, y se canta bien, y ninguna otra cosa pasa en escena, el público despierta y responde. Por ejemplo, el aria de la Condesa de Almaviva, que interpreta bien la soprano María José Moreno.

El caso es que esa morosidad, esa elegancia impostada, parece saltar del escenario al foso e imponer al otras veces más que competente Ivor Bolton, y reciente premio Opera XXI, una dirección también morosa, anodina y aburrida. Cosas que la música de Mozart no es, aunque haya quien vea su música como facilona, poco densa, hecha para ser un hit en su época y más allá.

Es en toda esa lentitud que se le impone a esta comedia de enredo, en la que la cabeza del espectador informado entra en ensoñaciones. Y piensa que, quizás, hubiera sido mejor tener pesadillas con ese árbol de penes que presidía los dos últimos actos del montaje de Aix-en-Provence. Así como con los trajes, también de penes algunos muy lúbricos, goteando, que llevaban los personajes masculinos en dicha producción, tejidos a la manera de que hubiera hecho la reconocidísima Louise Bourgeois.

Al menos, habría habido escándalo. Un escándalo que hubiera puesto encima de la mesa el debate sobre las formas que debe tener la ópera en el siglo XXI. Entre un público que quiere repertorio y nada más que repertorio, con voces técnicamente impecables y montajes ilustrativos y bonitos, y unos profesionales, unos artistas, que quieren y necesitan contar lo que creen que los clásicos tienen que contar hoy, aquí y ahora.

Artistas, que, de poder elegir, como en tiempos de Mozart, preferirían poner en escena a sus contemporáneos. No hay que olvidar que cuando Beaumarchais estrenó la obra en la que se basa la ópera Las bodas de Fígaro, fue encarcelado por el soberano en la peor cárcel posible. La obra le había tocado las narices a base de bien, como parece que hizo el montaje de Aix-en-Provence (solo hay que buscar las críticas) al respetable.

Esta obra que en el montaje que se puede ver en el Teatro Real parece un juego de niños, algo ligero, un divertimento. Ni lo era, ni lo fue, ni lo debería ser. Es una ópera bufa, debe hacer reír al público, que es ahora el soberano, mientras les incomoda, sin que lo puedan decir porque se lo hace pasar bien aunque les digan unas cuantas verdades.

[El montaje de Aix-en-Provence se puede ver y oír en el canal de Arte en You Tube]

A excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, éste artículo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.

Share Button