La nueva producción de La sonnambula de Bellini que se puede ver y se ha visto en el Teatro Real, dice lo que tiene que contar en los primeros diez minutos, aproximadamente. Y es que el objetivo está claro. Hacer una ópera como se piensa que se ha hecho siempre. Es decir, para que cantantes duchos en la técnica del canto, borden sus arias. Hagan sus gorgoritos para el placer de un público que lanza bravos y aplausos casi en cada número.

Antonio Hernández Nieto
1 febrero 2023
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Javier del Real

Porque no se puede discutir que todo el elenco tiene técnica vocal. Y no hablemos del coro. Bien, muy bien, como siempre. Sin embargo, la producción rezuma superficialidad. Con una orquesta que vuelve a los derroteros que habían perdido hacía tiempo, con los metales sonando a chimpún, y tapando voces.

Tampoco acompaña la dirección de escena. Simple, sencilla. Para ilustrar. Con toques demasiado evidentes. Como esa en la que Elvino, el prometido de la sonámbula del título, descubre que esta ha pasado la noche con el conde y, vaya, se cae la ropa tendida de las cuerdas.

No digamos del cuerpo de baile. De nuevo técnicamente buenos. Nada que objetar. Pero en cierto modo están fuera de lugar. Con esas coreografías que parecen sacadas de musicales clásicos que no pegan con el resto de los elementos escénicos. Como, por ejemplo, esas olas que hacen colocándose detrás de la sonámbula que parecen de pelis de Esther Williams y que dan la sensación de que más pronto o más tarde los bailarines acabarán saltando a la piscina. Ah, que no hay piscina.

Y mira que el inicio, antes siquiera de que empezara la música, ese amanecer en el campo, con Amina, la sonámbula, paseando por el bosque como alma en pena, prometía.

En cualquier caso, esta enésima historia sobre preservar la honra femenina, tal y como se ve y se oye en escena, es un dejá vu. En la que se sabe todo lo que va a pasar antes de que pase. Como se va a cantar. Como va a sonar la orquesta.

Ante tanta previsibilidad mostrada con técnica, el público enloquece. Lo que muestra una vez más que la dirección del Teatro Real conoce a su público y sabe darles lo que quieren. Darles su dosis. Más en estas fechas tan complicadas llenas de compras navideñas, cenas, reuniones forzadas, buenas intenciones impuestas. Los chicos y las chicas necesitan alguna alegría para el cuerpo. Y este teatro se la da.

Da igual que en escena se vea una mujer rechazada tras una relación forzada o no deseada. Una mujer de la que se ha abusado aprovechando que estaba sonámbula. Y que por eso pierda la honra y las posibilidades de matrimonio y de estar en sociedad.

Da igual que esa honra la haya perdido a manos de un conde, al que nadie señala como violador. Es de suponer que lo del feudalismo y el derecho de pernada todavía les pillaba muy cerca. Es más, todos esperan al conde para que aclare las cosas y salve a la chica como la figura de autoridad que es.

Da igual que proponga que la única opción que tienen las mujeres para realizarse en la vida sea casarse. Y si no se casan, difícilmente podrán ser alguien, menos si pierden la honra, es decir, la virginidad.

Aun teniendo un negocio propio con el que subsistir como es el caso de la posadera. A la que el coro-pueblo recrimina que no quiera casarse, que quiera librarse del matrimonio. Al menos de un matrimonio para dejar de ser soltera, solterona. Y que sean incapaces de reconocer y aceptar el deseo por otro hombre, Elvino, el novio de Amina, y no por el que le han adjudicado. Y que por ese deseo se equivoque.

¿Se podría hacer otra lectura? ¿Lo permite la música de Bellini y el libreto de Felice Romani? Hay quien dice que no y que de poderse no se deberían hacer. Que hay que preservar la obra como objeto de museo. Frente a esta opinión, los otrora famosos artistas plásticos hermanos Chapman respondieron comprándose unos grabados originales de Goya para pintarrajearlos. Con lo que multiplicaron su valor en el mercado del arte. Sí, un mercado elitista. Como el de la ópera. Porque, si bien en el Real hay entradas de 17 euros, si alguien quiere disfrutar mínimamente del espectáculo al completo tiene que pagar como poco 70 en paraíso.

La pregunta, visto lo que cuenta y que parece que no se puede cambiar, es sino sería mejor que estas óperas se pusieran en concierto. Para hacer sonar la bonita música de Bellini. Como cuando se pone un disco o un CD o como cuando se escucha en Radio Clásica. Para luego hablar de los agudos, los graves, las notas que han omitido o han puesto demás los cantantes o los músicos. El tempo que le ha dado el director. La tesitura de las voces. Si están justificados los silencios o no según la notación de la partitura. Discusiones técnicas.

O darse a las discusiones historicistas que añadiesen alguna anécdota. Como los paseos de Bellini por el lago Como escuchando cantar a las trabajadoras cuando eran transportadas de un lado a otro del lago. Paseos que según el programa de mano le inspiraron para esta ópera.

De lo que cuenta La sonnambula, es decir, el conjunto de partitura y libreto, ni hablemos. Para qué. Y entonces surge la pregunta, ¿pero La sonnambula no es un clásico? ¿Y un clásico, independientemente de cuándo se haya creado, no tiene algo que decir en el momento que se lee, se representa, se toca o se ve?

Si no tiene nada que decir es puro entretenimiento. Hablando de música, es puro tararareo. Puro David Bisbal o David Bustamante, que tanto monta como monta tanto. Aunque sus composiciones no monten tanto como las de Bellini. Y habrá quienes reivindicarán su derecho y el de su público a entretenerse y a tararear. A perder el tiempo. Nadie se lo niega.

El problema o el dilema es si este carísimo entretenimiento se debería hacer con dinero público. Más ahora que hay tantas necesidades básicas por cubrir. Una de ellas es una necesidad cultural pública urgente para que a nadie le den gato por liebre. Y que si se lo dan, acepte sabiendo que lo es, porque quiere y le gusta sin necesidad de darle otro valor que el de satisfacer un capricho o un gusto.

En todo esto, la cultura y el arte nada o poco tiene que decir, excepto proveer de objetos bonitos. Objetos decorativos que hagan pasar unas felices fiestas. En estos casos habría que dejar de hablar de cultura, con mayúsculas, para aceptarse como una sociedad con una cultura, con minúscula, del espectáculo.

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