La regenta, la ópera española que se acaba de estrenar en las Naves del Español con el patrocinio del Teatro Real, es una oportunidad para explorar terrenos desconocidos. Por otra parte, como cualquier estreno absoluto de cualquier otra ópera. Sin embargo, desde la butaca parece más que evidente en este caso.
Un estreno que tal vez se haya retrasado demasiado por los contextos. El momento en que se compuso, los años cincuenta. Años en los que el clero y la burguesía franquista eran intocables a no ser que hubiesen caído en desgracia dentro del propio régimen. Y en esta obra, basada en la famosa novela La regenta, de Leopoldo Alas “Clarín”, esos estamentos no quedan muy bien parados, como tampoco lo hacen las clases populares que asumieron de alguna manera el ideario y los comportamientos del vencedor.
Ópera que seguramente también acumulase polvo durante décadas democráticas por el simple hecho del desinterés que había con respecto a la ópera, en general, y la contemporánea, en particular, más si era patria. Sin tener en cuenta que era de una compositora, María Luisa Manchado Torres, y es más que probable que el género femenino condicionase su apreciación en un mundo de hombres.
Quizás todo lo anterior define la expectación y el revuelo que había alrededor del estreno en Madrid. Una expectación que la música cubre de sobra. Cosa que no se puede decir del libreto que pertenece a la reconocida filósofa Amelia Valcárcel. No tanto por lo que dice la letra, que también, sino porque no parece ir con la música. Y es que se dicen mucho. Los personajes se explican a sí mismos, se dan razones para ser cómo son o hacer lo que hacen. Y eso no es bueno. Nadie habla ni se canta a si mismo excepto en la mala ficción, la que tiene más propósitos comerciales que artísticos.
Dicho esto, la historia se entiende. Una mujer de la alta sociedad, guapa, muy religiosa, obsesionada con una maternidad que no llega, a falta de un marido que la llene, en sentido real y figurado, encuentra a su amigo del alma en el Magistral de la catedral de Vetusta, la ciudad de provincias en la que vive.
Dicho Magistral, que le corresponde, no puede hacer efectiva esa correspondencia. Viniendo de un entorno de pobreza sabe que dar el paso pone en riesgo todo lo que ha conseguido para él y para su familia. Sin embargo, tampoco puede soportar que ella esté en mercado sexual, por lo que la vigila y la manipula para mantenerla aislada, a su lado, con todas las herramientas que la religión pone a su alcance, entre los que están la culpa y el yo pecadora.
Sin quererlo, pone foco en ella que junto con su inaccesibilidad la hace más atractiva a los ojos de los depredadores que hay en esa sociedad. Unos donjuanes democinonónicos que van cazando piezas y colocándolas en sus paredes o sus cuitas de bar. Y la protagonista es una pieza mayor.
Al igual que en muchas óperas, esta es una heroína que cae en desgracia. Cosa que la lleva por la senda del rechazo y aislamiento social. Una sociedad en la que hay de todo, ideológicamente hablando, como muy bien ha sabido ver Bárbara Lluch, la directora de escena, vistiendo al coro con trajes de distintas épocas. En los que parecen predominar los que se visten con ideas más antiguas. Una dirección de escena con un planteamiento sencillo pero capaz de sacar jugo a la producción y dotarla, en ciertos momentos, de la espectacularidad que se le supone a la ópera.
Una claridad escénica que muestran con cautela los cantantes, excepto, Laura Vila que hace de madre del Magistral. Ella va y le canta las cuarenta a su hijo y le recuerda de donde vienen y a donde van. Y que para eso que el desea ya están las criadas, limpias, silenciosas, abnegadas. Una sola aria que tal y como se canta en este montaje, sin miedo al Mihura que le pone la partitura y la más bien tópica letra, no se olvida y pone a la gente en escena.
En conclusión, es una producción muy cautelosamente hecha tanto en lo musical como en lo escénico. Quizás porque es la primera vez que se representa y se interpreta, se trata de un terreno desconocido, en el que se puede tropezar y caer con facilidad por esa falta de conocimiento práctico de por donde se pisa. Una cautela que, al obviar los excesos contemporáneos que a veces se producen en este tipo de obras, junto con la música, rema a favor del público.
Aunque, tal vez, con el paso del tiempo los espectadores no recuerden este montaje. Sin embargo, sí que tiene la capacidad para azuzar a otros equipos artísticos y otros teatros de ópera a montarla. Hacer otras lecturas, incluso trabajar el libreto, hasta que el azar artístico haga que se fije una forma y unas claves y la convierta en una ópera de repertorio, al menos en España y su área de influencia. Méritos y maneras no le faltan.
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