Crítica del estreno de Fin de partie de Kurtág en el Palau de les Arts de Valencia, ópera basada en la obra de Beckett, con dirección escénica de Pierre Audi.

Miguel Lorenzo y Mikel Ponce
¿Qué decir del estreno de Fin de partie de Kurtág en el Palau de les Arts de Valencia? Se puede caer en el tópico. Y el tópico es que es una grandísima obra de teatro porque es de Beckett. Continúa con que la música de Kurtág, como es rara, contemporánea, le va como un guante al teatro absurdo del dramaturgo citado. Y sigue con la congratulación de ser el tercer país que acoge este estreno absoluto de 2018 en el Teatro alla Scala y después de pasar por la Dutch National Opera, la más moderna y molona de Europa.
Sí, hay en el párrafo anterior cierto retintín, pues para decir todo esto solo habría que haber cogido el material de prensa y haberlo fusilado. Y santas pascuas. No habría hecho falta pasarse dos horas en el teatro escuchando algo que se describe como muy bueno, pero que parece hacer sufrir, exigir un ímprobo esfuerzo.
Aunque hay espectadores que no están dispuestos a hacerlo. Llegan a la ópera se sientan, escuchan un rato y con educación, en uno de esos oscuros entre escenas que tiene esta ópera, hacen mutis por el foro. Ya se sabe que los espectadores de ópera son más bien añosos, acercándose peligrosamente a su esperanza de vida media, y no tienen tiempo que perder, así que tonterías las justas, o eso dicen ellos.
Hay que dar muchos pasos atrás y sacudirse bien para desprenderse de todo lo anterior y mirar y escuchar. Pues se ha puesto esta obra, y en concreto este montaje, tan de cejas altas que deja a sus espectadores sin la defensa de la sensibilidad. Muchos de ellos describiéndola como un experimento de vanguardia, cuando la música y el texto suenan al oído a Woyzzeck de Alban Berg, a su tradición. Y a la vista este montaje recuerda mucho a Anselm Kiefer, el pintor alemán que ha hecho varias escenografías para ópera, una de ellas para la Elektra que se vio en el Teatro Real durante la época de Mortier, hace ya varios años.
Bien, volviendo al punto de partida, Beckett es un autor clásico que siempre ha interesado a los compositores contemporáneos. Solo hay que recordar la composición For Samuel Beckett que hizo Morton Feldman, ante la imposibilidad de que el autor teatral le escribiese un libreto. Un autor cuyas obras se consideran hechas de azar y aleatoriedad sometidos a un severo control, ajustándose como un guante a los propósitos de muchos compositores del siglo XX que no encontraban libretistas de fuste, capaces de escribir lo que escribía este dramaturgo.
Un autor sobre el que hay muchas teorías sobre lo que pretendía. Lo que esta claro es que no es el absurdo humano, sino su misterio. Pero el misterio es inefable por definición por lo que todo intento acabará en fracaso. De hecho, una de sus frases más conocidas era “[...] Fracasa otra vez. Fracasa mejor.” Igual que sabía que el misterio humano no es absurdo, ni pertenece al teatro del absurdo, aunque sea cómico, muy cómico, tenga su gracia, siempre que se tome en serio.
El acierto de Kurtág es haberse dado cuenta de esa comicidad, y la alegría que produce, y haberla puesto en la partitura, al menos eso es lo que parece a los oídos de un profano espectador. Una música en la que siempre hay un coyote al borde del precipicio perseguido por un correcaminos.
La música, más que a hito cultural, suena llena de misterio y simpatía para aquel espectador que se haya sacudido toda la información con la que ha llegado al teatro, o no la tenga. Aspectos que el director Markus Stenz ha sabido sacar de una orquesta que parece que siempre hubiera tocado música contemporánea. Tal vez, vayan a tener razón los que dicen que si hay una orquesta en España que pueda tocar la música de inspiración alemana o centroeuropea es la orquesta de este teatro.
Sin embargo, Pierre Audi, el director de escena, no resulta tan acertado en sus decisiones. Se ha enfrentado a este texto con todo el aparato cultural existente que arropa y entierra al mismo. El malentendido respeto que exige la icónica figura de Beckett y, seguramente, el estreno de una ópera como esta. Como el hito cultural que todos los programadores de grandes cosos teatrales o festivales cortejaban y que en España ha sido Jesús Iglesias, el director artístico del Palau, un director con buen olfato, vista y oido, el que ha sabido llevarse el gato al agua y volver a situar a Valencia en el centro del mapa operístico.
No obstante, hay que reconocer que la puesta en escena tiene mucho gusto, tal vez demasiado. Resulta bonita, brillante, a pesar del feísmo reinante en toda la producción. Las imágenes conseguidas con las sombras de los cantantes son un subtexto en sí mismo. Para muestra el dúo final en el que Clov, el criado, está con una maleta yéndose, pero su sombra sobre la pared de la casa, se dirige hacia la de Hamm, al señor al que sirve, como mirándole y deseando quedarse, acudir hacia él. Al menos, darle un abrazo antes de partir.
Y el caso es que Audi de alguna manera intuye ese humor. De hecho, le sale de forma espontánea en la escena en la que los padres de Hamm conversan metidos en sus cubos de basura. Cada uno tiene el suyo, uno al lado del otro. Son el lugar en el que viven tras perder las piernas en un accidente. Sí, se trata de humor negro, poco amable, no apto para todos los públicos y menos para la corrección política. Un humor que quizás no case bien con el glamour que siempre acompaña a la ópera y sus traviatas.
Pero de eso va Beckett, de lo escatológico que es el ser humano. Que mientras dice preocuparse por lo grande, esperando a un God(ot), un dios, que no viene, lo que le ocupa es el (d)olor de pies y la piedrecita en el zapato. Y por si lo olvidamos Kurtág mete de vez en cuando ese sonido que suena a una colleja para despertarnos del ensimismamiento. Como Beckett llena el texto de onomatopeyas humanas, como las carcajadas, y de repeticiones, el ser humano se repite más que el ajo.
No, ni el texto ni la partitura son un experimento gaseoso, como decía una espectadora al salir. No es algo de laboratorio de lo que se comunicarán los resultados en una revista científica. Una obra de interés para que expertos hagan nuevas hipótesis. Esto es algo más de piel y vísceras, flesh and blood, que de análisis sesudo del material y los métodos. Es, como ya se ha dicho, un intento de aprehender el misterio al que solo se puede uno acercar con la sensibilidad que proporcionan la vista, la audición, el tacto y el gusto.
Por eso hay que dejar atrás la información que ha acompañado su estreno, los tópicos y el aparataje científico-técnico y académico que lo acompañan. Disfrutar de la música de Kurtág, que, en combinación con el texto de Becket, convierten esta ópera en una caricia hecha con una mano de hierro metida en un guante de terciopelo ¿o será al revés? Ambos tratando de contar el misterioso juego de relaciones que nos hace humanos. Un juego que es una broma, que solo puede ser una broma, eso sí, muy seria. Una partida con su fin, su final y su finalidad de ganar en la que siempre se pierde la partida.
El montaje visto en el Palau de Les Arts se puede disfrutar completo en el canal de YouTube del Teatro alla Scala
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