La noticia cultural operística en España se estaba produciendo en el Gran Teatre del Liceu. Era el estreno en Europa de Antony & Cleopatra, la última ópera de John Adams, poco después del estreno en Estados Unidos, y el propio compositor la iba a dirigir. Sin embargo, todo esto poco se ha reflejado en las páginas culturales en los medios de difusión nacional.
Por tanto, antes que hablar de la producción, habría que preguntarse el porqué de este desinterés. ¿No es John Adams uno de los compositores vivos más reconocidos a nivel profesional y de público? Lo es ¿Ha perdido el sex-appeal que le rodeaba? Viendo en el Liceu como se levantaban las cabezas para ver al compositor cuando salía a ponerse delante de la orquesta, lo mantiene. ¿Se gastó con el restreno el año pasado de Nixon en China en el Teatro Real? Quizás, aunque el compositor no vino ni apareció. Y, como también la dirige, ¿no es suficientemente interesante escuchar la lectura, es decir, la interpretación que el propio compositor tiene que hacer de su obra? Lo es.
Por tanto, ¿de qué habla este desinterés? Sin preguntar a los periodistas culturales, primero, y sin analizar posteriormente las respuestas no se puede contestar esta pregunta. Sin embargo, algunos síntomas se pueden encontrar en lo publicado. Artículos en los que se ha hablado desde la prolija descripción de los instrumentos usados y de las referencias musicales existentes (Britten, Debussy y Wagner) hasta el tuneo que se ha hecho de la obra original de Shakespeare introduciendo textos de Plutarco y Virgilio en los que el bardo se basó. Desde la soprano para quien se hizo la composición, Julia Bullock a la que sustituyó Amis Edra en el estreno absoluto en San Francisco, hasta la falta de química sexual entre ella y el tenor, Gerald Finley. Desde los momentos clave de la ópera hasta los menos interesantes. ¿Algo que vaya más allá que el puro dato o la descripción? No.
Pues bien, todo eso que se puede concentrar en un párrafo como el anterior, ha llenado y alargado las (pocas) críticas que se han publicado y los (más) publirreportajes que se han hecho tras las ruedas de prensa. Ah, lo del poco sexo o tensión sexual, ha salido mucho en los corrillos. Como si se esperase ver una obra porno, es de imaginar que con Elizabeth Taylor y Richard Burton que todavía hay mucha memorabilia de esa época dorada de Hollywood, aunque como es el Liceu, se diría que es erotismo.
Por tanto, toca agitar la cabeza, para desechar todo lo anterior, y concentrarse en lo que pasa en el teatro. Una vez que se hace esto, la obra no suena para nada contemporánea, en el sentido del cling-clang-clung o el tiroririroririroriroriro minimalista.No quiere decir que no suene a esta época porque suena a pasar de todos los postmovimientos culturales que en el mundo han sido en las últimas décadas.
Es decir, de un compositor que todavía se mantiene alerta y que no se ha adocenado. Alguien que se fijar mucho más en cómo usar la música para contar algo y afinar el entendimiento del público sobre los misteriosos comportamientos humanos y las aún más misteriosas emociones que los producen o provocan. Y como la interacción de estos modifican unos y otros.
La pregunta que se plantea es ¿cómo se aman dos adultos que por fin se han enamorado de alguien cuando sus relaciones previas han estado condicionadas por el cálculo político o por el deseo y el placer, que no por el amor? Y ¿cómo lo hacen en un entorno rápidamente cambiante en la que cualquier distracción condiciona su estar en el mundo y su poder político? Un estar y un poder por el que han luchado con uñas y dientes. Un estar y un poder que les importa tanto hasta estar dispuestos a condicionar sus vidas por ello. Un estar y un poder que parecen pasar a un segundo plano cuando se conocen.
Por tanto, existen dos tiempos. El tiempo detenido o con otro ritmo, en presente y en presencia, el del amor. Y el tiempo histórico, político y social que siempre es urgente porque siempre es cambiante, sin dejar de producir pasado continuo, como el minimalismo que se escucha en la pieza, un pasado histórico que anuncia un futuro lleno de riesgos. Y aquí entra el címbalo húngaro. Instrumento omnipresente en esta obra, que suena a esa urgencia histórica pasada y futura sobre una partitura para dos amantes y que se escucha fundamentalmente romántica.
Dos personajes construidos, tanto dramática como musicalmente, de forma limpia, clara y definida. Forma que el tenor George Finley encuentra en una manera de interpretar de generaciones anteriores, con una actitud escénica que recuerda mucho a Plácido Domingo, mucho más a medida que avanza la función. Mientras que Julia Bullock la encuentra en la generación actual de sopranos. Más seguras en los terrenos que pisan y eso se nota en el cantar, en el que algún sonido extraño que produce o tesitura, no la detiene y, también, en cómo se mueve en escena.
Así que no habrá tensión sexual, como dicen, pero sí hay tensión amorosa. Una tensión que les envalentona cuando están juntos, y que viven como traicionada cuando la política y su poder los lleva por otros derroteros. A un lugar que la personalidad política y pública entiende, pero que como sujeto y objeto de amor no lo entienden y vivirán como una traición.
Y es que Antony y Cleopatra, que al inicio de la función juegan en la cama como dos adolescentes, casi como niños, donde todo es inocente, son dos adultos que ya han vivido y renunciado mucho. Y que saben que lo que tienen, puede que no se vuelva a repetir. Al menos, a ellos les pasa por primera vez, el tener algo que les es dado sin condiciones ni compromisos. Situación que les confunde. Ellos son animales políticos de éxito y estrategas en lo que hacen y en cómo lo hacen.
Curiosamente, esto es lo importante. La historia. Por lo que, a parte de esa presencia de la música romántica y del címbalo citado, poco se recuerda ya que la música está perfectamente imbricada en lo que se cuenta. Mejor dicho, es lo que se cuenta. Lo interesante es lo que pasa en escena. Lo que se hacen y hacen, se dicen y cantan. Es el conjunto lo que interesa, y en este sentido la escenografía de bloques y paneles móviles con el uso de la luz de fondo al estilo de Bob Wilson o Robert Lepage se muestra muy buena compañera, y mantiene el interés del público en las butacas por lo que va a ocurrir, incluso aunque se conozca la obra shakesperiana con sus giros de guion y su final.
Por eso, cuando se sale, se piensa en esta obra como en una obra que podría llegar a ser una ópera de repertorio. Ya que se ajusta a la tradición operística. Con sus arias para lucimiento de los cantantes, sobre todo, la de la muerte de Antony que George Finley la clava. También tiene coros espectaculares. Sucede en escenarios que permiten a los teatros de ópera echar el resto para dar un gran espectáculo con grandes masas de figurantes y grandes escenografías.
Y, a pesar de que no deja de ser música hecha hoy y pensada hoy, no resulta tan disruptiva al oído de las audiencias operísticas como otras composiciones contemporáneas. Porque frente al rupturismo de otras composiciones recientes, esta reconoce y se aprovecha de la tradición, incluida la tradición suavemente minimalista de su compositor y su cultura del mejor pop, rock, gospel y jazz. Géneros puramente norteamericanos que triunfan en todo el mundo.
A excepción del contenido de terceros y de que se indique lo contrario, éste artículo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International Licencia.